Marzo de 1162
Aunque se atisbaba ya la primavera, el invierno
dominaba todavía las cumbres. Los picos resplandecían bajo la luz de poniente.
La nieve reflejaba la luz, mientras una nube de escarcha se desprendía de las
afiladas cumbres. Pero allí, en los sombríos desfiladeros, el deshielo había
convertido el suelo boscoso en una ciénaga. A los caballos se les hundían las
patas en el barro y corrían el riesgo de romperse un hueso a cada paso.
Delante, el carruaje se atollaba casi hasta los ejes.
Joachim espoleó a la yegua para reunirse con los
soldados en el carruaje.
Habían enganchado otro tronco de caballos al frente y
los hombres empujaban desde atrás. Debían llegar al sendero que bordeaba la
siguiente cadena montañosa.
- ¡Ea! -gritó el cochero, restallando el látigo.
El caballo que iba al frente estiró la cabeza hacia
atrás y luego empujó con fuerza el yugo. No ocurrió nada. Las cadenas se
tensaron, los caballos bufaban con un hálito blanquecino en el aire gélido y
los hombres proferían los juramentos más soeces.
Lenta, muy lentamente, el carruaje consiguió salir del
fango con un chasquido de ventosa similar al de una herida abierta en el pecho.
Pero al fin reanudó la marcha. La demora había costado sangre. Se oían los
gemidos de los moribundos que habían quedado atrás, en el paso de montaña.
«La retaguardia debe resistir un poco más».
El carruaje prosiguió el ascenso. Los tres grandes
sarcófagos de piedra que llevaban en su plataforma descubierta se deslizaban
contra las cuerdas que los sostenían.
Si alguna se rompiera…
Fray Joachim llegó al carruaje cimbreante y el hermano
Franz se acercó en su caba- llo.
- El sendero parece despejado -comentó.
- No podemos llevar las reliquias de vuelta a Roma.
Tenemos que llegar a la frontera alemana.
Franz asintió, comprensivo. Las reliquias ya no estaban
a salvo en suelo italiano, al menos mientras el Papa verdadero permaneciera
exiliado en Francia y el falso continuara en Roma.
El carruaje ascendía más rápido, reafirmando su
equilibrio a cada paso. Aun así, no avanzaba a más velocidad que un hombre a
pie. Desde la grupa de su montura, Joachim contemplaba las montañas en
lontananza.
El fragor de la batalla se atenuó, sólo leves gemidos y
sollozos inquietantes resona- ban por el valle. El chasquido de las espadas se
aplacó por completo, señal inequí- voca de la derrota de la retaguardia.
A Joachim le hubiese gustado ver lo que pasaba, pero la
densa sombra cubría las cumbres. La
enramada de pinos negros lo ocultaba todo.
James Rollins: Jim Czajkowski (Estados Unidos, 1961).
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