(Fragmento de La excursión a Careno)
Se quedaron. Desempacaron las provisiones; tendieron
una mesa y corrió un exquisito vino blanco del norte, que evocaba ejércitos de
recuerdos e imágenes. El afinador se había retirado, el piano desmontado
callaba. Klingsor contempló compasivo al armazón de las cuerdas, luego cerró
lentamente la tapa. Sus ojos le dolían, pero en su corazón el estío cantaba su
canción, cantaba la madre sarracena, cantaba azul y cálido el sueño de Careno.
Comió y bebió, chocó su copa contra las otras copas, charlando alegremente pero
en su taller interior todo estaba alerta, su mirada perseguía al clavel de las
rocas, a la flor de fuego, amoldándose como el agua en torno al pez. Un
diligente cronista en su cerebro anotaba formas, ritmos. y movimientos, como en
cifras de bronce.
Voces y risas llenaban la sala vacía. Bondadosa e
inteligente resonaba la risa del doctor; profunda y gentil la de Ersilia,
fuerte y baja la de Agosto, liviano como un trino la de la pintora, el poeta
hablaba de cosas serias; Klingsor bromeaba; la Reina Roja se movía entre sus
huéspedes, observándolos, un poco tímida, rodeada por delfines y corceles, ora
en medio de los amigos, ora al lado del piano, sentándose en un almohadón,
cortando pan, o escanciando vino con mano inexperta. Una ruidosa alegría remaba
en la fresca sala; ojos negros y azules brillaban felices y detrás de las altas
puertas luminosos de los balcones acechaba inmóvil la tórrida canícula.
En las copas siempre llenas brillaba el vino dorado,
contrastando agradablemente con la frugal comida fría. El fulgor rojizo del
vestido de la Reina se reflejaba ora aquí, ora allí en la amplia y alta sala;
atentas y despiertas le seguían las miradas de los hombres. Desapareció y
regresó con un pañuelo azul en la cabeza.
Después de comer se levantaron cansados satisfechos y
se dirigieron alegremente al bosque donde se tendieron entre el pasto y musgo.
Sombrillas relucientes; rostros encendidos bajo sombreros de paja; sol
abrasador en el cielo ardiente. La Reina de las Sierras descansaba toda roja en
el pasto verde; su cuello blanco y delgado se destacaba sobre el vestido
llameante. Satisfecha y animada la botica se amoldaba a su pie esbelto.
Klingsor cerca de ella la miraba, la estudiaba, la absorbía, como cuando
muchacho leía, absorto y olvidado, el cuento de hadas de la reina de las
Sierras. Descansando, dormitando, charlando y luchando con hormigas pasaban las
horas; alguien creyó escuchar el arrastrar de una serpiente; cáscaras espinosas
de castañas se enredaban en los cabellos de las mujeres. Klingsor pensaba en
amigos ausentes que hubieran armonizado con la reunión. En realidad no eran
muchos; únicamente añoraba a Luis el Cruel, el pintor de circos y tiovivos; su
espíritu fantástico flotaba entre ellos.
La tarde transcurrió como un año en el paraíso. Al
despedirse se rieron mucho y Klingsor se lo llevo todo atesorado en su corazón:
la Reina, el bosque, el palacete, la sala de los delfines, los dos perros y el papagayo.
Hermann Hesse (Alemania, 1877-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1946.
La ilustración corresponde a una panorámica de Careno, Italia.
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