"Hombres y mujeres, intercalados y tomados de las manos, formaron rueda y se pusieron a dar vueltas en torno al árbol."
(Fragmento inicial del capítulo 6: El ausente)
Marchaba hacia el sur, contra el viento, contra el destino. El viento era un viejo amigo suyo y pasaba acariciándole la piel curtida. El destino se le encabritaba como un potro y él cambiaba de lugar y marchaba y marchaba con ánimo de doblegarlo. Toda idea de regreso lo aproximaba a la fatalidad. Sin embargo, era dulce pensar en la vuelta. Sobre todo en ese tiempo en que veía espigas maduras y maizales plenos. Los comuneros estarían trillando, gritando, bailando... Rumi también lo extrañaba y durante los días siguientes a la cosecha, recordándolos, advertía la ausencia de Benito Castro y que nadie, nadie sabía dónde se hallaba. Era penoso. Benito se sentía muy abandonado y en el camino largo, su caballo -antiguo comunero- era el consuelo de su soledad.
- ¡Ah, suerte, suerte! Paciencia no más, caballito...
Abram Maqui le había enseñado a domar. Menos mal que a Augusto parecía gustarle también. Él lo dejó queriendo aprender, tratando de sujetarse. Bueno era tener su caballo y entenderse con él como se entendía con Lucero. Lucero era blanco, tranquilo sin ser lerdo y le había puesto ese nombre recordando a la estrella de la mañana. Cuando lo palmeaba en la tabla del pescuezo, el caballo le correspondía frotándole la cabeza contra el hombro. Habían caminado mucho juntos y las leguas dan intimidad.
Cruzaron varías provincias y pararon por primera vez en las serranías de Huamachuco. Benito Castro se contrató de arriero en una hacienda. Esa era la historia de caminar para volver al mismo sitio, o sea el atolladero de la pobreza, pero no importaba. Había que hacer algo y él lo hacía. Cuando sucedió que vino la fiesta de carnavales y la peonada de la hacienda se puso a celebrarla.
De mañana se paró un unsche, o sea un árbol repleto de toda clase de frutas -naranjas, plátanos, mangos, mameyes- y de muchos objetos verdaderamente codiciables: pañuelos de colores, espejitos, varios pomos de Agua Florida, una que otra cuchilla, algún rondín. Los pomos estaban amarrados en el tallo para que las ramas los defendieran del golpe. Hombres y mujeres, intercalados y tomados de las manos, formaron rueda y se pusieron a dar vueltas en torno al árbol. En él los frutos se mecían con lentitud y brillaban y coloreaban los objetos. Era un precioso árbol. Un hombre que estaba al pie, provisto de una banderola verde, se puso también a dar vueltas, pero en sentido contrario a los que formaban la rueda, cantando con gruesa voz versos chistosos:
Ya se llegó carnavales,
guayay, silulito,
la fiesta de los hambrientos
como yo.
Esa era la danza del Silulo. Después de cada verso venía el estribillo...
Ciro Alegría (Perú, 1909-1967)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario