"Yo veía Venecia y el Adriático, los veía en ruinas sobre esta figura arruinada. Me paseaba por esa ciudad tan querida por sus habitantes."
(Fragmento)
No pensó más en la bebida, rechazó con un gesto el vaso de vino que le tendió en ese momento el viejo Octavín, luego bajó la cabeza. Esos detalles no eran los más apropiados para extinguir mi curiosidad. Durante la contradanza que tocaron los tres instrumentos, yo contemplaba al viejo noble veneciano con los sentimientos que devoran a un hombre de veinte años. Yo veía Venecia y el Adriático, los veía en ruinas sobre esta figura arruinada. Me paseaba por esa ciudad tan querida por sus habitantes, iba del Rialto al Gran Canal, del muelle de los Esclavos al Lido, regresaba a su catedral, tan originalmente sublime; miraba las ventanas de la Casa Doro, cada una de las cuales posee ornamentos diferentes; contemplaba esos viejos palacios tan ricos en mármol, en fin todas esas maravillas con las cuales el sabio simpatiza tanto más cuanto que los colorea a su gusto, y no despoetiza sus sueños por el espectáculo de la realidad. Yo remontaba el curso de la vida de ese retoño del más grande de los condottieri, buscando en él las huellas de sus desgracias y las causas de esta profunda degradación física y moral, que hacía más bellas todavía las chispas de grandeza y de nobleza reanimadas en ese momento. Nuestros pensamientos eran sin duda comunes, pues creo que la ceguera hace las comunicaciones intelectuales mucho más rápidas prohibiendo a la atención diluirse sobre los objetos exteriores. La prueba de nuestra simpatía no se hizo esperar. Facino Cane dejó de tocar, se levantó, vino hacia mí y me dijo un: -¡Salgamos! -que produjo sobre mí el efecto de una ducha eléctrica. Le di el brazo, y nos marchamos.
Cuando estuvimos en la calle, me dijo: - ¿Quiere usted llevarme a Venecia, conducirme a ella, quiere usted tener fe en mí? Lo haré más rico que lo que son las diez casas más ricas de Amsterdam o de Londres, más rico que los Rothschild, en fin, rico como las Mil y una Noches.
Pensé que el hombre estaba loco; pero había en su voz un poder al cual obedecí. Me dejé conducir y me llevó hacia los fosos de la Bastilla como si hubiera tenido ojos. Se sentó sobre una piedra en un lugar muy solitario donde después fue construido el puente por el cual el canal San Martín se comunica con el Sena. Me puse sobre otra piedra delante de ese anciano cuyos cabellos blancos brillaron como hilos de plata a la claridad de la luna. El silencio que perturbaba apenas el ruido tempestuoso de los bulevares que llegaba hasta nosotros, la pureza de la noche, todo contribuía a hacer esta escena verdaderamente fantástica.
- ¡Usted habla de millones a un joven, y cree que él dudaría en arrostrar mil males para conseguirlos! ¿No se está burlando de mí?
- Que muera sin confesión, me dijo con violencia, si lo que voy a decirle no es verdad. Yo he tenido veinte años como usted los tiene en este momento, yo era rico, era bello, era noble, yo he comenzado por la primera de las locuras, por el amor. He amado como ya nadie ama, hasta llegar a introducirme en un baúl a riesgo de ser apuñalado dentro sin haber recibido otra cosa que la promesa de un beso. Morir por ella me parecía toda una vida. En 1760 me enamoré de una Vendramini, una mujer de diez y ocho años, casada con un Sagredo, uno de los más ricos senadores, un hombre de treinta años, loco por su mujer. Mi amante y yo éramos inocentes como dos querubines, cuando el esposo nos sorprendió hablando de amor; yo estaba sin armas, me insultó, salté sobre él, lo estrangulé con mis dos manos torciéndole el cuello como a un pollo. Quise partir con Bianca, ella no quiso seguirme. ¡Así son las mujeres! Me marché solo, fui condenado, mis bienes fueron secuestrados en provecho de mis herederos; pero había llevado mis diamantes, cinco cuadros de Tiziano enrollados, y todo mi oro. Me marché a Milán, donde no me molestaron: mi caso no interesaba al Estado.
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).
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