"¿Por qué le haces observar tan austero retiro? No se le ve nunca por Venecia."
(Fragmento del capítulo VII)
El juego dejó de
ofrecerme una disipación atractiva. El faraón, que me gustaba apasionadamente,
al no estar sazonado por el riesgo, había perdido todo lo que de picante tenía
para mí. Las mascaradas del carnaval me aburrían; los espectáculos me parecían insípidos.
Aunque hubiera tenido el corazón lo suficientemente libre como para desear
establecer relaciones con mujeres de alto linaje, me hallaba desanimado de
antemano por la languidez, el ceremonial y la obligación del cortejo. Me
quedaba el recurso de los casinos de los nobles, donde ya no quería jugar, y el
trato con las cortesanas.
Entre las mujeres de esta última especie, había
algunas más distinguidas por la elegancia de su fasto y la jovialidad de su
compañía que por sus atractivos personales. Encontraba en sus casas una
libertad real de la que me gustaba gozar, una alegría ruidosa que podía
aturdirme si no llegaba a agradarme, un abuso continuo de la razón que me
libraba por algunos momentos de las trabas de la mía. Me mostraba galante con
todas las mujeres de este género en cuyas casas era admitido, sin abrigar
proyectos respecto a ninguna; pero la más célebre de ellas tenía planes
respecto a mi persona que pronto se manifestaron. La llamaban Olimpia. Tenia
veintiséis años, mucha belleza, talento y gracia. Pronto me dejó percibir
el gusto que sentía por mí y, sin sentirlo yo por ella, me puse en sus manos
para liberarme en cierto modo de mí mismo. Nuestra relación comenzó bruscamente
y, como no hallaba en ella muchos encantos, juzgué que terminaría de la misma
manera y que Olimpia, aburrida de mis desatenciones para con ella, buscaría
pronto un amante que le hiciese mayor justicia, tanto más cuanto que nuestro
vínculo se basaba en la pasión más desinteresada; pero muy otra fue la decisión
de nuestro planeta. Para castigar a esta mujer soberbia e impulsiva, y para
sumirme en problemas de otra índole, era necesario que ella concibiese un amor
desenfrenado hacia mi persona.
Ya no era dueño de regresar por la noche a mi
posada y me agobiaban durante el día sus billetes, mensajes y vigilantes.
Se
quejaba de mi frialdad. Sus celos, que aún no habían encontrado un objeto
preciso, se volcaban en todas las mujeres que podían atraer mis miradas, y
me habría exigido incluso descortesías hacia ellas si hubiese podido hacer
mella en mi carácter. Me disgustaba aquel tormento perpetuo, pero había
que vivir en él. De buena fe buscaba amar a Olimpia por amar algo y
distraerme del gusto peligroso que me conocía. Entre tanto, una escena más viva
aún se preparaba.
En mi posada me veía sometido a secreta vigilancia por órdenes
de la cortesana.
«¿Desde cuándo –me dijo un día– tienes a ese hermoso paje que
tanto te interesa, a quien dispensas tantas atenciones y a quien no dejas de
seguir con los ojos cuando su servicio lo llama a tus habitaciones? ¿Por qué le
haces observar tan austero retiro? No se le ve nunca por Venecia.
– Mi paje
–respondí– es un joven bien nacido de cuya educación me he hecho cargo. Es...
– Es,
traidor –replicó ella con los ojos inflamados de ira, ¡es una mujer! Uno de mis
espías lo ha visto mientras se aseaba por el agujero de la cerradura.
– Te doy
mi palabra de honor de que no es una mujer.
– No añadas la mentira a la
traición. Esa mujer lloraba, la han visto; no es feliz. No sabes más que
atormentar los corazones que se te entregan. Has abusado de ella, como abusas
de mí, y la abandonas. Devuelve a sus padres a esa joven; y si tus
prodigalidades no te permiten hacerle justicia, la obtendrá de mi parte. Le
debes un destino: yo se lo daré; pero quiero que desaparezca mañana.
– Olimpia -repliqué lo más fríamente posible-, te he jurado, te lo repito y te juro
otra vez que no es una mujer. Ojalá lo fuera.
– ¿Qué quieren decir esas mentiras
y ese "ojalá lo fuera”, monstruo? Devuélvela, te digo, o... Pero tengo
otros recursos; te desenmascararé y ella sí se avendrá a razones, si tú no eres
capaz de hacerlo.»
Superado por tal torrente de injurias y de amenazas, pero
simulando no estar afectado, me retiré a mi casa, aunque ya era tarde. Mi
llegada pareció sorprender a mis criados y, sobre todo, a Biondetta: mostró
cierta inquietud por mi salud: respondí que no se hallaba afectada en absoluto.
No
le hablaba casi nunca desde mi relación con Olimpia y no había habido ningún
cambio en su conducta para conmigo, pero sí en sus rasgos: había en el tono
general de su fisonomía un matiz de abatimiento y de melancolía.
Jacques Cazotte (Francia, 1719-1792).
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