En La quimera del loro -que es el título del capítulo 19 de mi novela Decir adiós es morir un poco-, el epígrafe es un fragmento del poema Palos de ciego, de Marco Antonio Montes de Oca: "Y de repente, sin que la desdeñada magia/ Lo sueñe o lo pretenda,/ Un palo de ciego/ Parte en dos el anciano castillo de la realidad". Venía al caso porque en un párrafo de dicho capítulo escribí:
Diógenes buscaba con su lámpara un hombre, en plena luz del día. Atenas era un pueblo iluminado. Aquí usamos anteojos oscuros para tratar de descubrir la verdad durante la noche. Llevamos tantos años, sexenios, que es nuestra medida temporal, haciendo lo mismo, que ya somos expertos en seguir dando palos de ciego. Eso es nuestra política, nuestra justicia, nuestro futuro: palos de ciego.
En realidad, el texto de Montes de Oca es un poema de amor, pero el fragmento que elegí funciona a la medida para lo que expresa la novela. Una estrofa posterior dice: "Palos de ciego el ciego lanza/ En la noche total;/ Mas de pronto da en el blanco/ Y una resplandeciente niña,/ Con un solo monosílabo de fuego/ Doma los bullientes hemistiquios del amor".
Cada vez que el nombre de un poeta es Marco Antonio me remite a Marco Antonio Campos, buen amigo con quien la vida no me permitió la oportunidad de coincidir de nuevo. Recuerdo que cuando se despedía porque viajaba para ocupar un cargo diplomático en Austria, en la casa del entrañable maestro Edmundo Valadez, ya fallecido, me obsequió un ejemplar de La alegría, de Giuseppe Ungaretti, traducida del italiano por él. Siempre he mantenido una gran inclinación por los poetas italianos: Pavese, Montale, Quasimodo, Saba. A Vincenzo Cardarelli lo conocí gracias a las traducciones de otro querido amigo, también extraviado en el tiempo y la distancia, Alfonso López García de Alba. De manera que no puedo menos que recordar unas líneas de Campos, en Sankt Peter Kirche. "En la iglesia, tras la rubia muchacha/ y el Cristo en la penumbra, la locura/ a la muerte mordía ciega", y más adelante prosigue: "Sobre la iglesia,/ el pequeño cementerio de San Pedro/ ensombrecía de pájaros; el ciego,/ cubierto de pájaros, saludaba/ al monte en su oscuridad verde".
Hace algunos años escribí un poema que se titulaba precisamente Ciego. Incluso cuando inicié el blog en que intento reunir mi poesía, Mitología del Olvido, así aparecía, en su versión original, pero después decidí modificarlo hasta que se convirtió en Lejanía. La única referencia a la ceguera que aún conserva es esta: Los misterios del sol/ son desvelos de la luna ebria/ entre sombras de aves nocturnas/ incapaz de emprender el vuelo,/ lejos de la tierra de los ancestros/ busco a ciegas la respuesta.
Jules Etienne
La ilustración corresponde a Diógenes en busca de un hombre honesto (1642), del pintor holandés Jacob Jordaens.
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