Me asumo un lector voraz de la obras de Manuel Vázquez Montalbán en las que el detective Pepe Carvalho es su protagonista. Mi novela Decir adiós es morir un poco está dedicada a la memoria de dos escritores fallecidos: a Edmundo Valadez, quien fuera mi maestro en un taller literario que tuvimos hace muchos años, y a Vázquez Montalbán: "por su muerte en Bangkok, con los aviones a manera de pájaros y para agradecer el viaje a los mares del sur al que me invitara la tarde de un domingo en la ciudad de México". Esa tarde a la que me refiero, me acompañaba un entrañable amigo a quien la distancia ha desvanecido de mi vida pero no de mis afectos, escritor, guionista de cine, autor de un excepcional ensayo sobre Buñuel, pero sobre todo un cálido ser humano: Pancho Sánchez. En dicha ocasión también iba con nosotros el cineasta Mario Hernández. Adquirí un ejemplar de Los pájaros de Bangkok y otro de Los mares del sur, editadas en pasta dura por Planeta, y Vázquez Montalbán me los dedicó.
Esos dos ejemplares los dejé, junto con el resto de mi biblioteca, encomendados a Beatriz Maupomé, cuando tuve que salir de México para venirme a radicar a Canadá. Estando ya aquí me hizo lo que al personaje de Kafka en El proceso, me acusó de algo muy serio que nunca he sabido que fue, hasta la fecha. Pero cuando conversábamos por teléfono me subrayaba con la proverbial indignación femenina: "Tú bien sabes a que me refiero". Y no, lamento confesar que casi una década después, todavía desconozco la gravedad de aquello que se supone fue mi responsabilidad. Durante algún tiempo me angustió, hasta que logré convencerme de que -como diría Arturo de Córdova-: "no tiene la menor importancia". Se le atribuye a Séneca la frase de que el tiempo cura lo que la razón no es capaz de curar, acepté la pérdida de quien había sido una persona muy cercana y por la que mantenía un afecto muy especial y ahora, de manera por demás mezquina, ya no extraño tanto a los seres que dejé en México, anclados en una etapa que cada vez me parece más lejana de mi historia individual. En cambio, sigo lamentando haber perdido los dos ejemplares que me había dedicado Vázquez Montalbán, así como uno de La muerte tiene permiso, en el que Edmundo Valadez había dejado un testimonio de nuestra amistad y que, lo tengo muy claro, lo hizo cuando ambos coincidimos en un congreso de escritores en Zacatecas.
Trabajando como voluntario en Inland Refugee Society, a lo cual me dediqué casi tres años, me vi forzado a aceptar que no debemos aferrarnos a los objetos que tienen un valor sentimental, aunque sean el símbolo de algo que consideramos importante en nuestra vida. Después de todo, son meros referentes. Lo esencial permanece en nuestra memoria. Mi tarea en ese lugar era abrir el expediente de los clamantes de refugio recién llegados. Tuve la oportunidad de tratar con personas que provenían de la guerra de Kosovo, en la que habían perdido a la totalidad de su familia; chinos que eran víctimas de la cacería racial en Indonesia; o africanos que eran los últimos sobrevivientes de alguna tribu -entre ellos un par de adolescentes que habían escapado a pie a través de las montañas y estaban esperando que sus padres las alcanzaran, tal y como lo habían acordado, aquí en Vancouver. ¿Cómo decirles que era muy probable que jamás llegaran?-. Muchos de ellos viajaban, huían más bien, con las manos vacías, sin siquiera una chamarra para cubrirse durante el implacable invierno canadiense. De manera que mis novelas autografiadas me parecieron tan poca cosa en aquellos momentos. Lo único que me resta por desear es que Beatriz, quien al ser filóloga tenía un gran respeto por los libros, no se haya deshecho de ellos. Poco importa que hayan dejado de pertenecerme.
Mi intención original era ocuparme de La rosa de Alejandría, para relacionarla de alguna manera con el cuento Glaciar, incluido en el volumen La locura juega al ajedrez, de Enrique Anderson Imbert, incitado por el contacto que he podido recuperar con los antiguos compañeros preparatorianos en mi natal Tampico. Una suerte de equivalencia personal del Bósforo al que alude Ginés Larios en La rosa de Alejandría, como el lugar que "comunica mi infancia con mi muerte".
He agotado el espacio de hoy y mañana planeo dedicarlo a un fragmento de La tregua, de Mario Benedetti. Será en otra ocasión cuando por fin concluya esto que he iniciado con la recién llegada primavera.
La ilustración corresponde a una fotografía
de pájaros volando en un parque de Bangkok, Tailandia.
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