Hay ocasiones en las que cuesta trabajo decidirse a escribir sobre determinado tema. Otras, en cambio, éste se presenta casi como un destino. Se convierte en una suerte de necesidad vital desahogar ciertos sentimientos o compartir aquello que recién se ha descubierto. En mi novela Una serenata para Lupe -sobre la cual mantengo un blog que invito a visitar-, escribí que "El cine, como la vida misma, sin coincidencias no sería sino una página en blanco". Interpretaciones freudianas al margen, soy un firme creyente de que construimos nuestra existencia individual, y por consecuencia la colectiva, con base en el impulso volitivo que son todas y cada una de nuestras decisiones, pero sujetas a las coincidencias y desencuentros fuera de nuestro control: el azar.
Precisamente ayer jueves, en Mitología del olvido, mi blog de poesía, incluí un poema que escribí hace algunos años, en 1996, durante la que con el tiempo se convertiría en mi última visita al puerto que me vio nacer -sin que ni remotamente lo imaginara en aquel momento-, puesto que no he regresado desde entonces. El título de dicho poema, de carácter reminiscente, es el de la playa, inolvidable para mí, en la que transcurrieron mi infancia y juventud: Miramar.
Más tarde, leyendo las noticias o, de tan maltrecho que se encuentra nuestro planeta en la actualidad tal vez debiera decir "el parte de guerra", al detenerme en la situación caótica que se vive en Egipto, me llegó de golpe una impresión, como un recuerdo confuso, o lo que los franceses llaman con la elegancia propia del idioma de mis ancestros: déja vu, algo que resulta difícil de describir porque se manifiesta en el terreno de las emociones más íntimas, a veces inexplicables: Egipto... Naguib Mahfouz... Miramar...
Podría aducir que no conozco gran cosa de literatura egipcia, puesto que Mika Waltari, autor de Sinuhé, el egipcio, era finlandés, y que Adonis, el poeta en lengua árabe que tanto disfruto y aspirante al Nobel de literatura, nació en Siria. En cambio de Mahfouz, quien ya había recibido dicho premio, desde que su novela El callejón de los milagros fue adaptada al cine en México, con gran fortuna habría que subrayarlo, por Jorge Fons, y en la que entonces debutaba en el cine una actriz surgida de las telenovelas: Salma Hayek; y luego de que Arturo Ripstein se basara en otra novela suya, Principio y fin -con guión de su esposa Paz Alicia y los resultados soporíferos que cabría esperar de un cineasta con la mano tan pesada para dirigir, como es el caso de Ripstein-, se tienen más referencias.
Debo haber leído por entonces sus datos biográficos, en los que de seguro se hacía mención a la novela Miramar y ese título, más que recordarme al castillo del fallido emperador Maximiliano, en Trieste ("... que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar", diría Carlota en uno de sus monólogos, de acuerdo con lo narrado por Fernando del Paso en Noticias del Imperio), me remitió de inmediato a la playa de Tampico. Al mar con su aroma de infancia, a "las humedades del trópico, la levedad de la brisa y sus misterios distantes".
Emprendí con entusiasmo la lectura de dicha obra y desde la propia introducción me he llevado una sorpresa. Fue escrita para su primera edición en inglés, que tuvo lugar en 1986, por John Fowles, el autor de un par de novelas que a su vez inspiraron dos películas ineludibles: El Coleccionista y La amante del teniente francés. Con esta última debo incluso señalar mi deuda literaria. El guión de Harold Pinter -otro premio Nobel-, siempre me ha parecido excepcional. Recién llegado a Canadá me encontré con una edición muy bella de pasta dura, en una librería de viejo, y la adquirí por un dólar (que entonces equivalía a siete pesos mexicanos). Fue, pues, una de las primeras novelas que leería en idioma inglés. No sin sorpresa descubrí que todo el entramado contemporáneo de la película, aquél en el que los actores se enamoran estableciendo un estimulante e intenso andamiaje paralelo con sus propios personajes en pantalla, ¡fue invención de Pinter! La obra original se circunscribe a la historia de la mujer abandonada por el militar que fue su amante. Por esa misma época me encontraba escribiendo mi primera novela, Decir adiós es morir un poco, y mantenía la duda sobre los epígrafes que había recabado para cada capítulo, hasta que leyendo a Fowles, me percaté de que él también los había anotado así y no se percibían exagerados ni gratuitos, como era mi temor de que fuesen calificados.
La introducción a la que aludo, y que se mantuvo en la publicación de Miramar traducida al español por la editorial Icaria, trasciende el plano literario y expone de manera más prolija de lo que podría suponerse, los antecedentes históricos de Egipto a lo largo del siglo pasado. Es así como el lector obtiene un marco referencial del escenario en que se desarrolla la trama que está por leer. Enterarse de las noticias sobre lo que acontece ahora mismo en esa nación después de la lectura de dicho prólogo, adquiere una dimensión más precisa. Baste decir que en algún momento Fowles escribía, hace ya un cuarto de siglo: "Y esto es lo que ocurre con los vestigios de la vieja ciudad cosmopolita, Alejandría. En ese sentido, Egipto no tiene remedio, tampoco ahora".
La ilustración corresponde a una fotografía del Castello di Miramare,
que mandó construir Maximiliano de Habsburgo en Trieste, Italia.
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