Tres reyes llegaron cabalgando desde muy lejos
Melchor, Gaspar y Baltasar;
tres hombres sabios de Oriente eran ellos.
Y viajaban por la noche y dormían por el día.
Más su guía era una preciosa, maravillosa estrella.
La estrella era tan preciosa, grande y clara
que todas las otras estrellas del cielo
se convirtieron e una niebla blanca en la atmósfera
y por esto supieron que la llegada estaba cerca
del príncipe predicho en la profecía.
Tres cofres llevaban en los arcos de sus sillas.
Tres cofres de oro con llaves doradas.
Sus vestiduras eran de seda carmesí con hileras
de campanas y granadas y bordados,
sus turbantes como almendros en flor.
Y así los Tres Reyes cabalgaron al oeste
A través de la oscuridad de la noche, sobre montes y valles
y a veces cabeceaban con la barba sobre el pecho.
y a veces hablaban, cuando paraban para descansar
con la gente que encontraban en algún pozo del camino.
“Del niño que ha nacido” dijo Baltasar
“Buena gente, os ruego decidnos las noticias;
a nosotros que en Oriente hemos visto su estrella
y hemos cabalgado rápido y hemos cabalgado lejos
para encontrar y adorar al rey de los judíos”.
Y la gente respondió “Preguntas en vano,
no conocemos otro rey que Herodes el Grande”.
Pensaban que los sabios eran hombres locos
ya que espolearon a sus caballos por el llano,
como jinetes con prisa que no podían esperar.
Y cuando ellos llegaron a Jerusalén,
Herodes el Grande, que había oído esto,
envió a por los sabios y les preguntaron.
Dijeron “Descenderemos hasta Belén,
y traeremos noticias del nuevo rey”.
Así que cabalgaron lejos, y la estrella se detuvo.
La única en el gris de la mañana.
Sí, paró, se detuvo por su propia voluntad
justo sobre la colina de Belén,
la ciudad de David, donde nació Cristo.
Y los Tres Reyes cabalgaron a través de la puerta y la
guardia,
a través de las calles silenciosas, hasta que sus caballos se volvieron
y relincharon cuando entraron en el gran patio de la posada.
Pero las ventanas estaban cerradas y las puertas atrancadas
y solo una luz ardía en el establo.
Y la cuna en el heno perfumado.
en el aire dulce hecho por el aliento de la vaca.
El crío en el pesebre yacía.
El niño, que sería rey algún día,
de un reino no humano sino divino.
Su madre, María de Nazareth,
Se sentó mirando desde al lado su lugar de descanso.
Mirando el flujo regular de su respiración.
El gozo de la vida y el terror de la muerte
estaban mezclados en su pecho.
Pusieron las ofrendas a sus pies.
El oro, fue su tributo para un rey.
El incienso, con su olor dulce,
era para el sacerdote, el paráclito.
La mirra para el enterramiento del cuerpo.
Y la madre se preguntaba e inclinaba su cabeza
y se quedó tan quieta como una estatua de piedra.
Su corazón se turbó aún confortado,
recordando lo que el ángel había dicho
de un reinado sin fin y del trono de David.
Entonces los reyes salieron fuera de la puerta de la
ciudad
cabalgando con un ruido de cascos en orden orgulloso
pero no volvieron con Herodes el Grande
porque sabían de su malicia y su odio temido.
Y regresaron a sus hogares por otro camino.
Henry Wadsworth Longfellow
(Estados Unidos, 1807-1882).
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