"Pero encontrar ojos verdes y labios que se abandonan; ¡qué voluptuosidad!..."
(Fragmentos)
Capítulo III: Un beso en la sombra
Conocía
bien la contestación a semejante pregunta. Si se había interesado por la joven
a causa de tener esos ojos de jade, ¿cómo no iba a protegerla, cuando la había
sentido desfalleciendo cerca de él y con los labios muy próximos a los suyos?
¿Acaso se puede entregar una mujer cuya boca se ha besado? Cierto que era una
asesina; pero se había estremecido bajo sus caricias. Y Raúl se percataba de
que nada del mundo podría hacer que no la defendiese contra todo y contra
todos. El ardiente beso de aquella noche dominaba todo el drama y todas las
resoluciones a que el instinto de Raúl, más que su razón, le ordenaba
dedicarse.
Capítulo IV: Es robada la Villa B...
Permaneció,
pues, todo el día bajo el toldo del vagón, mientras el tren de mercancías se
dirigía hacia el sur, entre campos soleados. Soñaba tranquilamente, comiendo
manzanas para engañar al hambre. Y sin perder el tiempo en edificar frágiles
hipótesis sobre La bella señorita,
sus crímenes y su alma tenebrosa, saboreaba los recuerdos de la boca más tierna
y más exquisita que la suya hubiera besado. Ese hecho era el único de que
deseaba preocuparse. Vengar a la inglesa, castigar a la culpable, atrapar al
tercer cómplice, volver a la posesión de los billetes robados, todo eso,
evidentemente, era interesante. Pero encontrar ojos verdes y labios que se
abandonan; ¡qué voluptuosidad!...
Capítulo VI: Entre la hojarasca
La
joven calló. Había recogido su sombrero y con él se tapaba la parte inferior de
la cara, principalmente los labios. Para Raúl no cabían dudas en la explicación
de la conducta adoptada por la joven. Si le detestaba no era porque hubiese
sido testigo de los crímenes cometidos y de tanta vergüenza, sino porque la
había tenido en sus brazos y porque le había besado la boca. Aquel pudor, tan
extraño en una mujer como ella, en una mujer tan sincera, arrojaba tal claridad
sobre la intimidad de su alma y de sus instintos, que Raúl, a su pesar, murmuró:
-
Le ruego que olvide.
Capítulo VII: Una de las bocas del infierno
- Por una parte, pues, la denuncia pública, los tribunales y el temible castigo... Por la otra, el segundo término del dilema en que deberás escoger el acuerdo en las condiciones que ya puedes adivinar. Claro está que no me conformo con una promesa; exijo que, puesta de rodillas, me jures que una vez en París vendrás a verme a mi casa. Además, como prueba inmediata de que el acuerdo es leal, quiero que lo firmes poniendo tu boca sobre la mía. Pero no ha de ser un beso de odio y asco, sino un beso de buena gana, como los que me han dado otras tan bellas y más difíciles que tú... ¡Un beso de amor!... Pero ¡contesta! -exclamó en un estallido de rabia-. Contéstame que aceptas. Ya me está molestando tu actitud de alma en pena. Contéstame, si no quieres que te obligue y, además de dármelo por la fuerza, ganarte la cárcel.
Maurice Leblanc (Francia, 1864-1941).
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