Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 6 de septiembre de 2011

Páginas ajenas: ESCUPIRÉ SOBRE TU TUMBA, de Boris Vian



(Fragmento del capítulo II)

Hacía buen tiempo. El verano estaba por terminar. La ciudad olía a polvo. A la orilla del río se podía estar fresco bajo los árboles. No había salido desde mi llegada y aún no conocía el campo, a las afueras de la ciudad. Necesitaba cambiar un poco de ambiente. Pero también tenía una necesidad mucho más apremiante, que me atormentaba. Me hacían falta mujeres.

Aquella tarde habían dado las cinco, al bajar la persiana metálica no me quedé adentro, trabajando bajo la luz fluorescente. Tomé mi sombrero y con mi chaqueta colgada del brazo, me fui directamente a la farmacia de enfrente. Yo vivía justo arriba. En la farmacia había tres clientes. Un adolescente de unos quince años y dos muchachas más o menos de la misma edad. Me miraron con indiferencia y volvieron a sumirse en la contemplación de sus vasos de leche malteada. La sola visión de sus brebajes estuvo a punto de matarme. Por fortuna llevaba el antídoto en el bolsillo de mi chaqueta.

Me senté en la barra, a un taburete de distancia de la mayor de las dos chamacas. La mesera, una morena muy fea, alzó ligeramente la cabeza al verme.

- ¿Qué sirven aquí sin leche? -pregunté.

- Limonada -propuso-. ¿Jugo de toronja? ¿de tomate? ¿Coca Cola?

- Jugo de toronja -le dije-. No me llene el vaso.

Busqué en mi chaqueta y destapé mi bourbon.

- Alcohol aquí, no -protestó ligeramente la mesera.

- No se preocupe, es mi medicina -me reí-. No tenga temor por su licencia...

Le pagué con un dólar. Había recibido mi cheque esa mañana. Noventa dólares semanales. Clem tenía amigos que valían la pena. La mesera me devolvió el cambio y le dejé una buena propina.

No es que el jugo de toronja con bourbon sea nada del otro mundo, pero de cualquier manera es mejor que el jugo solo. Me sentía mejor. Todo iba a salir bien. Los tres jóvenes me miraban. Para esos mocosos un tipo de veintiséis años ya es todo un viejo; le sonreí a la güerita; llevaba un suéter azul celeste con rayas blancas, sin cuello, las mangas dobladas hasta el codo y calcetas blancas. Era simpática. Con buena figura para su edad. Al tacto debía ser tan firme como las ciruelas maduras. No llevaba sostén y los pezones se distinguían a través de la lana. Me devolvió la sonrisa.

- Hace calor, ¿eh? -pregunté tanteando.

- Para morirse -respondió mientras se desperazaba.

En sus axilas se notaban dos manchas de humedad. Eso me produjo un extraño efecto. Me levanté para poner una moneda de cinco centavos en la ranura de la rockola.

- ¿Te quedan ánimos para bailar? -le pregunté aproximándome a ella.

- ¡Oh! ¡Me vas a matar! -dijo.

Se repegó tanto cuando bailábamos que me dejó sin aliento. Olía a bebé recién bañado. Era esbelta, alcé el brazo y deslicé mis dedos justo debajo de su pecho. Los otros dos nos miraban hasta que decidieron imitarnos. Era el estribillo de Shoo Fly Pie, cantaba Dinah Shore. Ella lo tarareaba mientras bailábamos. La mesera se distrajo de su revista para vernos bailar, pero luego volvió a sumergirse en su lectura.

No llevaba nada debajo del suéter, podía notarlo en seguida. Menos mal que el disco terminó porque un par de minutos más y yo habría perdido el control. Nos soltamos, volvió a su asiento y me miró.

- No bailas tan mal, para ser un adulto... -dijo-.

- Me enseñó mi abuelo -respondí.

- Se nota -se burló-. Pero por cinco centavos no se puede pedir mucho ritmo...

- De jive seguramente me puedes dar lecciones, pero yo podría enseñarte otras cosas.

Entornó sus ojos.

- ¿Cosas de mayores?

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