"... y una música como no había oído desde hacía mucho se derramó sobre el desierto, (...) y tan sólo los reptiles se arrojaron al fondo de las aguas."
(Fragmento)
Oh, mi alma se extravió en un
terrible furor de recuerdos. Los deleites desmedidos de un amor imaginado me
hacen pedazos sangrientos el alma.
Si me hubiera amado, si me
hubiera lanzado una flor desde el cielo sereno de la doncellez; tan sólo un gesto que me hubiera hecho con la
punta de los dedos, si hubiera dejado volar una sola sonrisa de su rostro
divino, rayos de luz habrían regado mi camino, habría vagado por jardines en
flor, entre los suspiros de las hojas, el canto de las aves, y mi vida habría
sido un paraíso.
Pero una sola criatura me desvió
en el camino de la vida.
Y lloré mucho, y las lágrimas me
acariciaban el alma, pero no era capaz de olvidar a la criatura amada.
Entonces, de la profundidad
arqueada de la eternidad azul, suave y blandamente, y desconocido en aquellos
lugares, se alzó un viento, un viento extraviado de los campos de la felicidad,
de la boca perfumada de la primavera.
Sus alas batieron encima del
desierto y una música como no había oído desde hacía mucho se derramó sobre el
desierto, y el desierto se puso en movimiento.
Las cañas se doblaban con
susurros enternecedores, las marismas se mecían blandamente, y tan sólo los
reptiles se arrojaron al fondo de las aguas.
De arriba, de la claridad,
hendiendo la nube purpúrea, ella bajó hasta mí con la rapidez del rayo. Era tan
hermosa y refulgía de tal manera que mi frente chocó con la arena ardiente. No
habría podido mirarla directamente al rostro ni un momento, sus miradas
cortaban como espadas, y sentí el hierro frío y ardiente que me partía el alma.
¡Oh, sombra refrescante de mi
vida! Tú, única luz que ha atravesado mi alma hasta lo más profundo, ámame. No
pido nada más, y nunca he pedido nada más que una sonrisa, sonríeme.
Sonríeme, y dime una palabra, que
sepa que la criatura que he querido me ha hablado.
O dime, que oiga de tu boca, que
eres la causa de mi sufrimiento, para sufrir con alegría.
Que el dolor sea mi última
esperanza, para pedirlo como un bien supremo. Mírame.
Lánzame un solo rayo de luz y pon
en él el secreto de tu amor para ser la criatura más feliz. O, al menos, pisa,
aplasta en medio del desierto llameante mi frente que se arrastra, y mi último
suspiro será bendito.
Pero mis palabras se perdieron en
la inmensidad encendida y, como si los cielos hubieran sido de metal, las
palabras se repetían, quebrándose, a través del firma- mento.
Cuando levanté la frente, arada
por los cantos de la arena, ella permanecía delante de mí, muda y fría,
inmóvil, como siempre me ha mirado.
Iuliu Cezar Săvescu (Rumania, 1866-1903).
(Traducido del rumano por Mariano Martín Rodríguez).
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