viernes, 31 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: CUATRO DURMIENTES SEGÚN JAMES BOND, en las novelas de Ian Fleming

"... la obligó a tomar un somnífero y acomodó su cuerpo desnudo (...) Y antes de que acabase de correr las persianas,  la joven ya estaba dormida..."

Vive y deja morir
(1954)

(Fragmento del capítulo 23: Permiso apasionado)

El día había ayudado a restañar las heridas y a limpiar los restos de la aventura.

Cuando Quarrel los desembarcó en la playa de Beau Desert, Bond condujo a Solitaire casi en vilo, hacia el cuarto de baño. Llenó media bañera con agua caliente. Sin que ella se diera cuenta la bañó y le lavó todo el cuerpo y la cabellera. Cuando le hubo quitado toda la sal y el légamo del coral, la ayudó a salir del baño, la secó y le puso mercurocromo en los cortes causados por el coral, que arañaban su espalda y sus muslos. Luego, la obligó a tomar un somnífero y acomodó su cuerpo desnudo entre las sábanas de su propio dormitorio. La besó. Y antes de que acabase de correr las persianas, la joven ya estaba dormida.
 
Los diamantes son para la eternidad (1956)

(Fragmento del capítulo 21: Nada acerca tanto como la cercanía)

El nuevo Super-G Constellation rugió sobre el oscuro continente y Bond, tendido sobre su cómoda litera, esperaba a que el sueño se apoderase de su cuerpo dolorido mientras pensaba en Tiffany, que dormía en la litera inferior, y en su situación en la misión.

Pensó en el hermoso rostro apoyado en la mano abierta justo debajo de él, inocente e indefenso durante el sueño, ya sin desprecio en la penetrante mirada gris ni en la mueca de sarcasmo que esbozaban las comisuras de sus labios apasionados, y Bond supo que estaba muy cerca de enamorarse de la muchacha. ¿Y ella? ¿Qué quedaba del odio a los hombres que había nacido aquella noche en San Francisco, cuando esos tipos entraron en su habitación y la violaron? ¿Se asomarían alguna vez la niña y la mujer por detrás de la barricada que había comenzado a construir aquella noche contra todos los hombres del universo? ¿Saldría alguna vez del caparazón que se había endurecido con cada año de soledad y retraimiento?

"... el largo mechón de cabello que, rebelde y despeinado, le cruzaba la frente..."

Desde Rusia con amor (1957)

(Fragmento del capítulo 22: La salida de Turquía)

Notaba el peso de la cabeza templada de la joven en el regazo. Era evidente que había espacio suficiente para que él se deslizase bajo la sábana, junto a su cuerpo, con la parte frontal de los muslos contra la parte posterior de los de ella y la cabeza sobre la cortina que formaba su cabello extendido sobre la almohada.

Bond cerró con fuerza los ojos y los volvió a abrir. Alzó con cuidado la muñeca: las cuatro en punto. Sólo restaba una hora para llegar a la frontera turca. Quizá pudiese dormir durante el día. Aseguraría las puertas con cuñas y le entregaría la pistola a Tatiana para que vigilase. Contempló el hermoso perfil durmiente, la inocencia que desprendía la muchacha del servicio secreto ruso: las pestañas que lindaban con la suave turgencia de las mejillas; los labios abiertos e inconscientes; el largo mechón de cabello que, rebelde y despeinado, le cruzaba la frente y que Bond deseaba apartar para que se uniese a los demás; el latido lento y rítmico del pulso en el cuello, a su alcance. Sintió una repentina ternura y el impulso de tomarla entre los brazos y ceñirla contra sí. Quería que se despertase, quizá de un sueño, para poder besarla y asegurarle que todo iba bien, y verla de nuevo quedarse dormida, feliz.

La joven había insistido en dormir así.

- No me iré a la cama a menos que me abraces -había dicho-. Tengo que saber que estás todo el tiempo conmigo. Sería terrible despertarme y no tocarte. Por favor, James. Por favor, dushka.

Doctor No (1958)

(Fragmento del capítulo 12: Prisión revestida de visones)

Bond se afeitó y se bañó. Sentía un sueño desesperado. El sueño le llegaba en oleadas, de modo que de vez en cuando tenía que dejar lo que estaba haciendo e inclinar la cabeza entre las rodillas. Cuando llegó a cepillarse los dientes apenas podía hacerlo. Ahora reconocía las señales. Lo habían drogado. ¿En el café o en el jugo de piña? No importaba. Nada importaba. Todo lo que quería hacer era tumbarse en el suelo de baldosas y cerrar los ojos. Bond, mareado, se dirigió hacia la puerta. Olvidó que estaba desnudo. Eso tampoco importaba. De todos modos la niña había terminado su desayuno. Ella estaba en la cama. Se acercó tambaleándose a ella, apoyándose en los muebles. El kimono yacía abandonado en el suelo. Estaba profundamente dormida, desnuda bajo la sábana.

Bond miró soñadoramente la almohada vacía junto a su cabeza. Primero tenía que encontrar los interruptores para apagar las luces. Ahora debía arrastrarse hasta llegar a su habitación. Llegó a su cama y se subió a ella. Extendió un brazo de plomo y presionó el interruptor de la luz de la cama. No fue posible. La lámpara cayó al suelo y la bombilla explotó. Con un último esfuerzo, Bond giró de lado y dejó que las olas pasaran sobre su cabeza.

Las cifras luminosas del reloj eléctrico de la habitación marcaban las nueve y media.

Ian Fleming (Inglaterra, 1908-1964).

jueves, 30 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LAS DIABÓLI- CAS, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac

"Entre sus pintados labios aparecía la nacarada línea de los dientes. (...) Mireya había bebido un soporífero."

(
Fragmentos del capítulo II)

Colocó el cubrecama por encima de las piernas de su mujer. Los ojos de Mireya no cesaban de mirarle. Unos ojos de repente angustiados, en el fondo de los cuales se adivinaba la oscura elaboración de un pensamiento a punto de desfallecer.

- ¡Fernando!

- ¿Qué más quieres? Descansa de una vez.

- … el vaso…

No valía la pena mentir. Ravinel quiso apartarse de la cama. Los ojos le seguían implorantes.

- ¡Duerme! -exclamó.

Los párpados de Mireya se movieron una vez, dos veces. No se vislumbraba más que un minúsculo punto de claridad en el centro de las pupilas, luego aquel brillo se apagó y los ojos se cerraron lentamente. Ravinel se pasó la mano por el rostro, con un ademán brusco, como un hombre que siente sobre la piel una telaraña. Mireya ya no se movía. Entre sus pintados labios aparecía la nacarada línea de los dientes.

Ravinel salió del dormitorio y avanzó a tientas por el vestíbulo. La cabeza le vacilaba un poco y tenía pegada a la retina la imagen de los ojos de Mireya, una imagen amarilla, tan pronto brillante como confusa, que se colocaba ante él en todas partes, como una mariposa de pesadilla.

(...)

Luciana ni se molestó en contestar, pero a manera de desafío abrió al máximo el grifo del agua fría, luego el del agua caliente. Después volvió al dormitorio. El agua subía lentamente en la bañera, un agua un poco verde, atravesada por burbujas, y un vaho ligero se formaba por encima de la superficie, se condensaba en gotitas bien redondas, apretadas las unas junto a las otras sobre las paredes de esmalte blanco, sobre la pared y hasta el estante de vidrio del lavabo. El espejo, empañado, sólo mostraba a Ravinel una silueta confusa, irreconocible. Tocó el agua, como si se hubiese tratado de un verdadero baño y, de repente, se enderezó, mientras las sienes le latían con fuerza. Una vez más, la verdad acababa de golpearle, pues era un verdadero golpe. Un golpe y al mismo tiempo una iluminación. Comprendía lo que estaba haciendo y temblaba de pies a cabeza… Afortunadamente, esta impresión no duró. Muy pronto dejó de comprender que él, Ravinel, era culpable. Mireya había bebido un soporífero. Una bañera se llenaba. Nada de esto se parecía a un crimen. Nada de esto era terrible. Había echado agua en un vaso, llevado a su mujer hasta la cama… Ademanes de todos los días. Mireya moriría, por así decir, por su propia culpa, como de una enfermedad contraída a causa de una imprudencia. No había ningún responsable. Nadie odiaba a aquella pobre Mireya. Era demasiado insignificante... Y sin embargo, cuando Ravinel hubo regresado al dormitorio… Era una especie de sueño absurdo. Ya no estaba muy seguro de si no soñaba. No. No soñaba. El agua caía pesadamente en la bañera. El cuerpo seguía allí sobre la cama, y en la chimenea había un zapato de mujer. Luciana registraba tranquilamente el bolso de Mireya.

Pierre Boileau (Francia, 1906-1989).
Thomas Narcejac (Francia, 1908-1998).

miércoles, 29 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LA PLAZA DEL DIAMANTE, de Mercè Rodoreda

"Tenía que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Me cogía el sueño."

(
Párrafo del capítulo 9)

Se fueron los dos a buscar herramientas para abrir la puerta. Yo me quedé en la entrada para ver si venía el sereno, porque le habíamos llamado dando palmas en la primera esquina y no había venido ni se le veía por ninguna parte. Cansada de estar de pie me senté en el escalón de la entrada; con la cabeza apoyada contra la puerta, miré el trozo de cielo que, se veía entra las casas. Hacía un poco de viento; sólo un poco, y el cielo estaba muy oscuro y con nubes que corrían. Tenía que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Me cogía el sueño. Y la noche, el poco de viento y aquellas nubes que pasaban muy aprisa todas para el mismo lado, me adormecían, y pensaba lo que dirían el Quimet y el Cintet ai, al volver, me encontraban hecha un tronco al pie de la puerta y tan dormida que no podría ni subir arriba... Lejos, sentí los pasos que ya se acercaban sobre el empedrado.

(Párrafo del capítulo 37)

Y yo no sabía si estaba dormida o si estaba despierta, pero veía a las palomas. Como antes, las veía. Todo era lo mismo: el palomar pintado de azul oscuro, los ponederos rebosantes de esparto, el terrado con los alambres que se iban enmoheciendo porque no podía tender la ropa en ellos, la trampa, las palomas en procesión desde la galería al balcón de la calle después de atravesar todo el piso a pasitos... todo era lo mismo, pero todo era bonito. Eran unas palomas que no ensuciaban, que no se espulgaban, que sólo volaban por el aire arroba como ángeles de Dios. Escapaban como un grito de luz y de alas por encima de los terrados...

Mercè Rodoreda (España, 1908-1983).

Mirándolas dormir: EL CONFORMIS- TA, de Alberto Moravia

"... se volvió para mirar a Giulia tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía."

Segunda parte

(Fragmento inicial del capítulo II)

Apenas le pareció que Giulia se había adormecido, Marcello se levantó de la cama, se puso de pie y empezó a vestirse. La habitación estaba inmersa en una penumbra fresca y transparente, que permitía adivinar la bella luz de junio en el cielo y sobre el mar. Era una habitación de hotel en la Riviera, alta y blanca, decorada con estucos azules en forma de flores, tallos y hojas, con muebles de madera clara del mismo estilo floreal que los estucos y, en un rincón, una gran palmera verde. Cuando estuvo vestido, se dirigió, de puntillas, hacia las persianas, las corrió un poco y miró hacia el exterior. Inmediatamente vio el mar, enorme y sonriente, que parecía más vasto por la perfecta claridad del horizonte, de un azul casi violeta, y en el que una ligera brisa parecía encender en cada ola diminutas flores brillantes de luz solar. Marcello transfirió su mirada del mar al paseo: Estaba desierto, no había nadie sentado en los bancos dispuestos cara al mar, a la sombra de las palmeras; nadie caminaba sobre el asfalto gris y terso. Tras contemplar largamente aquel cuadro, corrió las persianas y se volvió para mirar a Giulia, tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía. La posición del cuerpo, reclinado de lado, ponía de relieve la redondez pálida y amplia de la cadera, cuyo tronco, como el tallo de una planta marchitada en un recipiente, parecía pender fláccido y sin vida. La espalda y las caderas -como Marcello sabía muy bien- eran las únicas partes sólidas y tensas de aquel cuerpo. En la otra parte, invisible, pero presente en su memoria, estaba la morbidez de su vientre, que rebosaba en suaves pliegues sobre la cama, y de sus senos, inclinados por el peso y uno sobre el otro. La cabeza, oculta tras los hombros, no se veía. Y Marcello, al recordar que había poseído a su mujer hacía sólo unos minutos, tuvo por un momento la sensación de estar mirando no a una persona, sino a una máquina de carne, bella y amable, pero brutal, hecha para el amor y sólo para el amor. Como arrancada del sueño por sus implacables miradas, ella se movió de pronto, suspiró profundamente y dijo con voz clara:

- Marcello.

Él se acercó solícito y respondió con afecto:

- Estoy aquí.

La vio volverse, transfiriendo de una parte a otra aquel peso de carne femenina, levantar los brazos a ciegas y ceñirlo por la cintura. Luego, con el rostro ofuscado por los cabellos, en una fricción lenta y tenaz de la nariz y de la boca, le buscó las ingles. Se las besó con una especie de humilde y apasionado fetichismo, permaneció un momento inmóvil abrazada a él y luego se derrumbó de nuevo sobre la cama, vencida por el sueño y con el rostro envuelto en los cabellos. Había vuelto a quedarse dormida en la misma posición de antes, sólo que había cambiado de lado y ahora dormía sobre el costado izquierdo en vez de sobre el derecho. Marcello cogió la americana de la percha, se dirigió, de puntillas, hacia la puerta, y salió al pasillo.

Bajó la amplia y sonora escalera, cruzó el umbral del hotel y salió al paseo. El sol, reverberado por el mar en miríadas de puntitos luminosos, lo deslumbró por un momento. Cerró los ojos, y entonces, como reclamado por la oscuridad, hirió su olfato un intenso y acre olor de orina de caballo. Los coches estaban allí, tras el hotel, en una fila de tres o cuatro, protegidos bajo una franja de sombra, con los cocheros dormidos sobre los pescantes y los asientos cubiertos con fundas blancas.

Marcello se dirigió al primero de la fila, subió a él y dio en voz alta la dirección:

- Via dei Glicini.

Vio cómo el cochero le lanzaba una breve mirada significativa y luego, sin decir palabra, espoleaba al caballo con el látigo.

Alberto Moravia (Italia, 1907-1990).

(Traducido al español por Enrique Ortenbach García).

martes, 28 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LOS PÁJAROS, de Daphne du Maurier

"Entonces vio el batir de las alas de algo que desaparecía tras el tejado. Era un pájaro,,,"

(
Fragmento)

El granjero tenía razón: esa noche cambió el tiempo. La habitación de Nat daba al este. Se despertó justo pasadas las dos y oyó el viento por la chimenea, no era ni la tormenta ni las ráfagas violentas de un vendaval del sudoeste portador de lluvia, sino el viento del este, frío y seco. La chimenea sonaba a hueco y se oyó una teja de pizarra suelta en el tejado. Nat escuchó y pudo oír el mar atronador en la bahía. Incluso el aire de la pequeña habitación se había vuelto frío: sintió desde la cama una corriente de aire que entraba por debajo de la puerta. Nat tiró de la manta que lo envolvía, se acercó más a la espalda de su mujer dormida y permaneció  despierto, vigilante, consciente de un recelo infundado.

Entonces escuchó el golpeteo en la ventana. No había ninguna enredadera en las paredes de la casa que se desprendiera y arañara el cristal. Escuchó. El golpeteo continuó hasta que, irritado por el sonido, Nat se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Al abrirla algo le rozó la mano, picándole en los nudillos, arañándole la piel. Entonces vio el batir de las alas de algo que desaparecía tras el tejado. Era un pájaro; no podía decir de qué clase. El viento debía haberlo llevado a refugiarse en el alféizar.

Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, al sentir los nudillos húmedos, se los llevó a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Supuso que, asustado y desconcertado, el pájaro, en busca de refugio, le había clavado el pico en la oscuridad. Una vez más se dispuso a dormir.

El golpeteo comenzó de nuevo, esta vez con más fuerza, más insistencia, y el sonido despertó a su mujer que, dándose la vuelta en la cama, le dijo:

- Mira qué pasa con la ventana, Nat, algo está golpeando.

- Ya lo he comprobado -le respondió-. Hay un pájaro que está intentando colarse. ¿No oyes el viento? Sopla del este, está empujando a los pájaros a buscar refugio.

Échalos -le dijo-. No puedo dormir con ese ruido.

Se dirigió a la ventana por segunda vez y, ahora, cuando la abrió, no había un pájaro en el alféizar sino una docena. Volaron directos hacia su cara, atacándolo.

Nat gritó, golpeándolos con los brazos, ahuyentándolos; y, como el primero, volaron sobre el tejado y desaparecieron. Rápidamente cerró la ventana y echó el pestillo.


Daphne du Maurier (Inglaterra, 1907-1989).

lunes, 27 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LA HISTORIA DE O, de Pauline Réage

"... se encontró, pues, con las manos a la altura del cuello como en oración. No quedaba sino encadenarla a la pared..."

(
Fragmento del primer capítulo: Los amantes de Roissy)

Pronto lo comprenderás. Llamaré a Pierre. Mañana por la mañana vendremos a buscarte. Andrée sonrió al salir y Jeanne, antes de seguirla, acarició la punta de los senos de O, quien se quedó de pie, junto a la cama, desconcertada. Salvo por el collar y los brazaletes de cuero que el agua del baño había endurecido y contraído, estaba desnuda.

- Vaya con la hermosa señora -dijo el criado al entrar.

Le tomó las manos y enganchó entre sí las anillas de sus pulseras, obligándola a juntar las manos, y éstas, en la del collar. Ella se encontró, pues, con las manos a la altura del cuello, como en oración. No quedaba sino encadenarla a la pared con la cadena que caía encima de la cama después de pasar por la anilla. El hombre soltó el gancho que sujetaba el otro extremo y tiró para acortarla. O tuvo que acercarse a la cabecera de la cama, donde él la obligó a tenderse. La cadena tintineaba en la anilla y quedó tan tensa que la mujer sólo podía desplazarse a lo ancho de la cama o ponerse de pie junto a la cabecera. Dado que la cadena tiraba del collar hacia atrás y las manos tendían a hacerlo girar hacia delante, se estableció un cierto equilibrio y las dos manos quedaron apoyadas en el hombro izquierdo hacia el que se inclinó también la cabeza. El criado la cubrió con la manta negra, no sin antes haberle levantado las piernas un momento para examinarle el interior de los muslos. No volvió a tocarla ni a dirigirle la palabra, apagó la luz que proporcionaba un aplique colocado entre las dos puertas y salió. Tendida sobre el lado izquierdo, sola en la oscuridad y el silencio, caliente entre las suaves pieles de la cama, en una inmovilidad forzosa, O se preguntaba por qué se mezclaba tanta dulzura al terror que sentía o por qué le parecía tan dulce su terror. Descubrió que una de las cosas que más la afligían era verse privada del uso de las manos; y no porque sus manos hubiesen podido defenderla (y, ¿deseaba ella defenderse?) sino porque, libres, hubieran esbozado el ademán, hubieran tratado de rechazar las manos que se apoderaban de ella, la carne que la traspasaba, de interponerse entre su carne y el látigo. La habían desposeído de sus manos; su cuerpo, bajo la manta de piel, le resultaba inaccesible; era extraño no poder tocar las propias rodillas ni el hueco de su propio vientre. Sus labios mayores, que le ardían entre las piernas, le estaban vedados y tal vez le ardían porque los sabía abiertos a quien quisiera: al mismo criado, Pierre, si se le antojaba. La asombraba que el recuerdo del látigo la dejara tan serena y que la idea de que tal vez nunca supiera cuál de los cuatro hombres la había forzado por detrás dos veces, ni si había sido el mismo las dos veces, ni si había sido su amante, la trastornaba de aquel modo. Se deslizó ligeramente hacia un lado sobre el vientre, pensó que a su amante le gustaba el surco de su dorso y que salvo aquella noche (si realmente había sido él), nunca penetró en él. Ella deseaba que hubiese sido él. ¿Se lo preguntaría algún día? ¡Ah, nunca! Volvió a ver la mano que en el coche le había quitado el portaligas y el slip y le había dado las jarreteras para que se sujetara las medias encima de las rodillas. Tan viva fue la imagen que ella olvidó que tenía las manos sujetas e hizo chirriar la cadena. ¿Y por qué si el recuerdo del suplicio le resultaba tan leve, la sola idea, el solo nombre, la sola vista de un látigo le hacía latir con fuerza el corazón y cerrar los ojos con espanto? No se paró a pensar si era sólo espanto. La invadió el pánico: tensarían la cadena hasta obligarla a ponerse de pie encima de la cama y la azotarían, con el vientre pegado a la pared, la azotarían, la azotarían, la palabra giraba en su cabeza. Pierre la azotaría. Se lo había dicho Jeanne. Le había dicho que era afortunada, que con ella serían mucho más duros. ¿Qué había querido decir? Ya no sentía más que el collar, los brazaletes y la cadena, su cuerpo se iba a la deriva, ahora lo comprendería. Se quedó dormida.

En las últimas horas de la noche, cuando ésta es más fría y más negra, poco antes del amanecer, reapareció Pierre. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta abierta. Un cuadro de luz se proyectó sobre el centro de la cama, en el lugar en el que el cuerpo de O, esbelto y acurrucado, alzaba ligeramente la manta que el hombre retiró en silencio.

"... y le obligó a acariciar los senos de O, que se estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave."

(Párrafo final del capítulo IV y último: La lechuza)

Una jovencita, vestida de blanco, con traje de primer baile, los hombros al aire, una gargantilla de perlas, dos rosas de té en la cintura y sandalias doradas en los pies, a instancias del muchacho que la acompañaba, se sentó al lado de O, a la derecha. Luego, él le tomó la mano y le obligó a acariciar los senos de O, que se estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave, a tocar el vientre de O, y las anillas, y el orificio por el que pasaba el hierro. La joven obedecía en silencio y cuando el muchacho le dijo que él le haría otro tanto, no esbozó siquiera un movimiento de retroceso. Pero ni aun utilizándola de este modo y tomándola como modelo u objeto de demostración, nadie le dirigió la palabra ni una sola vez. ¿Era acaso de piedra o de cera, o una criatura de otro mundo, o creían que sería inútil hablarle, o tal vez no se atrevían? Cuando se hizo de día y se fueron todos los invitados, Sir Stephen y el Comandante, después de despertar a Natalie que se había quedado dormida a los pies de O, hicieron levantarse a O, la llevaron al centro del patio, le quitaron la cadena y la máscara y, tendiéndola sobre una mesa, la poseyeron uno tras otro.

Pauline Réage:
Anne Desclos, además del seudónimo Pauline Réage, firmaba como Dominique Aury.
(Francia, 1907-1998). 

domingo, 26 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL CASO DE LOS SUICIDIOS CONSTANTES, de John Dickson Carr

"... despertar por la mañana, despeinado y sin afeitar (...) con una joven guapa durmiendo apoyada en su hombro."

(
Fragmento del capítulo III)

El tren, que debió arribar a Glasgow a las seis y media de la mañana, llegó hasta la una de la tarde. Para entonces tenían un hambre voraz, insaciable, pero tampoco consiguieron almorzar.

Un amable portero, cuya conversación era casi ininteligible para ambos, les informó que el tren hacia Gourock salía en cinco minutos. Así que tuvieron que apurarse para alcanzarlo sin haber comido y así partieron a lo largo de Clydeside hasta la costa.

Para Alan Campbell resultó una sorpresa al despertar por la mañana, despeinado y sin afeitar, encorvado entre los cojines de un vagón de ferrocarril, con una joven guapa durmiendo apoyada en su hombro.

Una vez que recuperó su ingenio, decidió que le encantaba. Una sensación de aventura flotaba en su alma aburrida y lo embriagaba. No hay nada como pasar una noche con una chica, aunque sólo sea de manera platónica, para remover el sentimiento de restricción. Alan advirtió, un tanto decepcionado, que el paisaje a través de la ventanilla seguía siendo el mismo que en Inglaterra: aún no se veían acantilados ni brezos.

John Dickson Carr (Estados Unidos, 1906-1977).

sábado, 25 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL BUITRE ES PACIENTE, de James Hadley Chase

"... el creciente rumor de la lluvia ahogó todos los demás sonidos..."

(
Párrafos iniciales del primer capítulo)

Su naturaleza instintiva para advertir el peligro hizo que Fennel despertara al instante. Levantó la cabeza de la almohada y escuchó. Una negra oscuridad lo rodeaba: la oscuridad de los ciegos. Mientras escuchaba, pudo oír el suave golpeteo del agua contra el costado de la barcaza amarrada. Podía escuchar la respiración ligera de Mimí. También oyó un leve crujido rítmico cuando la embarcación se agitó con el oleaje del río. Y también escuchó la lluvia ligera al caer sobre la cubierta superior. Todos esos sonidos eran tranquilizadores. Entonces, se preguntó, ¿por qué había despertado tan abruptamente?

Durante el último mes, había vivido bajo la constante amenaza de muerte, y sus instintos se habían agudizado. El peligro estaba cerca: lo sentía. Se imaginaba que hasta podía olerlo

Silenciosamente, se estiró y tanteó debajo de la cama hasta que sus dedos apresaron una macana de policía. Atado al extremo de ésta tenía un corto trozo de cadena de bicicleta. Esta convertía la macana en un arma dañina y mortal.

Con suavidad, para no despertar a la mujer que dormía a su lado, Fennel levantó la sábana y la frazada y se deslizó fuera de la cama.

Siempre era meticulosamente cuidadoso para colocar su ropa sobre una silla junto a la cama: sin que importara dónde estaba. Encontrar su ropa para vestirse con premura en la oscuridad era de vital importancia cuando se vivía bajo una perma- nente amenaza de muerte.

Se deslizó dentro de los pantalones y se calzó unos zapatos de goma. La mujer en la cama gimió suavemente y se dio la vuelta. Sosteniendo el mayal en su mano derecha, se dirigió silenciosamente hacia la puerta. Había aprendido la geografía de la barcaza y la sólida oscuridad no le molestaba. Encontró el cerrojo bien engrasado y lo retiró, luego sus dedos apretaron la manija de la puerta y la giraron. Sigilosamente, abrió la puerta unos cuantos centímetros. Se asomó a la lluvia y a la oscuridad. El ruido del agua golpeaba el costado de la embarcación, el creciente rumor de la lluvia ahogó todos los demás sonidos, pero eso no engañó a Fennel. Había peligro en la oscuridad. Podía sentir como se le erizaban los pelos de la nuca.

James Hadley Chase
(Inglés fallecido en Suiza, 1906-1985).

(Traducido del inglés por Jules Etienne).

viernes, 24 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: UN AMOR, de Dino Buzzati

"... incluso en aquel momento, cuando Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella..."

(
Fragmento del capítulo XXXV)

Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro, o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros, luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces, músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber acabado.

Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.

La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le pareció que no.

¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio, vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad. 

Dino Buzzati (Italia, 1906-1972).

(Traducido al español por Carlos Manzano),

jueves, 23 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: UNA MUJER ENDEMONIADA, de Jim Thompson

"Se quedó dormida en mi regazo. Yo me amodorré. Cuando llegó la mañana todavía seguíamos en el sofá."

(
Fragmento del capítulo 21)

Todos muertos. Y todo para nada.

Todo por una chica que había nacido corrompida, y se corrompió todavía más en el transcurso de su jodida vida.

... Me reuní con ella e hice que entrara en casa. Le conté lo de Staples y que me había quedado sin dinero. Se lo solté de sopetón, esperando que ella se pusiese a montar un follón de mil demonios. Pero no dijo ni pío. Parecía lamentar lo que me pasaba, pero hacía como si aquello no fuera con ella. Mientras pudiera estar conmigo lo demás no importaba.

Empecé a pensar que a lo mejor me había equivocado con ella. Sentía que era la buena chica que creí que era al principio. En cualquier caso se trataba de lo único que me quedaba. La persona por la que lo había hecho todo. Y necesitaba a alguien al lado. Casi siempre he tenido a alguien al lado.

Salí y traje más whisky; tuve que gastar hasta la última moneda. Volví y bebimos y charlamos. Y durante un rato ella también bebió y habló. Pero al poco tiempo ya no hablábamos y solo bebía yo.

Se quedó dormida en mi regazo. Yo me amodorré. Cuando llegó la mañana todavía seguíamos en el sofá.

Jim Thompson (Estados Unidos, 1906-1977).

(Traducido al español por Martín Lendinez).

miércoles, 22 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: ESPARTACO, de Arthur Koestler

"Echó un vistazo a su esposa dormida, se calzó las sandalias y subió a la azotea de su casa."

Libro tercero: El estado del sol

(Fragmento inicial del primer capítulo: Hegio, un ciudadadano de Tuno)

Hegio, un ciudadano de Tuno, se despertó antes del amanecer consciente de que iniciaba un día festivo y de que debía decorar la casa con ramos y guirnaldas para celebrar la entrada del príncipe de Tracia, el nuevo Aníbal. Resolvió ir a la viña en busca de sarmientos y ramas de muérdago. Echó un vistazo a su esposa dormida, se calzó las sandalias y subió a la azotea de su casa.

Aún era temprano y hacia fresco, pero el mar, que formaba una encumbrada cúpula sobre el horizonte, ya empezaba a cambiar de color. Hegio adoraba aquella hora, amaba su resplandor y su fragancia. El aliento del mar bajo el estallido de luz del mediodía era diferente de su aroma nocturno. Por las noches, olía a frescor cristalino, sal y estrellas, mientras la mañana lo impregnaba con la fragancia de las algas y el mediodía con el hedor de los peces y los vahos de los desechos putrefactos. Inspiró el aire de mar y miró hacia las montañas, primero hacia el norte, donde, si no se equivocaba, rastros de nieve blanqueaban las cumbres de los Apeninos lucanos, aunque también podría tratarse de la bruma matinal. Luego giró la vista hacia el sur, en dirección a la distante, violácea extensión de Sila, cuna de la Compañía de Producción de Alquitrán y Resina, de la cual era accionista. Las montañas rodeaban el valle del Crathis, pero el este estaba resguardado por la cúpula del mar, cuyo borde superior comenzaba por fin a arder, hasta estallar en llamas al contacto con el todavía invisible disco de fuego.

Cantó un gallo, luego otro y por fin todos los gallos de Turio compitieron fervorosa- mente con sus solícitas y alarmistas ovaciones al sol naciente. Hegio llegó a la conclusión de que sólo los gallos romanos podían cacarear de forma tan discordante y ostentosa; en Ática, su tierra natal, hasta las voces de los gallos eran más armoniosas.

Ingrato suena al oído de un griego el cacareo de gallos latinos -improvisó.

Arthur Koestler: Artúr Köstler
(Húngaro nacionalizado británico fallecido en Inglaterra, 1905-1983).

(Traducido al español por María Eugenia Ciocchini).

martes, 21 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LA MARAVILLA DE LOS DIEZ DÍAS, de Ellery Queen

"... la señora Van Horn había escogido para dormir, la noche pasada, el lecho de su esposo..."

(
Fragmento de El noveno día)

- Una vez comprendí la naturaleza de la relación, una vez la comprendí, caballeros, vi que era posible predecir el crimen siguiente. Tenía que ser así. Era una conclusión inevitable. Nueve crímenes, y el décimo era inevitable. Más aún, una vez compren- dida la naturaleza de la pauta, era posible predecir, como le hice ver a Diedrich van Horn, cuál sería precisamente el décimo crimen, contra quién iría destinado, y quién lo cometería. Nunca había visto nada tan perfecto en toda mi experiencia, que es considerable. Sin pecar de presumido, dudo que alguien de ustedes tenga tanta experiencia como yo. Y me siento tentado a añadir que dudo de que alguien vuelva a enfrentarse con algo semejante a esto.

Ya sólo se escuchaban las respiraciones de los presentes. Fuera, se oyó la voz ira- cunda de un guardia.

- El único factor imprevisto era el tiempo. No sabía cuándo tendría lugar el décimo crimen -Ellery prosiguió con rapidez-. Como podía haber ocurrido estando yo en el coche, a sesenta kilómetros casi de Wrightsville, fui hacia el teléfono más próximo, le ordené al señor Van Horn que adoptara las precauciones oportunas, y regresé aquí a toda velocidad.

Por primera vez, miró a Diedrich van Horn, asido aún a los brazos de la butaca.

- No podía saber que la señora Van Horn había escogido para dormir, la noche pasada, el lecho de su esposo, en el dormitorio de su marido. Las manos de Howard buscaron en la oscuridad la garganta de su padre y, en cambio, le quitó la vida a la mujer que amaba. De haberse encontrado en su estado normal, y no en un trance amnésico, probablemente el tacto le había hecho comprender su error y se hubiera detenido a tiempo; en realidad, entonces, no era más que un instrumento de muerte, y una maquinaria, puesta en marcha, no puede detenerse.

Ellery hizo una pausa y agregó:

- Ésta es la historia en general. Consideremos ahora -continuó incansable-, las seis acciones de Howard, las seis acciones que abarcan los nueve crímenes menciona- dos, revelando el plan que se ocultaba tras ellos, y haciendo predecible el décimo.

Ellery Queen: seudónimo compartido por
Frederic Dannay (Estados Unidos, 1905-1982) y
Manfred Bennington Lee (Estados Unidos, 1905-1971).

lunes, 20 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: AUTO DE FE, de Elías Canetti

"Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre."

(
Fragmento de La paliza)

En el camino a casa pensó en la mejor forma de manifestarle esa compasión. Abrió enérgicamente la puerta del apartamento y constató, desde el pasillo, que su cuarto estaba a oscuras. La idea de que estuviera durmiendo despertó en él una alegría salvaje. Suave y cautelosamente, cerniendo que sus huesudos dedos hicieran ruido al asir la manija, abrió la puerta. Su intención de compadecerla no pudo caer en peor momento. Sí, se dijo, dejémoslo estar. Por compasión no pienso despertarla. Logró mantener su determinación un rato más. No encendió la luz y se deslizó a su cama de puntillas. Al desvestirse le molestó llevar bajo la americana un chaleco y, bajo el chaleco, una camisa. Cada una de estas prendas hacía su propio frufrú. Su silla, vieja conocida, no estaba junto a la cama, Prefirió no buscarla y dejó su ropa en el suelo. Por no despertar a Teresa hubiera reptado incluso bajo la cama, ¿cuál será la forma más discreta de meterse en una cama? Como la cabeza era en él lo más pesado, decidió que los pies, la parte más alejada de ella y, por lo tanto, más liviana, entrasen primero. Una de sus piernas se hallaba ya sobre el reborde y la segunda se disponía a seguirla dando un salto, el tronco y la cabeza oscilaron un instante en el aire, buscando instintivamente algún punto de apoyo antes de lanzarse sobre las almoha- das, cuando Kien sintió algo extrañamente blando por debajo. Pensó: ¡un ladrón!, y cerró los ojos en el acto.

Aunque yacía sobre el ladrón, no se atrevió a moverse. Pese a su terror, advirtió que el ladrón era de sexo femenino. La idea de que este sexo y la época actual hubieran caído tan bajo, le procuró una satisfacción remota y pasajera. Rechazó la idea de defenderse, que le llegó de algún antro recóndito de su corazón. Si la ladrona dormía de veras, como le pareció al comienzo, él, tras una espera prudencial, se escabulliría con su ropa en la mano, dejaría abierto el piso y se vestiría junto a la cabina del portero. No lo llamaría de inmediato: esperaría mucho, mucho tiempo y lo despertaría sólo cuando oyera pasos en la escalera. Entretanto, la ladrona mataría a Teresa. Se vería obligada a hacerlo porque ésta se defendería. No se dejaría robar sin defen- derse. Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre. Siempre y cuando la ladrona haya apuntado bien. O quizá aún esté viva cuando llegue la policía y le eche la culpa a él. Debieran darle otro golpe, para más seguridad. No, no es necesario. La ladrona se echó a dormir de puro cansada. Y una ladrona no se cansa tan fácilmente. La lucha debió de ser terrible. Una mujer muy fuerte. Una heroína. De quitarse el sombrero. Él no habría podido. Teresa lo hubiera enredado entre los pliegues de su falda hasta asfixiarlo. La simple idea lo hizo jadear. Seguro que esa había sido su intención: quería asesinarlo. Toda mujer quiere matar a su marido. Sólo esperaba el testamento. De haberlo hecho, ahora estaría muerto en lugar de ella. ¡Cuánta perfidia hay en el ser humano! No; en una mujer; no hay que ser injusto. Aún la sigue odiando. Se divorciará de todos modos aunque ya esté muerta. No la enterrarán con su apellido. De ningún modo. Nadie debe enterarse de que estuvo casado con ella. Al portero le dará lo que quiera por su silencio. Un matrimonio así puede empañar su reputación. Un auténtico erudito no debe permitirse esos deslices. Es cierto que ella lo engañó. Toda mujer engaña a su marido. De mortuis nil nisi hene. Pero antes que se mueran, ¡que se mueran todas! Tendrá que verla. Tal vez sólo aparente estar muerta. Suele ocurrirle al asesino más fuerte. La historia conoce infinidad de ejemplos. La historia es mezquina. La historia nos da miedo. Si está viva, él la hará polvo. Con todo derecho. Le había hecho perder la nueva biblioteca. Y él se vengaría en ella. Ya lo habría hecho, pero alguien se le adelanta y la mata. A él le correspondía la primera piedra y se la roban. Pero le tirará la última. Tenía que pegarle, estuviera viva o muerta. ¡Tenía que escupirla, pisotearla, golpearla!

"Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes..."

(Fragmentos de Petrificación)

Desde que no hacía nada, Teresa dormía hasta las nueve. Era ama de casa y esas señoras suelen dormir incluso más. Las sirvientas tienen que levantarse a las seis. Sin embargo, el sueño no la acompañaba tantas horas y, nada más despertarse, la nostalgia de su pérdida fortuna ya no la dejaba en paz. Tenía que vestirse para sentir la dureza de las llaves en su carne. Pero cuando su maltrecho esposo aún convale- cía, se le ocurrió una solución brillante: acostarse a las nueve con las llaves entre los senos y no dormirse hasta las dos. A esa hora se levantaba y volvía a esconderlas en su falda, donde nadie pudiera encontrarlas. Después se iba a dormir. Quedaba tan exhausta tras su prolongada vigilia que no salía del sueño hasta las nueve, exacta- mente igual que las señoras. Así es como una avanza, mientras que las criadas se quedan con las ganas.

De este modo llevó Kien a cabo su proyecto sin ser visto. Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes y en el curso de tres horas se llevaba más de cien sustos mortales.

(...)

El crimen que tan cruel castigo le valiera había sido expiado, pero no olvidado. Teresa llevó su mano al lugar donde usualmente escondía las llaves. Confundió la gruesa manta con su falda y encontró las llaves, aunque no estuvieran. Su mano se abatió pesadamente sobre ellas: las palpó, jugó con el manojo y las acarició una a una entre sus dedos. Gruesas gotas de sudor -producto de la alegría- centellearon en su cara. Kien se ruborizó sin saber por qué. El rechoncho brazo de Teresa luchaba en una manga estrecha y muy tirante. Los encajes que la adornaban por delante eran un homenaje al marido, que dormía en el mismo cuarto. Kien los encontró chafados. Pronunció en voz baja esta palabra tan querida. Y escuchó: «chafados», ¿quién había hablado? Levantó la cabeza y miró fijamente a Teresa. ¿Quién más sabía lo chafado que él estaba? Ella dormía. Sin fiarse de sus ojos cerrados, esperó, conteniendo la respiración, a que ella dijera otra cosa. «¿Cómo puedo ser tan temerario?», pensó, «¡está despierta y le miro la cara!». Rechazó el único modo de calcular el inminente peligro y, como un niño avergonzado, bajó los párpados. Con las orejas muy abiertas -según él- esperó oír un torrente de injurias. En su lugar oyó una respiración pausada. Había vuelto a dormirse. Al cabo de un cuarto de hora se animó a darle otra ojeada, siempre listo a emprender la fuga. Creyéndose astuto, se atrevió a pensar que era David y estaba vigilando a Goliat dormido.

Elías Canetti
(Búlgaro fallecido en Suiza, 1905-1994). Obtuvo el premio Nobel en 1981.

(Traducido al español por Juan José del Solar).

domingo, 19 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LA SUERTE ESTÁ ECHADA, de Jean Paul Sartre

"... encuentra el rostro de Eve Charlier; con los ojos cerrados..."

El dormitorio de Eve

Un dormitorio donde las persianas semicerradas solamente dejan pasar un rayo de luz.

Un rayo luminoso descubre una mano de mujer, cuyos dedos crispados arañan una manta de piel. La luz hace brillar el oro de una alianza, y, luego, deslizándose a lo largo del brazo, encuentra el rostro de Eve Charlier; con los ojos cerrados, contraídas las ventanillas de la nariz, parece sufrir, agitada, gimiente.

Una puerta se entreabre y en el espacio libre un hombre queda inmóvil. Elegante- mente vestido, muy moreno, con hermosos ojos oscuros y bigote recortado a la americana, aparenta unos treinta y cinco años. Es André Charlier.

Mira intensamente a su mujer, pero su mirada no tiene más que una atención fría, sin la más mínima ternura.

Entra, cierra la puerta sin ruido, atraviesa el cuarto cautelosamente y se aproxima a Eve, que no le ha oído llegar.

Acostada en su lecho, Eve tiene sobre su camisón una "robe de chambre" muy elegante. Una manta de piel le cubre las piernas.

Por un instante, André Charlier contempla a su mujer, cuyo semblante expresa sufrimiento. Después se inclina sobre ella y la llama con dulzura.

- Eve... Eve...

Eve no abre los ojos. Duerme con expresión tensa.

André se incorpora y se dirige hacia la mesita de noche, donde hay un vaso con agua. Saca de su bolsillo un frasquito gotero que acerca al vaso y lentamente vierte unas gotas.

Como Eve hace un movimiento con la cabeza, rápidamente esconde el frasquito en el bolsillo y observa, con una mirada de aguda dureza, a su mujer dormida.

Jean Paul Sartre (Francia, 1905-1980).
Obtuvo el premio Nobel en 1964.

(Traducido al español por Raúl Navarro).

sábado, 18 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL DON APACIBLE, de Mijáil Shólojov

"Otras muchas cosas yacían dobladas en el baúl, cosas que las mujeres ni siquiera sabían de qué podían servir."

Sexta parte

(Fragmento del capítulo XIX)

Y en un tren devastado de arriba abajo echó mano también a un cesto lleno de ropa interior femenina. La había enviado entonces con el carro de su padre que había acudido a visitarle al frente. Y Daria, con gran envidia de Natacha y Duniachka, empezó a pavonearse con una ropa interior hasta entonces nunca vista. La finísima tela extranjera era más blanca que la nieve; en cada pieza aparecían bordados con hilo de seda la inicial y el escudo. El encaje, en las bragas, era más pomposo que la espuma del Don. La primera noche después de la llegada del marido, Daria se acostó con aquellas bragas.

Pedro, antes de apagar la luz, sonrió benévolo.

- ¿Has encontrado calzoncillos de hombre y te los pones?

- Se está más caliente y son más bonitos -respondió Daria pensativa-. Pero es difícil comprender qué son. Si fuesen de hombre, serían más largas. Además, estos encajes… ¿Qué hacen ustedes con los encajes?

- ¡Quién sabe! Tal vez los señores nobles se ponen calzoncillos de encajes. Pero a mí no me sirven de nada. Póntelos, si quieres -dijo Pedro, rascándose voluptuosamente.

"... observando el encaje con involuntario respeto (...) No podía acostumbrarse a esa ropa interior."

La cosa no le interesaba. Pero a la noche siguiente, al acostarse junto a Daria, se apartaba cautamente, observando el encaje con involuntario respeto, temiendo estropearlo y experimentando una cierta timidez. No podía acostumbrarse a esa ropa interior. Pero a la tercera noche, irritado, la obligó con tono decidido:

- ¡Manda al infierno esas bragas! No van bien a una mujer ordinaria. No están hechas para ustedes. ¡Estás echada aquí como una señora! ¡Hasta me pareces una extraña!

Por la mañana se levantó mientras Daria continuaba dormida. Tosiendo y refunfu- ñando, intentó meterse las bragas, observó detenidamente los lazos y cintas, sus piernas desnudas, cubiertas de vello de la rodilla hacia abajo… Después se volvió y vio de pronto, reflejada en el espejo, su propia imagen que por detrás se encres- paba en ligeros pliegues; escupió, blasfemó y con torpes movimientos de oso volvió a quitarse las anchísimas bragas. Con la prisa, se enredó en los encajes y a punto estuvo de caer; furioso, soltó los lazos y se liberó del embrollo. Daria, somnolienta, le preguntó:

- ¿Qué pasa?

Pedro guardó silencio, con aire de ofendido, jadeando y perjurando todavía. Y aquellas bragas, quién sabe si confeccionadas para hombre o para mujer, fueron cuidadosamente dobladas por Daria, que con un suspiro, las guardó en el baúl. (Otras muchas cosas yacían dobladas en el baúl, cosas que las mujeres ni siquiera sabían de qué diablos podrían servir). Aquellos complicados indumentos fueron convertidos después en corpiños. En cuanto a las enaguas, Daria supo usarlas; quién sabe por qué tenían que ser tan cortas; pero la astuta dueña añadió por arriba una pieza de tela, de modo que la enagua acabó por ser más larga que la falda, que dejaba ver así dos dedos de encaje. Y la nueva elegancia empezó a barrer el suelo de tierra con sus encajes de Holanda.

Séptima parte

(Fragmento del capítulo XXVI)

Se le encogió el corazón: era evidente que Axinia había caído enferma. Recordó que la víspera ya se había quejado de escalofríos y vértigos, y que hacia la mañana había sudado tanto que los rizos de la nuca estaban mojados como después de un baño. Lo notó antes de amanecer, al despertarse, y tuvo largo rato la mirada fija en Axinia dormida, sin hacer un gesto para no turbar su sueño.

Mijáil Shólojov
(Rusia, 1905-1984). Obtuvo el premio Nobel en 1965.

(Traducido al español por Pedro Camacho).