lunes, 20 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: AUTO DE FE, de Elías Canetti

"Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre."

(
Fragmento de La paliza)

En el camino a casa pensó en la mejor forma de manifestarle esa compasión. Abrió enérgicamente la puerta del apartamento y constató, desde el pasillo, que su cuarto estaba a oscuras. La idea de que estuviera durmiendo despertó en él una alegría salvaje. Suave y cautelosamente, cerniendo que sus huesudos dedos hicieran ruido al asir la manija, abrió la puerta. Su intención de compadecerla no pudo caer en peor momento. Sí, se dijo, dejémoslo estar. Por compasión no pienso despertarla. Logró mantener su determinación un rato más. No encendió la luz y se deslizó a su cama de puntillas. Al desvestirse le molestó llevar bajo la americana un chaleco y, bajo el chaleco, una camisa. Cada una de estas prendas hacía su propio frufrú. Su silla, vieja conocida, no estaba junto a la cama, Prefirió no buscarla y dejó su ropa en el suelo. Por no despertar a Teresa hubiera reptado incluso bajo la cama, ¿cuál será la forma más discreta de meterse en una cama? Como la cabeza era en él lo más pesado, decidió que los pies, la parte más alejada de ella y, por lo tanto, más liviana, entrasen primero. Una de sus piernas se hallaba ya sobre el reborde y la segunda se disponía a seguirla dando un salto, el tronco y la cabeza oscilaron un instante en el aire, buscando instintivamente algún punto de apoyo antes de lanzarse sobre las almoha- das, cuando Kien sintió algo extrañamente blando por debajo. Pensó: ¡un ladrón!, y cerró los ojos en el acto.

Aunque yacía sobre el ladrón, no se atrevió a moverse. Pese a su terror, advirtió que el ladrón era de sexo femenino. La idea de que este sexo y la época actual hubieran caído tan bajo, le procuró una satisfacción remota y pasajera. Rechazó la idea de defenderse, que le llegó de algún antro recóndito de su corazón. Si la ladrona dormía de veras, como le pareció al comienzo, él, tras una espera prudencial, se escabulliría con su ropa en la mano, dejaría abierto el piso y se vestiría junto a la cabina del portero. No lo llamaría de inmediato: esperaría mucho, mucho tiempo y lo despertaría sólo cuando oyera pasos en la escalera. Entretanto, la ladrona mataría a Teresa. Se vería obligada a hacerlo porque ésta se defendería. No se dejaría robar sin defen- derse. Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre. Siempre y cuando la ladrona haya apuntado bien. O quizá aún esté viva cuando llegue la policía y le eche la culpa a él. Debieran darle otro golpe, para más seguridad. No, no es necesario. La ladrona se echó a dormir de puro cansada. Y una ladrona no se cansa tan fácilmente. La lucha debió de ser terrible. Una mujer muy fuerte. Una heroína. De quitarse el sombrero. Él no habría podido. Teresa lo hubiera enredado entre los pliegues de su falda hasta asfixiarlo. La simple idea lo hizo jadear. Seguro que esa había sido su intención: quería asesinarlo. Toda mujer quiere matar a su marido. Sólo esperaba el testamento. De haberlo hecho, ahora estaría muerto en lugar de ella. ¡Cuánta perfidia hay en el ser humano! No; en una mujer; no hay que ser injusto. Aún la sigue odiando. Se divorciará de todos modos aunque ya esté muerta. No la enterrarán con su apellido. De ningún modo. Nadie debe enterarse de que estuvo casado con ella. Al portero le dará lo que quiera por su silencio. Un matrimonio así puede empañar su reputación. Un auténtico erudito no debe permitirse esos deslices. Es cierto que ella lo engañó. Toda mujer engaña a su marido. De mortuis nil nisi hene. Pero antes que se mueran, ¡que se mueran todas! Tendrá que verla. Tal vez sólo aparente estar muerta. Suele ocurrirle al asesino más fuerte. La historia conoce infinidad de ejemplos. La historia es mezquina. La historia nos da miedo. Si está viva, él la hará polvo. Con todo derecho. Le había hecho perder la nueva biblioteca. Y él se vengaría en ella. Ya lo habría hecho, pero alguien se le adelanta y la mata. A él le correspondía la primera piedra y se la roban. Pero le tirará la última. Tenía que pegarle, estuviera viva o muerta. ¡Tenía que escupirla, pisotearla, golpearla!

"Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes..."

(Fragmentos de Petrificación)

Desde que no hacía nada, Teresa dormía hasta las nueve. Era ama de casa y esas señoras suelen dormir incluso más. Las sirvientas tienen que levantarse a las seis. Sin embargo, el sueño no la acompañaba tantas horas y, nada más despertarse, la nostalgia de su pérdida fortuna ya no la dejaba en paz. Tenía que vestirse para sentir la dureza de las llaves en su carne. Pero cuando su maltrecho esposo aún convale- cía, se le ocurrió una solución brillante: acostarse a las nueve con las llaves entre los senos y no dormirse hasta las dos. A esa hora se levantaba y volvía a esconderlas en su falda, donde nadie pudiera encontrarlas. Después se iba a dormir. Quedaba tan exhausta tras su prolongada vigilia que no salía del sueño hasta las nueve, exacta- mente igual que las señoras. Así es como una avanza, mientras que las criadas se quedan con las ganas.

De este modo llevó Kien a cabo su proyecto sin ser visto. Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes y en el curso de tres horas se llevaba más de cien sustos mortales.

(...)

El crimen que tan cruel castigo le valiera había sido expiado, pero no olvidado. Teresa llevó su mano al lugar donde usualmente escondía las llaves. Confundió la gruesa manta con su falda y encontró las llaves, aunque no estuvieran. Su mano se abatió pesadamente sobre ellas: las palpó, jugó con el manojo y las acarició una a una entre sus dedos. Gruesas gotas de sudor -producto de la alegría- centellearon en su cara. Kien se ruborizó sin saber por qué. El rechoncho brazo de Teresa luchaba en una manga estrecha y muy tirante. Los encajes que la adornaban por delante eran un homenaje al marido, que dormía en el mismo cuarto. Kien los encontró chafados. Pronunció en voz baja esta palabra tan querida. Y escuchó: «chafados», ¿quién había hablado? Levantó la cabeza y miró fijamente a Teresa. ¿Quién más sabía lo chafado que él estaba? Ella dormía. Sin fiarse de sus ojos cerrados, esperó, conteniendo la respiración, a que ella dijera otra cosa. «¿Cómo puedo ser tan temerario?», pensó, «¡está despierta y le miro la cara!». Rechazó el único modo de calcular el inminente peligro y, como un niño avergonzado, bajó los párpados. Con las orejas muy abiertas -según él- esperó oír un torrente de injurias. En su lugar oyó una respiración pausada. Había vuelto a dormirse. Al cabo de un cuarto de hora se animó a darle otra ojeada, siempre listo a emprender la fuga. Creyéndose astuto, se atrevió a pensar que era David y estaba vigilando a Goliat dormido.

Elías Canetti
(Búlgaro fallecido en Suiza, 1905-1994). Obtuvo el premio Nobel en 1981.

(Traducido al español por Juan José del Solar).

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