martes, 27 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: SONETOS A ORFEO, de Rainer María Rilke

"'¿Cómo la has hecho tan perfecta que no haya codiciado ante todo despertar? Ve, ella surgió y se durmió."

Escritos, como monumento funerario para Vera Ouckama Knof

Segundo soneto

Y era casi una niña la que surgió
de esa ventura única del canto y de la lira
y que brilló a través del velo de la primavera
y que se hizo un lecho en mi oreja.

Y se durmió en mí. Y todo era su sueño:
Los árboles que un día admiré
esa lejanía sensible, esa pradera sentida
y cada asombro que me embargaba.

Ella dormía el mundo. Dios cantor,
¿cómo la has hecho tan perfecta que no haya codiciado
ante todo despertar? Ve, ella surgió y se durmió.

¿Dónde está su muerte? ¿Oh, ese motivo, podrás aún
inventarlo, antes de que se consuma tu canto?
¿A dónde se me va, lejos de mí?... Casi una niña…

Rainer María Rilke
(Poeta en lengua alemana nacido en Chequia y fallecido en Suiza, 1875-1926).

(Traducido al español por Salvador Echavarría)

lunes, 26 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: SU EXCELENCIA, de W. Somerset Maugham

"Por la mañana ella dormía tan profundamente que él no tuvo el valor de despertarla para decirle adiós."

(
Fragmento)

Sólo fueron tres meses. ¡Oh, qué corto parecía el tiempo y qué rápido pasaban las semanas! A veces tenía sueños locos de abandonarlo todo y unirse a los acróbatas. Habían llegado a tener una gran afición por Él y le dijeron que podía entrenarse fácilmente para tomar parte en el turno. Sabía que lo decían más en broma que en serio, pero la idea le hacía cosquillas vagamente. Pero estos eran sólo sueños y sabía que nada saldría de ellos... Nunca se molestó realmente con la idea de que cuando terminaran los tres meses no volvería a su propia vida con sus obligaciones. Con su mente, esa mente fría y lógica suya, sabía que sería absurdo sacrificarlo todo. Para una mujer como Alix; era ambicioso, quería poder; y además, no podía romper el corazón de esa pobre niña que lo amaba y confiaba en él. Ella le escribía una vez a la semana. Anhelaba volver, el tiempo A ella le parecía interminable y él tenía un deseo secreto de que algo sucediera para retrasar su llegada. ¡Si pudiera tener un poco más de tiempo! Quizás si hubiera tenido seis meses habría superado su enamoramiento. A veces ya odiaba a Alix.

Llegó el último día. Parecían tener poco que decirse el uno al otro. Ambos estaban tristes; pero él sabía que Alix sólo lamentaba haber roto un hábito agradable; en veinticuatro horas estaría tan alegre y llena de ánimo igual que con su compañero perdido, como si nunca se hubiera cruzado en su camino, sólo podía pensar que al día siguiente iba a París para encontrarse con su prometida y su familia. Pasaron su última noche abrazados llorando. Entonces, tal vez se hubiera quedado si ella se lo hubiera pedido; pero no lo hizo, a ella jamás se le ocurrió, aceptó su partida como algo decidido, y lloró no porque lo amaba, lloró porque él era infeliz.

Por la mañana ella dormía tan profundamente que él no tuvo el valor de despertarla para decirle adiós. Salió muy silenciosamente, con su valija en la mano, y tomó el tren a París.

William Somerset Maugham
(Inglés nacido y fallecido en Francia, 1874-1965).

domingo, 25 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: EL LIBRO FIEL, de Leopoldo Lugones

"Qué lóbrego me parece tu cabello en la almohada"

Endecha

(Fragmento: dos cuartetos)

Si en la noche desolada,
Profundo sueño te mece,
Qué lóbrego me parece
tu cabello en la almohada.

Y mi alma de amor transida,
Goza más con estar cierta
Que nunca sabrás despierta
Lo que te quiero dormida.

Leopoldo Lugones
(Argentina, 1874-1938).

sábado, 24 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LA GATA, de Colette

"Conduciré yo -dijo Alain-. Ponte el abrigo que está debajo del almohadón y duerme (...) Camille se quedó dormida."

(
Fragmento)

- Que es como decir de la esquina… ¿Adónde vas? ¿Quieres que nos vayamos? ¡Estábamos tan bien…!

De pie, desilusionada, bostezaba de sueño y se estremecía.

- Conduciré yo -dijo Alain-. Ponte el abrigo viejo que está debajo del almohadón, y duerme.

Una metralla de efímeras, de mariposas de noche, de insectos duros como guijarros acudía frente a los faros, y el automóvil rechazaba el aire obstruido por alas como si fuese una ola. En efecto, Camille se quedó dormida, tiesa, acostumbrada a no apoyarse, incluso en sueños, en el brazo y el hombro del conductor. Y saludó sola- mente con cabezazos los badenes de la carretera.

«De Baleares», se repetía Alain. A favor del negro aire, de los haces blancos que captaban, rechazaban y diezmaban a los voladores seres, se reintegraba al vestíbulo superpoblado de sus sueños, el firmamento con polvillo de rostros estallados, grandes ojos enemigos que aplazaban para el día siguiente una rendición, un santo y seña, una clave. Y tan abstraído estaba que omitió cortar por el atajo más corto entre Pont- chartrain y el fielato de Versalles, y Camille, en sueños, refunfuñó. «Bravo -aplaudió Alain-, buen reflejo… pequeños sentidos fieles y vigilantes. ¡Ah, qué deliciosa te encuentro! ¡Qué fácil es nuestra armonía cuando tú duermes y yo velo!»

El relente humedecía sus cabellos descubiertos, sus mangas, cuando se apearon en su calle, desierta bajo el claro de luna. Alain levantó la cabeza; en el centro de la luna, casi redonda, en lo alto de los nueve pisos, una pequeña sombra cornuda de gato, agazapada, esperaba.

ColetteSidonie-Gabrielle Colette (Francia, 1873-1954).

Con este vínculo es posible la lectura del texto íntegro: Ciudad Seva.

viernes, 23 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: ADIÓS A LA BOHEMIA, de Pío Baroja

"... le dijiste que se acostara en la nuestra y te tendiste en el sofá (...) y al verte dormida pensaba: Es una mujer buena..."

(
Fragmento)

TriniEs que te quería.

RamónUn poco quizá, pero mucho menos que yo... ¿Y cuando vino aquel poeta enfermo a casa, no recuerdas?

Trini: Sí.

RamónLo estoy viendo entrar; nevaba fuera, y nosotros hablábamos con una vecina alrededor de la estufa. ¡Cómo temblaba el pobrecillo! No he encontrado á nadie en el café, recuerdo que nos dijo castañeteándole los dientes, y voy á pasar aquí un rato, si no os estorbo. Tú le invitaste á cenar, y cuando él nos dijo que hacía ya mucho tiempo que no dormía en una cama, tú le dijiste que se acostara en la nuestra, y te tendiste en el sofá. Yo pasé la noche sentado, fumando, y al verte dormida pensaba: Es una mujer buena, muy buena. Y ya ves, cuando después reñíamos algunas veces...

Trini: ¿Algunas veces sólo?

Ramón: No muchas veces. Pues bien ; cuando reñíamos, yo pensaba: Sí; tiene estos y estos defectos, pero es una mujer buena.

Trini: (Avanzando la mano) Tú también has sido bueno para mí.

Ramón: (Tomando la mano entre las suyas) No; yo no.

Pío Baroja (España, 1872-1956).

jueves, 22 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO, de Marcel Proust

"... encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar..."

5. La prisionera

(Fragmentos)

Por otra parte, no era sólo el mar al atardecer lo que vivía para mí en Albertina, sino a veces el mar dormido en la arena las noches de luna. Porque a veces, cuando me levantaba para ir a buscar un libro al despacho de mi padre, mi amiga, que me había pedido permiso para echarse en la cama mientras tanto, estaba tan cansada por la larga excursión de la mañana y de la tarde, al aire libre, que, aunque yo hubiera pasado sólo un momento fuera de mi cuarto, al volver encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era, en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar, me parecía como un tallo florido que alguien dejara allí; y así era: el poder de soñar que yo sólo tenía en ausencia suya, volvía a encontrarlo en aquellos momentos a su lado, como si, dormida, se hubiera convertido en una planta. De este modo, su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: solo, podía pensar en ella, pero me faltaba ella, no la poseía; presente, le hablaba, pero yo estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella dormía, yo no tenía que hablar, sabía que ella no me miraba, ya no tenía necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.
(...)

"He pasado noches deliciosas (...) pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir."

He pasado noches deliciosas hablando, jugando con Albertina, pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir. Hablando, jugando a las cartas, tenía esa naturalidad que una actriz no hubiera podido imitar; pero la naturalidad que me ofrecía su sueño era más profunda, una naturalidad de segundo grado. Le caía el cabello a lo largo de su cara rosada
y se posaba junto a ella en la cama, y a veces un mechón aislado y recto producía el mismo efecto de perspectiva que esos árboles lunares desmedrados y pálidos que vemos muy derechos en el fondo de los cuadros rafaelescos de Elstir. Si Albertina tenía los labios cerrados, en cambio, tal como yo estaba situado, sus párpados parecían tan disjuntos que yo hubiera podido preguntarme si estaba verdaderamente dormida. Pero aquellos párpados entornados daban a su rostro esa continuidad perfecta que los ojos no interrumpen. Hay rostros que adquieren una belleza y una majestad inhabituales a poco que les falte la mirada.

Yo contemplaba a Albertina tendida a mis pies. De cuando en cuando la recorría una agitación ligera e inexplicable, como el follaje que una brisa inesperada sacude unos instantes. Se tocaba el pelo, pero no se contentaba con esto y volvía a llevarse la mano a la cabeza con movimientos tan seguidos, tan voluntarios, que yo estaba convencido de que iba a despertarse. Nada de eso: volvía a quedarse tranquila en el no perdido sueño. Y permanecía inmóvil. Había posado la mano en el pecho con un abandono del brazo tan ingenuamente pueril que, mirándola, me tenía que esforzar por no sonreír con esa sonrisa que nos inspiran los niños pequeños, su inocencia, su gracia.
(...)

"Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir..."

A veces, cuando Albertina tenía demasiado calor, y ya casi dormida, se quitaba el quimono y lo echaba en una butaca. Mientras ella dormía, yo pensaba que todas sus cartas estaban en el bolsillo interior de aquel quimono, donde las ponía siempre. Una firma, una cita hubiera bastado para probar una mentira o disipar una sospecha. Cuando veía a Albertina profundamente dormida, me apartaba del pie de su cama, donde llevaba mucho tiempo contemplándola sin hacer un movimiento, y aventuraba un paso, presa de una ardiente curiosidad, sintiendo el secreto de aquella vida que se ofrecía, desmayada y sin defensa, en una butaca. Quizá daba aquel paso también porque mirar dormir sin movernos acaba por cansarnos. Y así, muy despacito, volviéndome continuamente para ver si no se despertaba Albertina, iba hasta la butaca. Allí me paraba, me quedaba mucho tiempo mirando el quimono como me había quedado mucho tiempo mirando a Albertina. Pero nunca (y quizá hice mal) toqué el quimono, nunca metí la mano en el bolsillo, nunca miré las cartas. Viendo que no me decidiría, acababa por retroceder a paso de lobo, volvía junto a la cama de Albertina y a mirarla dormir, a ella que no me decía nada, cuando yo estaba viendo sobre el brazo de la butaca aquel quimono que acaso me hubiera dicho muchas cosas.

Y de la misma manera que algunas personas alquilan por cien francos diarios una habitación en el hotel de Balbec para respirar el aire del mar, a mí me parecía muy natural gastar más por ella, puesto que tenía su aliento junto a mi mejilla, en mi boca, que yo entreabría sobre la suya y a la que, por mi lengua, pasaba su vida.

Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir, le ponía fin otro placer: el de verla despertarse. Era, en un grado más profundo y más misterioso, el placer mismo de que viviera en mi casa. Sin duda me era dulce que a la tarde, cuando se apeaba del coche, entrara en mi departamento. Y me era más dulce aún que, cuando, desde el fondo del sueño, subía los últimos peldaños de la escalera de los sueños, fuera en mi cuarto donde ella renacía a la conciencia y a la vida, que se preguntara un instante «¿dónde estoy?», y al ver los objetos que la rodeaban, la lámpara cuyo resplandor le hacía apenas entornar los ojos, pudiera contestarse que estaba en su casa al darse cuenta de que se despertaba en la mía. En este primer momento delicioso de incertidumbre, me parecía que tomaba posesión de ella más completa, porque, cuando saliera, en lugar de entrar en su cuarto, era mi cuarto, en cuanto Albertina lo reconociera, el que iba a albergarla, a contenerla, sin que los ojos de mi amiga manifestaran ninguna turbación, permaneciendo tan serenos como si no se hubiera dormido. La indecisión del despertar se revelaba por su silencio, no por su mirada.
(...)


Antes de que Albertina me obedeciera y se quitara los zapatos, yo le entreabría la blusa. Sus dos pequeños senos, altos, eran tan redondos que, más que parte integrante de su cuerpo, parecían haber madurado en él como dos frutos; y su vientre (disimulando el lugar que en el hombre se afea como con el soporte que queda fijo en una estatua desalojada de su sitio) se cerraba, en la unión de los muslos, con dos valvas de una curva tan suave, tan serena, tan claustral como la del horizonte cuando se ha puesto el sol. Se quitaba los zapatos, se acostaba junto a mí.

Oh, grandes actitudes del Hombre y de la Mujer cuando se disponen a unir, en la inocencia de los primeros días y con la humildad del barro, lo que la creación ha separado, cuando Eva se queda sorprendida y sumisa ante el Hombre junto al cual se despierta, como él mismo, solo todavía, ante Dios que le ha formado. Albertina anudaba sus brazos tras su cabello negro, alzada la cadera, caída la pierna en una inflexión de cuello de cisne que se alarga y se curva para volver sobre sí mismo. Cuando estaba completamente de lado, había cierto aspecto de su rostro (tan bueno y tan bello de frente) que yo no podía soportar, ganchudo como ciertas caricaturas de Leonardo, pareciendo revelar la maldad, la codicia, la bellaquería de una espía cuya presencia en mi casa me hubiera horrorizado y que parecía desenmascarada por aquellos perfiles. Me apresuraba a coger la cara de Albertina en mis manos y la volvía a poner de frente.

Marcel Proust (Francia, 1871-1922).

(Traducido al español por Consuelo Berges Rábago).

miércoles, 21 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: PROFESOR UNRAT (El ángel azul) y EL SÚBDITO, de Heinrich Mann

"... extendiendo una mano insegura hacia la cantante, quien ya se había quedado dormida sobre la mesa..."

Profesor Unrat (Profesor Basura)

(Fragmento del capítulo VI)

- Así vivimos nosotros todos los días, profesor. Y los domingos todavía nos divertimos más.

Luego, sin transición, se echó a llorar con hondo desconsuelo. A través de una difusa neblina, Basura la vio hundir la nariz entre las manos apoyadas de plano sobre la mesa en tanto que la diadema de piedras verdes se estremecía en sus cabellos, sacudida por los sollozos.

- Esto es sólo la superficie, alegre y brillante -gimió-. Dentro quedan la pena y la miseria, la más triste miseria.

Siguió llorando largo rato. Basura se atormentaba buscando una frase de consuelo. En eso apareció Kiepert y lo alzó de la silla, declarándose dispuesto a acompañarle hasta la calle. Ya en la puerta, Basura encontró la frase buscada. Se volvió, y exten- diendo una mano insegura hacia la cantante, quien ya se había quedado dormida de bruces sobre la mesa, prometió solemne:

- No se preocupe usted. Haré lo posible por sacarla adelante.

Era aquella una frase que un profesor podía decir a un alumno al que estimara, la víspera de un examen, o simplemente pensarla sin decírsela. Pero Basura no la había dicho ni pensado nunca.

"Sólo después de un rato, al ver que Guste se había quedado profundamente dormida..."

El súbdito

(Fragmento del capítulo VI)

Lo prometió. Al mismo tiempo se sonrojó, porque le habría gustado saber por quién temía Emmi, si por él o por el teniente. Se habría sentido celoso si fuera el otro, pero reprimió la pregunta. Responderla podría haber resultado embarazoso para él y salió casi de puntillas de la habitación.

Ordenó a las dos mujeres, que aún esperaban en el piso de abajo, que se fueran a la cama. Sólo después de un rato, al ver que Guste se había quedado profundamente dormida, se acostó al lado de ella. Necesitaba sopesar cómo se presentaría al día siguiente ante el teniente. ¡Naturalmente, había que impresionarlo! ¡No admitir absolutamente ninguna duda sobre la solución de todo aquel asunto!… Pero en lugar de su propia figura imponente, Dietrich veía una y otra vez en su imaginación a un hombre bajo y grueso con ojos pálidos y preocupados que rogaba, bullía de furia y finalmente se desmoronaba por completo: el señor Göppel, el padre de Agnes Göppel. Diederich vislumbraba ahora, con el alma aterrada, cómo debió sentirse el padre de Agnes en aquella ocasión. «Tú no lo entiendes», le había dicho Emmi. Pero lo comprendía, porque alguna vez él mismo lo había hecho.

Heinrich Mann
(Alemán fallecido en Estados Unidos, 1871-1950).

Un paréntesis: SEISCIENTOS MIL VISITANTES


El pasado 5 de agosto -fecha que siempre he considerado le pertenece a Marilyn, porque es el aniversario luctuoso de su suicidio- consignaba la cifra de 555,555 visitantes en
Mitos y reincidencias. Hace apenas un rato que hoy, 21 de febrero, se detuvo a leerlo el internauta número seiscientos mil.

Sin que se trate, de ninguna manera, de una cantidad extraordinaria, puesto que ha tomado varios años alcanzarla, no deja de ser satisfactorio y gratificante que conti- núen sumándose lectores a este espacio literario. He abierto un paréntesis con el fin de agradecer a aquellos que nos frecuentan y de paso ofrecer una disculpa por lo escaso que suelen ser mis respuestas a sus comentarios. Me apena no poder hacerlo como se merecen, pero entre mis actividades cotidianas, la novela que ahora escribo y tratar de mantener más o menos al día cinco blogs simultáneos, pocas veces me queda oportunidad para hacerlo.

Regreso entonces a las reincidencias literarias de las que suele ocuparse Mitos y reincidencias -como su nombre lo indica-, en esta ocasión con un tema que me ha resultado particularmente divertido: Mirándolas dormir. Aprovecho para comentar el hallazgo de algunos textos que considero debiera añadir, aunque al estar escritos por mujeres, más bien tendría que hacerlo bajo la denominación de «Mirándolo dormir».

Ese sería el caso de Tú dormías, poema incluido por Delmira Agustini en el volumen Los cálices vacíos, prologado por Rubén Darío en 1913, quien le pronosticaba una dimensión extraordinaria a su poesía:

"De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini", y más adelante asegura: "Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española".

 Como es de sobra conocido, eso no fue posible puesto que la poeta fue asesinada a los veintisiete años de edad por su ex marido, quien así cometió uno de los femini- cidios más escandalosos de principios del siglo pasado -el 6 de julio de 1914-, y de paso nos privó a sus lectores la posibilidad de disfrutar una obra más extensa.

De nuevo reitero mi agradecimiento y con renovado entusiasmo recupero nuestro tema en desarrollo.

Jules Etienne

martes, 20 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LAS CANCIONES DE BILITIS, de Pierre Louÿs

"Duerme con su cabello despeinado..."

La durmiente

Duerme con su cabello despeinado y las manos entrelazadas bajo la nuca. ¿Sueña? Su boca está entreabierta y respira suavemente.

Con un poco de cisne blanco enjugo, sin despertarla, el sudor de sus brazos, la fiebre de sus mejillas. Sus párpados cerrados son dos flores azules.

Muy suavemente me levantaré; iré a traer agua, ordeñaré la vaca y pediré fuego a los vecinos. Quiero estar rizada y vestida cuando abra los ojos.

Duerme, permanece un largo rato entre sus bellas pestañas curvadas y continúa dichosa la noche con un sueño de buen augurio.

(Elle dort dans ses cheveux défaits, les mains mêlées derrière la nuque. Rêve-t-elle? Sa bouche est ouverte; elle respire doucement.
Avec un peu de cygne blanc, j'essuie, mais sans l'éveiller, la sueur de ses bras, la fièvre de ses joues. Ses paupières fermées sont deux fleurs bleues.
Tout doucement je vais me lever; j'irai puiser l'eau, traire la vache et demander du feu aux voisins. Je veux être frisée et vêtue quand elle ouvrira les yeux.
Sommeil, demeure encore longtemps entre ses beaux cils recourbés et continue la nuit heureuse par un songe de bon augure.)

"Y repite una vez tras otra mi nombre: Bilitis... Bilitis... Y me roza con la punta de sus dedos temblorosos."

Palabras en la noche

Reposamos con los ojos cerrados; el silencio es un gran alrededor en torno a nuestra cama.¡Inefables noches de estío! Pero ella, que me cree dormida, posa su cálida mano sobre mi brazo.

Murmura: «Bilitis ¿duermes? Mi corazón late, pero, sin responder, respiro como una mujer entregada a sus sueños». Entonces, comienza a hablar:

«Ya que no me escuchas, dice, ¡cómo te quiero! Y repite una vez tras otra mi nombre: “Bilitis… Bilitis…”. Y me roza con la punta de sus dedos temblorosos».

«¡Esta boca es mía! ¡Sólo mía! ¿Existe otra más hermosa en el mundo? ¡Ay, mi felicidad, mi felicidad! Son míos estos brazos desnudos, este cuello y esta  cabellera…».

(Nous reposons, les yeux fermés; le silence est grand autour de notre couche. Nuits ineffables de l'été! Mais elle, qui me croit endormie, pose sa main chaude sur mon bras.
Elle murmure: « Bilitis, tu dors? » Le cœur me bat, mais sans répondre, je respire régulièrement comme une femme couchée dans les rêves. Alors elle commence à parler:
«Puisque tu ne m'entends pas, dit-elle, ah! que je t'aime! » Et elle répète mon nom. « Bilitis... Bilitis... » Et elle m'effleure du bout de ses doigts tremblants:
«C'est à moi, cette bouche! à moi seule! Y en a-t-il une plus belle au monde? Ah! mon bonheur, mon bonheur! C'est à moi ces bras nus, cette nuque et ces cheveux... »)

Pierre Louÿs
(Francés nacido en Bélgica, 1870-1925).

(Traducido del francés por Jules Etienne).

lunes, 19 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LA MUÑECA SANGRIENTA, de Gastón Leroux

"Hubiérase dicho que dejaban allí una maravillosa canastilla de flores en la que reposaba una virgen dormida."

(
Fragmento del capítulo XXIII: El castillo de Coulteray)

Ya se abría la historiada verja que había detrás de la tumba del conde Francisco, llamado Brazo de Hierro. Y el cortejo de las «hijas de María» y de las «damas del fuego» precediendo al féretro que los mozos llevaban y que levantaron para dejarlo provisionalmente en la tumba del vampiro.

Hubiérase dicho que dejaban allí una maravillosa canastilla de flores en la que reposaba una virgen dormida...

Cristina, con sus ojos agrandados por la angustia y el dolor, miraba continuamente aquella cara ideal...

¡Oh, qué bella era en la muerte Bessie Anne Elisabeth!... Beila como Julieta en la tumba cuando penetró en la religiosa frescura del santuario oloroso que disipa iodo el tormento y devuelve a la envoltura terrenal su pureza de aurora; bella como Ofelia adornada con su guirnalda de plantas salvajes y con los cabellos todavía húmedos de la flora de las aguas; bella como ella misma, que, finalmente, escapaba al ultraje de un insensato a quien había entregado contra sus esperanzas y deseos un corazón puro que finalmente escapaba de un círculo horroroso que no había podido comprender y donde su razón había sucumbido antes de que exhalara el último suspiro...

- ¡Duerme, duerme tu último sueño! ¡Yo te juro que nada vendrá a turbarte! -murmuró Cristina transfigurada, sollozante y cayendo de rodillas.

Gastón Leroux (Francia, 1868-1927).

domingo, 18 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: DE INVIERNO (soneto), de Rubén Darío

"... y en tanto cae la nieve del cielo de París."

En invernales horas mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.

El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño

como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos, mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.

Rubén Darío
Félix Rubén García Sarmiento (Nicaragua, 1867-1916).

sábado, 17 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LA MÁQUINA DEL TIEMPO, de H. G. Wells


(
Fragmento del capítulo Al llegar la noche)

Me alegró ver que Weena estaba profundamente dormida. La envolví con cuidado en mi chaqueta, y me senté junto a ella para esperar la salida de la luna. La ladera estaba tranquila y desierta, pero de la negrura del bosque venía de vez en cuando una agitación de seres vivos. Sobre mí brillaban las estrellas, pues la noche era muy clara. Experimentaba cierta sensación de amistoso bienestar con su centelleo. Sin embargo, todas las vetustas constelaciones habían desaparecido del cielo; su lento movimiento, que es imperceptible durante centenares de vidas humanas, las había, desde hacía largo tiempo, reordenado en grupos desconocidos. Pero la Vía Láctea, me parecía que era aún la misma banderola harapienta de polvo de estrellas de antaño. Por la parte sur (según pude apreciar) había una estrella roja muy brillante, nueva para mí; parecía aún más espléndida que nuestra propia y verde Sirio. Y entre todos aquellos puntos de luz centelleante, brillaba un planeta benévola y constante- mente como la cara de un antiguo amigo.

Herbert George Wells (Inglaterra, 1866-1946).

viernes, 16 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: PUCK DE LA COLINA DE POOK, de Rudyard Kipling

"... y encuentra a Titania, reina de las hadas, dormida."

(
Fragmento del capítulo I: La espada de Weland)

Los niños estaban en el teatro representando ante las tres vacas todo lo que podían recordar del Sueño de una noche de verano. Su padre les había hecho un extracto de la larga comedia de Shakespeare y lo habían ensayado con él y con su madre hasta que lo aprendieron de memoria. Comenzaron cuando Nick Bottom, el tejedor, aparece entre los matorrales con una cabeza de asno sobre sus hombros y encuentra a Titania, reina de las hadas, dormida. Después pasaron a la escena en la que Bottom solicita de las tres pequeñas hadas que le rasquen la cabeza y le traigan miel y concluyeron cuando cae dormido en los brazos de Titania. Dan interpretaba los papeles de Puck y de Nick Bottom y también los de las tres hadas. Llevaba un gorro de trapo acabado en punta, para hacer de Puck, y una cabeza de asno de papel que se rasgaba si no se manejaba con cuidado, extraída del interior de un triquitraque navideño, para representar a Bottom. Una hacía de Titania, con una guirnalda de columbinas y una varita en los dedos.
Rudyard Kipling
(Británico nacido en la India y fallecido en Inglaterra, 1865-1936).
Obtuvo el premio Nobel en 1907.

jueves, 15 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: EL PLACER, de Gabriele D'Annunzio

"... con la cabeza abandonada un poco fuera del borde del lecho, con los cabellos lloviendo en cascada..."

(
Fragmento del capítulo IV del tomo I)

Uno de los aguafuertes representaba precisamente a Elena, dormida, bajo los signos celestes. La forma femenina aparecía moldeada por los pliegues de la estofa, con la cabeza abandonada un poco fuera del borde del lecho, con los cabellos lloviendo en cascada y que lamían el tapizado suelo, con un brazo colgante y el otro a lo largo del costado. Las partes no ocultas, o sea el rostro, el seno y los brazos, eran muy luminosos, y el buril había dado gran relieve al centelleo de los recamos en la penumbra y el misterio de los símbolos. Un alto lebrel blanco, Famulus, hermano del que posa la cabeza sobre las rodillas de la condesa d'Arundel en el cuadro de Pedro Pablo Rubens, extendía el cuello hacia la dama, mirando, firme sobre sus cuatro patas, dibujado con una feliz valentía de escorzo. El fondo de la estancia era opulento y obscuro.

Gabriele D'Annunzio (Italia, 1863-1938).

miércoles, 14 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LOS NIÑOS, de Edith Wharton

"Se había quedado dormida, y el sueño le privaba de sus defensas ante quienes la observaban."

(
Fragmento del capítulo XX)

¿Y Judith?

Después de almorzar los pequeños marcharon con la señorita Scope en busca de fresas silvestres, mientras los demás se quedaban sentados sobre el mullido musgo junto a una cascada de plata. Boyne, tumbado boca arriba sobre una roca, estudiaba el paisaje y meditaba tras una cortina de humo de pipa. Judith, algo apartada, se hallaba suntuosamente tendida sobre el lecho de musgo, el sombrero quitado, la cabeza apoyada en la curva de su brazo inmaduro. Su perfil destacaba menudo y claro sobre el temblor rojizo de los helechos doblados por la fuerza del agua. Las mejillas ardían con un color rosa intenso que oscurecía las cejas y las pestañas y velaba los párpados cerrados con una sombra de terciopelo. Se había quedado dormida, y el sueño la privaba de sus defensas ante quienes la observaban.

«Parece casi mayor… ya da ganas de besarla. Pero ¿por qué ahora, así de repen- te?», se preguntó Boyne, repentinamente molesto no por el realce de su belleza (cuya medida variaba de hora en hora) sino por la existencia de una nueva cualidad en ella. Apartó la mirada, que cayó sobre el señor Dobree, sentado frente a él con el estudiado abandon de un excursionista poco acostumbrado a las excursiones. El inagotable guardarropa del señor Dobree proporcionaba a su traje el toque justo de prenda raída, de andar por casa, y a su sombrero el tono levemente desvaído más adecuado para la ocasión; y Boyne se preguntó si no sería ese cambio en su indumentaria lo que le confería un aire distinto. Pero no; la diferencia era más honda. Pese a su atuendo campestre, el señor Dobree no parecía más tratable ni menos urbano; tan sólo más relajado y menos en guardia. Sus claros y cautos ojos se habían tornado confusos y furtivos; incluso se advertía en ellos una tenue línea de tensión hacia la figura yacente de Judith. Era manifiesto, a juzgar por su mirada, que los pensamientos del señor Dobree corrían veloces, y Boyne supo que estaba pensando lo mismo que él. El descubrimiento lo sorprendió sobremanera, si bien recordó que las tendencias igualatorias de la vida moderna también afectaban a la diferencia de edad y que el señor Dobree era a efectos prácticos apenas mayor que él. Además, conservaba su brío y sus músculos, su mirada se mostraba generalmente alerta y a pesar de su pelo entrecano no había razón alguna para que no pudiera compartir con él la contemplación de la indefensa belleza de Judith.

Edith Wharton
(Estadounidense fallecida en Francia, 1862-1937).

(Traducida al español por Catalina Martínez Muñoz).

martes, 13 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: LA CONCIENCIA DE ZENO, de Italo Svevo

"Hasta durmiendo componía una imagen perfectamente ordenada, con las sábanas hasta el cuello..."

(
Fragmento de La esposa y la amante)

Antes de acostarme, como a menudo suelo hacer, miré durante largo tiempo a mi mujer que dormía ya, envuelta en su ligera respiración. Hasta durmiendo componía una imagen perfectamente ordenada, con las sábanas hasta el cuello y sus no muy abundantes cabellos recogidos en una breve trenza anudada en la nuca. Pensé: «No quiero causarle ningún dolor. ¡Nunca!». Dormí tranquilo. A la mañana siguiente aclararía los términos de mi relación con Carla y encontraría la manera de asegurar el porvenir de la chica sin verme, a cambio, obligado a darle ningún beso.

Tuve un curioso sueño: no me limitaba a besar el cuello de Carla sino que me lo comía. Su cuello en cambio, a pesar de las heridas que le infligía con furiosa voluptuosidad, no sangraba y permanecía inalterablemente cubierto por su blanca piel y respetando su forma ligeramente arqueada. Carla, abandonada en mis brazos, no parecía estar padeciendo las consecuencias de mis mordiscos. Quien padecía por su causa era, en cambio, Augusta, que había acudido de repente. Para tranquilizarla le decía: «No voy a comérmelo todo. Te dejaré también a ti un trozo».

El sueño adquirió el aspecto de una pesadilla sólo cuando, en mitad de la noche, me desperté y mi mente, librándose de sus brumas, pudo recordarlo; pero no antes, porque mientras duró, ni siquiera la presencia de Augusta había anulado el sentimien- to de satisfacción que me proporcionaba.

En cuanto me desperté adquirí plena conciencia de la intensidad de mi deseo y del peligro que representaba para Augusta, y para mí también. Tal vez en el seno de la mujer que dormía a mi lado se estuviera gestando otra vida de la que tendría que responsabilizarme. ¿Quién sabe qué se le podría antojar a Carla pretender si llegaba a ser mi amante?

Italo Svevo:
Aron Hector Schmitz (Italia, 1861-1928).

lunes, 12 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: UNA DE DOS, de Antón Chéjov

"Entra al salón un vejete (...) Al ver a la muchacha durmiente, sonríe y se acerca a ella de puntillas."

Es un caluroso mediodía.
En el sofá del salón está semitendida una joven de dieciocho años. Las moscas revolotean frente a su cara; a sus pies yace un libro abierto; los labios, entornados, dejan escapar apenas el sutil aliento. La joven duer- me.

Entra en el salón un vejete de los que Gógol llamó «sementales de ratón». Al ver a la muchacha durmiente, sonríe y se acerca a ella de puntillas.

¡Qué encanto! -musita, chasqueando los labios con fruición-. Es la bella… ¡je, je, je!, la bella durmiente… ¡Qué lástima no ser pintor! Esta cabecita…, esta mano…

El viejo se inclina hacia la doncella, le acaricia el brazo con su mano acorchada y… ¡Paf, un beso! La muchacha respira profundamente, abre los ojos y mira extrañada al anciano.

¡Ah, es usted, señor duque! -murmura, tratando de vencer su somnolencia-. Perdón, creo que me he dormido.

Sí, sí, está usted dormida -balbucea el duque-. Está usted dormida y soñan- do conmigo… Me ve usted en sueños… Duerma, duerma… Está usted soñando…

La joven le cree y cierra los ojos.

¡Qué fastidio! -se lamenta mientras procura dormirse de nuevo-. ¡Siempre sueño con bestias o con bribones!

El duque, al oírla, se esfuma.

Antón Chéjov (Ruso fallecido en Alemania, 1860-1904).

domingo, 11 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: DESPUÉS DE LAS CARRERAS, BERTA Y MANÓN, de Manuel Gutiérrez Nájera

"Mucha luz, muchas flores, y un traje de seda nuevo: ¡esa es la vida! (...) Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca sin que lo sienta..."

(
Fragmento)

Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda* nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende la piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera, el movimiento de la vida, el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la noche, cuando termina el baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la aguarda y que se aleja satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar los maderos del balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡esa es la vida!

Berta piensa en las carreras. Caracole debía ganar. En Chantilly, no hace mucho, ganó un premio. Pablo Escandón no hubiera dado once mil pesos por una yegua y un caballo malos. Además, quien hizo en París la compra de esa yegua fue Manuel Villamil, el mexicano más perito en estas cosas de “sport”. Berta va a hacer el próximo domingo una apuesta formal con su papá: apuesta a Aigle; si pierde, tendrá que bordar unas pantuflas; y si gana, le comprarán el espejo que tiene madame Drouot en su aparador. El marco está forrado de terciopelo azul y recortando la luna oblicuamente, bajo una guirnalda de flores. ¡Qué bonito es! Su cara reflejada en ese espejo, parecerá la de una hurí, que, entreabriendo las rosas del paraíso, mira el mundo.

Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida, porque está la alcoba a oscuras. Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve el hipódromo, bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces encaramados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos. Dos figuras quedan solamente en el cristal de su memoria empañada por el aliento de los sueños: Caracole y su novio.

Ya todo yace en el reposo inerme;
El lirio azul dormita en la ventana;
¿Oyes? Desde su torre la campana
La medianoche anuncia: duerme, duerme.

El genio retozón que abrió para mí la alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día de Año Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a través de los salones. Yo temía tropezar contra algún mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños. Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la alfombra. A poco andar, di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de jabón. En esta guisa atravesamos varias salas, el comedor, de cuyos muros, revestidos de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores, llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo como un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido caracol por donde se subía a las azoteas y un laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.

Por fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura se filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos: allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente cuando el sueño la sorprendió. Decíalo esa imprudente luz que habría podido causar un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo desnudo que, con el frío del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las ropas descompuestas. Manón es bella como un lirio enfermo. Tiene veinte años, y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear los tomos de grabados que su padre guardaba en el estante, con llave, de la biblioteca. Pero Manón es huérfana y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma, en medio de la vida. De aquella vida anterior que en ocasiones, se le antoja un sueño, nada más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello que todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo. Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos: andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.

Manuel Gutiérrez Nájera (México, 1859-1895).

* No es un error de la transcripción: holanda con letra minúscula es el nombre que recibe el aroma derivado de lavanda conocido como lavandula intermedia -un aceite esencial similar que incluye alcanfor- y suele denominarse lavandín o lavanda holandesa

El texto íntegro puede leerse con este vínculo: Ciudad Seva.

sábado, 10 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: TABARÉ, de Juan Zorrilla de San Martín

"Miró de nuevo a Blanca, y alejóse en silencio cual si temiera acaso despertarla."

(
Fragmentos del Canto Tercero)

III

Blanca duerme. La lámpara en la alcoba
De la inocente niña
Su dormida cabeza en la almohada
Con trémulas aureolas ilumina.

Entreabiertos sus párpados,
Dejan adivinar en sus pupilas,
Como en el lago el brillo de una estrella
La lumbre palpitante de la vida.

Los invisibles labios de un ensueño
Parecen apoyarse en su mejilla,
Y comprimir su boca
Con los pliegues del llanto o la sonrisa.

Una oración acaso,
A medio terminar, interrumpida
Por el sueño ha quedado abandonada
Entre los labios de la hermosa niña.

Que unos ratos parece recogerla,
Moverla entre ellos pura e instintiva,
Y ofrecerla a los ángeles que nadan
En el callado ambiente que respira.

¿Duerme? ¿O en el vahido indescriptible
Intermedio entre el sueño y la vigilia
La realidad y la ilusión se estrechan
Y en su espíritu flotan confundidas?

¿Conserva esa conciencia vacilante,
Esa confusa actividad que infiltra
La voluntad del hombre en los ensueños
Que en lo obscuro procuran sumergirla?

VII

E inmóvil, tembloroso.
El indio miró a Blanca,
Cual si la muerte, asida a sus cabellos,
Su oído con sus gritos desgarrara;

Y sigue el ruido sordo de las hojas
Que en voz baja se hablan
En ese idioma dulce y extranjero
En que hablan los crepúsculos al alma;

Y sobre el lecho de hojas y de espinas,
La niña desmayada se destaca,
Iluminada por el rayo triste
De la primera luz de la mañana.

VIII: primera estrofa

Tabaré cargó en hombros el cadáver,
Miró de nuevo a Blanca,
Y alejóse en silencio
Cual si temiera acaso despertarla.

"A la virgen que duerme, como el ave duerme en el nido que en la rama cuelga."

(Fragmentos del Canto Quinto)

IV: estrofas finales

No ha salido del labio del charrúa
Ni una sola palabra;
El movimiento de su paso es dulce
Como el balance de una cuna, Blanca

Sobre el brazo, en el hombro del salvaje,
La cabeza descansa;
Las horas cierran sus hinchados párpados;
La virgen duerme... Por sus labios pasa

El aliento a compás, y en ellos deja
Una sonrisa amarga,
Lejana transparencia de un ensueño
Que se mueve en el fondo de su alma.

V

Se ha detenido Tabaré de un sauce.
Bajo las ramas trémulas;
Está inmóvil, absorto; para el indio
La dulce niña aniquiló la tierra.

Sólo siente en su oído acompasada
La tibia intermitencia
Del aliento de Blanca que, dormida,
Sobre un hombro descanse la cabeza.

Percibe sus latidos melodiosos
Que el pecho le golpean,
Como el ritmo de un canto sin sonidos
Que sin tocar su cuerpo a su alma llega.

El indio no se mueve; como en éxtasis
En sus brazos conserva
A la virgen que duerme, como el ave
Duerme en el nido que en la rama cuelga.

Juan Zorrilla de San Martín
(Uruguay, 1855-1931).