"Mucha luz, muchas flores, y un traje de seda nuevo: ¡esa es la vida! (...) Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca sin que lo sienta..."
(Fragmento)
Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus
horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado
por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce
campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran,
temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse
desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides
de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras
una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda* nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos
sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic
tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas.
Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los
caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y
rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los
coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio,
trasciende la piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias
caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores
japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los
pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera;
adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas
ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su
cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de
porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo
claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera, el movimiento de la vida,
el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la noche, cuando termina el
baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la aguarda y que se aleja
satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar los maderos del
balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡esa es la vida!
Berta piensa en las carreras. Caracole debía
ganar. En Chantilly, no hace mucho, ganó un premio. Pablo Escandón no hubiera
dado once mil pesos por una yegua y un caballo malos. Además, quien hizo en
París la compra de esa yegua fue Manuel Villamil, el mexicano más perito en
estas cosas de “sport”. Berta va a hacer el próximo domingo una apuesta formal
con su papá: apuesta a Aigle; si pierde, tendrá que bordar unas
pantuflas; y si gana, le comprarán el espejo que tiene madame Drouot en su
aparador. El marco está forrado de terciopelo azul y recortando la luna
oblicuamente, bajo una guirnalda de flores. ¡Qué bonito es! Su cara reflejada
en ese espejo, parecerá la de una hurí, que, entreabriendo las rosas del
paraíso, mira el mundo.
Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en
seguida, porque está la alcoba a oscuras. Los duendes, que ansían verla dormida
para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de adormideras
y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las imágenes se van esfumando
y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve
el hipódromo, bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces
encaramados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos. Dos figuras
quedan solamente en el cristal de su memoria empañada por el aliento de los
sueños: Caracole y su novio.
Ya todo yace en el reposo inerme;
El lirio azul dormita en la ventana;
¿Oyes? Desde su torre la campana
La medianoche anuncia: duerme, duerme.
El genio retozón que abrió para mí la alcoba de Berta,
como se abre una caja de golosinas el día de Año Nuevo, puso un dedo en mis
labios, y tomándome de la mano, me condujo a través de los salones. Yo temía
tropezar contra algún mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños.
Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la
alfombra. A poco andar, di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero mi
acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas
cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de
jabón. En esta guisa atravesamos varias salas, el comedor, de cuyos muros,
revestidos de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma
apagadas; los corredores, llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un
pasadizo estrecho y largo como un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la
servidumbre; el retorcido caracol por donde se subía a las azoteas y un
laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.
Por fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura
se filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero
nada resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el ojo de
la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos: allí estaba
Manón, la costurera. Un libro abierto extendía sus blancas páginas en el suelo,
cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría lamiendo con su lengua de
salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente cuando el sueño la
sorprendió. Decíalo esa imprudente luz que habría podido causar un incendio,
ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo desnudo
que, con el frío del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las
ropas descompuestas. Manón es bella como un lirio enfermo. Tiene veinte años, y
quisiera leer la vida, como quería de niña hojear los tomos de grabados que su
padre guardaba en el estante, con llave, de la biblioteca. Pero Manón es
huérfana y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes
camareras y sumisos domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma, en medio
de la vida. De aquella vida anterior que en ocasiones, se le antoja un sueño,
nada más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello que
todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo. Sus pensamientos
son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos: andan de día
con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche llegue, y miraréis
cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de crujiente seda y se adornan
con plumas de faisanes.
Manuel Gutiérrez Nájera (México, 1859-1895).
* No es un error de la transcripción: holanda con letra minúscula es el nombre que recibe el aroma derivado de lavanda conocido como lavandula intermedia -un aceite esencial similar que incluye alcanfor- y suele denominarse lavandín o lavanda holandesa.
El texto íntegro puede leerse con este vínculo: Ciudad Seva.