miércoles, 28 de febrero de 2018

Nieve: A UN DIOS DESCONOCIDO, de John Steinbeck

"El invierno llegó pronto, con abundante nieve y el aire se helaba en agujas."
 
(Párrafo final del primer capítulo)

El invierno llegó pronto, con abundante nieve y el aire se helaba en agujas. Durante un mes, Joseph anduvo de un lado para otro de la casa, reacio a abandonar su juventud y todos los recuerdos de su infancia, pero la bendición lo había apartado. Era un extraño en la casa e intuía que sus hermanos se alegrarían cuando se marchase. Partió antes de la llegada de la primavera y cuando llegó a California, las montañas estaban revestidas de verde.
 
 
John Steinbeck (Estados Unidos, 1902-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1962.

(Traducido al español por Montserrat Gutiérrez Carreras).

martes, 27 de febrero de 2018

Nieve: CRÓNICAS DE TRAVNIK, de Ivo Andrić

"... y se quedó solo en el atardecer nevado (...) La nieve alta y blanda ahogaba todos los ruidos."

(Fragmentos del capítulo XXVI)

Alí bajá estaba exhausto, pero satisfecho. Daville, a la luz de ese día nevado de invierno, advirtió por primera vez que las pupilas del visir danzaban intermitente- mente. En cuanto clavaba la vista y la mirada reposaba, empezaban a titilar. El visir debía de saberlo y le resultaba desagradable, por eso movía los ojos sin cesar, y su cara adquiría una expresión huraña e inquieta.

Alí bajá, que para la ocasión se había puesto el anillo en el dedo corazón de la mano derecha, agradeció el regalo y las felicitaciones. Habló poco de la campaña contra Serbia y de sus victorias con la falsa modestia de las personas vanidosas y suspicaces que callan, porque consideran que las palabras serían pobres e insuficientes; con su silencio menosprecian al interlocutor y magnifican así su triunfo como algo indescriptible e inaccesible para la gente corriente. Estos vencedores abruman durante años a cualquiera que hable con ellos de sus éxitos.

(...)

Y mientras rememoraba todo eso, él atravesaba realmente el bazar hundido en el crepúsculo y lleno de nieve.

La mayoría de las tiendas ya habían cerrado. Había pocos transeúntes y caminaban despacio y encorvados, como si arrastraran grilletes, por la nieve compacta y profunda, con las manos metidas en el cinturón y las orejas tapadas con una bufanda.

(...)

Daville despidió a d’Avenat y se quedó solo en el atardecer nevado. La humedad llegaba desde el valle en grandes oleadas. La nieve alta y blanda ahogaba todos los ruidos. Al fondo del horizonte, se divisaba el turbe de Abdulah bajá totalmente blanco.

(...)

Se adivinaba a través de la ventana la tenue luz de la vela que ardía en la tumba del interior. No quedaba más que el cirio triste del turbe y, en el otro extremo de la ciudad, una luz, diferente y más grande. Allí, en una bodega, destilaban rakija, como todos los años en aquella época.

En efecto, al otro lado del desfiladero de Travnik, cubierto de nieve húmeda, habían colocado el primer alambique en la bodega de Petar Fufic y empezaban a destilar rakija . La destilería estaba fuera de la ciudad, a la orilla del Lasva, un poco más abajo del camino que llevaba a Kalibunar.

Las corrientes húmedas y el aguanieve barrían el valle. En la destilería que flotaba sobre el agua, la «bruja», el alambique, resoplaba y silbaba toda la noche bajo el tejado, expulsando el humo por la chimenea.

Ivo Andrić
(Serbiocroata nacido en Bosnia durante el imperio otomano y fallecido en Serbia cuando formaba parte de Yugoslavia, 1892-1975). Obtuvo el premio Nobel en 1961.

La ilustración corresponde a la ciudad de Travnik bajo la nieve.

lunes, 26 de febrero de 2018

Nieve: NIEVES, de Saint-John Perse

"Yo sé que en las caídas de los grandes ríos se anudan extrañas alianzas entre el cielo y la tierra..."

A Françoise-Renée Saint-Léger Léger

Y luego cayeron las nieves, las primeras nieves de la ausencia, sobre los grandes anchos tejidos por el sueño y por lo real; y remitida toda pena a los hombres memoriosos, hubo una frescura de telas en nuestras sienes. Y esto fue en la mañana, bajo la sal gris del alba, un poco antes de la hora sexta, como en un puerto de azar, un lugar de gracia y de merced en donde licenciar el enjambre de las grandes odas del silencio.
 
Y toda la noche, a hurto nuestro, bajo este alto hecho de pluma, llevando muy alto vestigio y cura de almas, las altas ciudades de piedra pómez horadadas de insectos luminosos no habían cesado de crecer y sobresalir, en el olvido de su peso. Y sólo supieron algo aquellos cuya memoria es incierta y su relato aberrante. La parte que tomó el espíritu en esas cosas insignes, la ignoramos;
 
Nadie ha sorprendido, nadie ha conocido, en el más alto frente de piedra, la primera afloración de esta hora sedosa, el primer contacto de esta cosa ágil y muy fútil, como un roce de pestañas. Sobre los revestimientos de bronce y sobre los lanzamientos de acero cromado, sobre los morillos de tosca porcelana y sobre las tejas de grueso vidrio, sobre el cohete de mármol negro y la espuela de metal blanco, nadie ha sorprendido, nadie ha empañado
 
Este vaho de un soplo en su nacimiento, como el trance primero de una espada desenvainada... Nevaba, y he aquí que diremos de ello maravillas: el alba muda en su pluma, como una gran lechuza fabulosa presa de los soplos del espíritu, inflaba su cuerpo de dalia blanca. Y por todos lados nos era prodigio y fiesta. Y la salud sea sobre la faz de las terrazas, en donde el Arquitecto, el otro estío, nos mostró huevos de chotacabras. Yo sé que navíos en zozobra en todo ese pálido ostral lanzan su mugido de bestias sordas contra la ceguera de los hombres y los dioses. Yo sé que en las caídas de los grandes ríos se anudan extrañas alianzas entre el cielo y la tierra: blancas bodas de noctuelas, blancas fiestas de frigáneas. Y bajo las vastas estaciones ahumadas de alba como palmares bajo vidrio, la noche lechosa engendra una fiesta del muérdago.
 
Y hay también esa sirena de las fábricas, un poco antes de la hora sexta y el relevo de la mañana, en ese país, allá arriba, de muy grandes lagos, en donde los astilleros iluminados toda la noche tienden sobre la espaldera del cielo una alta parra sideral: mil lámparas mimadas por las cosas crudas de la nieve... Grandes nácares en crecimiento, grandes nácares sin defecto ¿meditan su respuesta en lo más profundo de las aguas? -¡oh cosas todas por renacer!, ¡oh vosotras, todo respuesta! ¡Y la visión, por fin, sin falla y sin defecto!...
 
Nieva sobre los dioses de fundición y sobre las fábricas de acero cimbreantes de breves liturgias; sobre la escoria de hierro y la inmundicia y sobre el herbazal de los terraplenes; nieva sobre la fiebre y sobre la herramienta de los hombres -nieve más fina que en el desierto el grano de coriandro, nieve más fina que en Abril la primera leche de las bestias jóvenes. Nieva allá lejos, hacia el Oeste, sobre los silos y sobre los ranchos y sobre las vastas llanuras sin historia bajo las zancadas de los pilonos; sobre los trazados de ciudades por nacer y sobre la ceniza muerta de los campamentos levantados;
 
Sobre las altas tierras no abiertas, envenenadas de ácidos, y sobre las hordas de negros abetos trabados de águilas arpadas, como trofeos de guerra... ¿Qué decíais, armador de trampas, con vuestras manos despedidas? Y sobre el hacha del pionero ¿qué inquietante dulzura puso esta noche la mejilla?... Nieva fuera de cristiandad sobre las zarzas más jóvenes y sobre las bestias más nuevas. ¡Esposa del mundo mi presencia! Y en alguna parte del mundo donde el silencio alumbra un sueño de melaza, la tristeza levanta su máscara de sirvienta.
 
No era suficiente que tantos mares, no era suficiente que tantas tierras hubiesen dispersado el curso de nuestros años. Sobre la nueva ribera en que sigamos, creciente carga, la red de nuestras rutas, todavía era menester todo este canto llano de las nieves para arrebatarnos la huella de nuestros pasos... Por los caminos de la más vasta tierra ¿extendéis el sentido y la medida de nuestros años, nieves pródigas de la ausencia, nieves crueles para el corazón de las mujeres en los que se agota la espera?
 
Y Aquella en quien yo pienso entre todas las mujeres de mi raza, desde la hondura de su larga edad levanta hacia su Dios su faz de dulzura. Y es un puro linaje que tiene su gracia en mí. "Que nos dejen a los dos con este lenguaje sin palabras de que hacéis uso, ¡oh vos toda presencia!, ¡oh vos toda paciencia!" Y como una gran Ave de gracia sobre nuestros pasos canta quedamente el canto purísimo de nuestra raza. Y hace tan largo tiempo que vela en mí esta ansia de dulzura...
 
Dama de alto paraje fue vuestra alma muda a la sombra de vuestras cruces; pero carne de pobre mujer, en su ancianidad, fue vuestro viviente corazón de mujer en las mujeres martirizado... En el corazón del bello país cautivo en donde quemaremos el espino, qué gran compasión por las mujeres de toda edad a quienes el brazo del hombre faltó. ¿Y quién, pues, os conducirá en esa mayor viudez, a vuestras iglesias subterráneas en donde la lámpara es frugal y la abeja divina?
 
...Y todo este tiempo de mi silencio en tierra lejana, en las pálidas rosas de los zarzales he visto palidecer la usura de vuestros ojos. Y vos sola habéis gracia en este mutismo en el corazón del hombre como una piedra negra... Pues nuestros años son tierras movedizas de las que nadie tiene feudo, pero como una gran Ave de gracia sobre nuestros pasos, nos sigue de lejos el canto del puro linaje; y hace tan largo tiempo que vela en nosotros esta ansia de dulzura...
 
¿Nevaba, esa noche, de ese lado del mundo en donde juntáis las manos?... Aquí, hay un gran ruido de cadenas en las calles, por las que van los hombres corriendo a su sombra. Y no sabía que hubiera todavía en el mundo tantas cadenas para equipar las ruedas en fuga hacia el día. Y hay también gran ruido de palas a nuestras puertas, ¡oh vigilias! Los negros barrenderos van sobre las aftas de la tierra como gente de gabela. Una lámpara sobrevive al cáncer de la noche. Y un ave de ceniza rosa, que fue de brasa todo el estío, alumbra de repente las criptas del invierno, como el Ave de Fase en los Libros de Horas del Año Mil... ¡Esposa del mundo mi presencia, esposa del mundo mi espera! ¡Que nos arrebate de nuevo el fresco aliento de la mentira!... Y la tristeza de los hombres está en los hombres, pero también esta fuerza que no tiene nombre, y esta gracia, por instantes, de la que es preciso hayan sonreído.
 
Sólo en hacer la cuenta, desde lo alto de este cuarto de esquina que rodea un Océano de nieves -Huésped precario del instante, hombre sin prueba ni testigo, ¿desataré mi lecho como una piragua de su caleta?... Aquellos que acampan cada día más lejos del lugar de su nacimiento, aquellos que llevan cada día su barca a otras riberas, saben mejor cada día el curso de las cosas ilegibles; y remontando los ríos hacia su fuente, entre las verdes apariencias, son ganados de súbito por ese esplendor severo en que toda lengua pierde sus armas.
 
Así el hombre semidesnudo sobre el Océano de las nieves, rompiendo de repente la inmensa libración, persigue un singular designio en el que las palabras no tienen ya asidero. ¡Esposa del mundo mi presencia, esposa del mundo mi prudencia!... Y hacia el lado de las aguas primigenias volviéndome con el día, como el viajero, en la neomenia, cuya conducta es incierta y su andadura aberrante, he aquí que tengo el designio de vagar por entre las más viejas capas del lenguaje, por entre las más altas vetas fonéticas: hasta lenguas muy remotas, hasta lenguas muy enteras y muy parsimoniosas,
 
Como esas lenguas dravídicas que no tuvieron palabras distintas para "ayer" y para "mañana"... Venid y seguidnos, que no tenemos palabras que decir: remontamos esa pura delicia sin grafía por la que corre la antigua frase humana; nos movemos entre claras elisiones, residuos de antiguos prefijos que perdieron su inicial, y anticipándonos a los bellos trabajos de lingüística, nos abrimos nuestras sendas nuevas hasta esas locuciones inauditas, en las que la aspiración retrocede más allá de las vocales y la modulación del aliento se propaga, al gusto de tales labiales semisonoras, en busca de puros finales vocálicos.
 
...Y esto fue en la mañana, bajo el más puro vocablo, un bello país sin odio ni roñería, un lugar de gracia y de merced para la ascensión de seguros presagios del espíritu; y como una gran Ave de gracia sobre nuestros pasos, el gran rosedal blanco de todas las nieves a la redonda... Frescura de umbelas, de corimbos, frescura de arilo bajo el haba, ¡ah! ¡tantos ácimos aún en los labios del vagabundo!... ¿Qué flora nueva, en lugar más libre, nos absuelve de la flor y del fruto? ¿Qué lanzadera de hueso en las manos de las mujeres de larga edad, qué almendra de marfil en las manos de las mujeres de edad moza
 
Nos tejerá tela más fresca para la quemadura de los vivos?... ¡Esposa del mundo nuestra paciencia, esposa del mundo nuestra espera!... ¡Ah, todo el yezgo del sueño a piel de nuestro rostro! ¡Y todavía nos arrebata, ¡oh mundo!, tu fresco aliento de mentira!... Allí donde los ríos son todavía vadeables, allí donde las nieves son todavía vadeables, pasaremos esta noche un alma sin vado... Y más allá están los grandes anchos del sueño, y todo ese bien fungible en el que el ser empeña su fortuna...

En adelante, esta página en la que ya nada se inscribe.

 
Saint-John Perse (Poeta en lengua francesa originario de la Isla Guadalupe, 1887-1975).
Obtuvo el premio Nobel en 1960.
 
(Traducido al español por Jorge Zalamea).

domingo, 25 de febrero de 2018

Nieve: ANTIGUO INVIERNO, de Salvatore Quasimodo

"Buscaban su alimento las aves y de pronto se hacían de nieve..."

Anhelo de tus claras manos
en la penumbra de la llama;
de robles y de rosas sabían;
de muerte. Antiguo invierno.
 
Buscaban su alimento las aves
y de pronto se hacían de nieve;
así las palabras.
Un poco de sol, un resplandor angélico,
luego la niebla; y los árboles,
y nosotros hechos de aire en la mañana.
 
 
Salvatore Quasimodo (Italia, 1901-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1959.
 
(Traducido al español por Carlos Viola Soto).

sábado, 24 de febrero de 2018

Nieve: DOCTOR ZHIVAGO, de Boris Pasternak

"... y otras veces experimentaba el temor de que la nieve cubriese en el cementerio el cuerpo de su madre..."
 
(Fragmento del libro primero, capítulo 2)

Al atardecer refrescó mucho. Dos ventanas al nivel del suelo daban al desolado rincón de un huerto lleno de amarillos arbustos de acacia, a las heladas charcas de la carretera y a ese lugar del cementerio donde por la mañana habían enterrado a María Nikoláevna. Excepto algunos cuadros de coles azuladas por el frío, el huerto estaba vacío. Cuando arreciaba el viento, las desnudas ramas de las acacias se agitaban como poseídas, curvándose sobre la carretera.
 
Un golpe dado en la puerta despertó a Yura durante la noche. La oscura celda se había iluminado extrañamente por una inmóvil luz blanca. Yura corrió en camisa hasta la ventana y pegó la cara al cristal helado.
 
Afuera no existían ya carretera, ni cementerio, ni huerto. En el patio arreciaba la nevasca y el aire era un humo de nieve. Como si se hubiese dado cuenta de su presencia y, sabiendo que le causaba espanto, gozaba con la impresión que le producía. La tormenta silbaba y ululaba, buscando por todos los medios atraer su atención. Como una urdimbre que se desenrollara sin fin, una espesa trama blanca caía del cielo sobre la tierra, cubriéndola de fúnebres lienzos. Solamente la tormenta permanecía en el mundo, sin rival alguno.
 
La primera intención de Yura al apartarse del alféizar fue vestirse y salir para hacer algo. A veces le asaltaba la idea de que las coles del monasterio no se podrían arrancar antes de que la nieve las sepultase, y otras veces experimentaba el temor de que la nieve cubriese en el cementerio el cuerpo de su madre y, sin que pudiera defenderse ya, se fuese hundiendo bajo la tierra, cada vez más profundamente y más lejos de él.


Boris Pasternak (Rusia, 1890-1960). Obtuvo el premio Nobel en 1958.

viernes, 23 de febrero de 2018

Nieve: EL HUÉSPED, de Albert Camus

"El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había dejado de nevar."

(Fragmento inicial)

La nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase.
 
El Maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la escuela, edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente en la nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta. De vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al menos, conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no estarían en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para ponerse un jersey.
 
Cruzó la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde hacía tres días. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba más que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya puerta daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también al mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se podían ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta del desierto.
 
Después de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por primera vez, había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se hallaban, pues; subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había dejado de nevar. Amaneció con una luz grisácea, que apenas había aumentado a medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde; hubiese dicho que si día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en que la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru entonces se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para ir al cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón.
 
 
Albert Camus (Francés nacido en Argelia, 1913-1960). Obtuvo el premio Nobel en 1957.
 
La ilustración corresponde a una fotografía de la nieve sobre una vivienda de Medea, en Argelia. 

jueves, 22 de febrero de 2018

Nieve: NOCHE DE NIEVE, de Juan Ramón Jiménez


Ella no hablaba ni español ni francés y yo no hablaba inglés. Pero se enredaron nuestros hilos en silencio, en el crepúsculo de nieve, y, aquella noche, tras una escaramuza violenta en la soledad de la acojinada estancia con fuego, una sombra blanca se deslizó suave por las paredes floreadas de mi alcoba. Alcé la ropa de la cama y ella se abrazó conmigo. Y pasamos aquella noche de nieve, en un lenguaje de caricias, como dos animales.
 
 
Juan Ramón Jiménez (España, 1881-1958). Obtuvo el premio Nobel en 1956.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Nieve: GENTE INDEPENDIENTE, de Halldór Laxness

"... el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta."
 
(Fragmento del libro primero)
 
17. Regreso al hogar

En la tarde del quinto día Bjartur caminaba trabajosamente hacia su casa, cruzando páramos, hundido hasta las rodillas en la nieve. No se sentía nada complacido consigo mismo; estaba avergonzado por lo que le parecía un viaje sumamente ignominioso y pasaba de la esperanza al temor en cuanto a la suerte que habrían corrido los corderos en sus pastizales. Y ahora, para coronarlo todo, no había siquiera un chispazo de luz en la ventana para darle la bienvenida cuando finalmente regresaba al hogar, porque el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta. En ninguna parte se había abierto un camino en la nieve, ni un poco de humo se elevaba de la chimenea. Se arrastró hasta subir al techo y gritó:
 
- ¡Rosa, a ver si puedes alcanzarme una pala a través de la puerta!
 
La perra lanzó un lastimero aullido en la habitación, única respuesta. Y cuando el agricultor volvió a llamar a su esposa a gritos, la perra saltó a la ventana desde el interior y la rascó con sus patas. El comenzó a preguntarse entonces si su esposa no estaría enferma. Y, sintiendo cierta aprensión, atacó la nieve como enloquecido. Tuvo que apartarla con las manos, tarea lenta, pero finalmente consiguió limpiar un espacio suficiente alrededor de la puerta como para introducirse.
 
Cuando llegó a la parte superior de la escalera, la perra saltó sobre él frenéticamente, aullando con amargos acentos, como si alguien le pisara sin cesar la cola. La oscuridad del invierno había caído temprano y en el interior había una negrura de pez; las ventanas se encontraban cubiertas de nieve. Pero no había dado siquiera un paso cuando su pie tropezó contra algún obstáculo inusitado. Maldijo, como era su hábito cada vez que perdía el pie... ¿Contra qué demonios había tropezado?
 
Necesitó un rato largo para encontrar los fósforos, y cuando los encontró, descubrió que la lámpara estaba vacía, la mecha consumida, el globo negro de humo. Pero, cuando llenó la lámpara y la mecha volvió a arder, le fue posible, incluso con tan débil luz, entrever ciertos indicios de lo que había ocurrido en Casa Estival durante su ausencia. Era su esposa. Yacía allí, muerta, en medio de su sangre congelada. Parecía como que se hubiese bajado de la cama para buscar algo y, demasiado débil para volver a meterse en ella, se hubiera desmayado. Tenía en la mano una toalla húmeda, empapada en sangre. El estado del cuerpo demostraba claramente lo que había sucedido. Y cuando Bjartur miró la cama, hacia la cual saltó repentinamente la perra, vio, asomando por debajo del vientre del animal, una carita pardusca, arrugada, con los ojos cerrados, como la de un viejo recién nacido, y sobre esa cara pasaban leves estremecimientos, débiles y espasmódicos, y de ese ser desdichado surgían, si Bjartur no escuchó mal, uno que otro gemido tenue. La perra trataba de tenderse lo más completamente que le era posible sobre el cuerpecito que había tomado bajo su guarda y darle lo único que tenía: la tibieza de su cuerpo piojoso, hambriento y extenuado. Cuando Bjartur se aproximó para mirar más de cerca, el animal desnudó los dientes, como para hacerle entender que no era él el dueño del niño. La madre había envuelto a la desdichada criatura en un trapo de lana, en cuanto hubo cortado el cordón, y probablemente se levantó de la cama para calentar un poco de agua con que bañarla, porque en la cocina había una olla llena de agua, hacía mucho tiempo congelada sobre el fuego muerto. Pero el niño se aferraba aún a la vida en el calor del cuerpo del animal.
 
Bjartur levantó del suelo el cadáver de su esposa y, luego de depositarlo en la cama vacía que estaba frente a la suya propia, le limpió la sangre como pudo. Le costó muchos esfuerzos enderezar el cuerpo de Rosa, porque los miembros se habían endurecido en la posición en que murió. Los brazos se negaban obstinadamente a cruzarse sobre el pecho; los ojos turbios no querían cerrarse, especialmente el derecho, el que tenía la catarata -nuevamente su obstinación-. Pero Bjartur se tenía menos confianza aún para lo que era ahora de mayor importancia: avivar la chispa de vida que todavía quedaba en el recién nacido. Esto le puso a él, el hombre independiente, en un aprieto nada despreciable, porque se necesitaban manos expertas, probablemente manos femeninas; él no se atrevía a tener nada que ver con ello. ¿Debería pedir ayuda a otras personas? Lo último que trató de grabar en la mente de su esposa fue la necesidad de no pedir colaboración ajena... un hombre independiente que recurre a otras personas en busca de ayuda, se entrega en manos del archienemigo. Y ahora esa misma humillación recaería sobre él, Bjarturde la Casa Estival. Pero en ese momento no dudó más: estaba decidido a pagar lo que se le pidiese.


Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.

martes, 20 de febrero de 2018

Nieve: ADIÓS A LAS ARMAS, de Ernest Hemingway

"... contemplaba la caída de la nieve desde una de las ventanas del prostíbulo destinado a los oficiales."
 
(Fragmento del capítulo II)

El bosque de robles, en la montaña del otro lado de la ciudad, había desaparecido. Cuando llegamos a la ciudad, durante el verano, el bosque era frondoso, pero ahora parecía lleno de troncos destrozados y con la tierra llena de hoyos; al final del otoño, una día que me encontraba en el lugar donde aquél había existido, vi cómo una nube avanzaba por encima de la montaña. Iba a gran velocidad y el sol no tardó en volverse amarillo oscuro. Después todo apareció gris. El cielo quedó totalmente cubierto. De repente la nube descendió sobre la montaña y nos envolvió; era nieve.
 
La nieve cortaba el viento, cubrió la tierra y los troncos de los árboles se destacaron muy negros. También cubrió los cañones y pronto se formaron en la nieve pequeños caminos que conducían a las enramadas detrás de las trincheras.
 
Más tarde, hallándome en la ciudad, contemplaba la caída de la nieve desde una de las ventanas del prostíbulo destinado a los oficiales. Me encontraba allí con un amigo, dos vasos y una botella de Asti, y mientras veíamos como la nieve iba cayendo pesada, lentamente, comprendimos que por aquel año todo había terminado. Más allá de la ciudad, las montañas no habían sido ocupadas, así como tampoco las de nuestro lado del río. Para esto se esperaba el año siguiente. Mi amigo vio al capellán militar que pasaba por la calle, caminando con gran precaución entre el barro. Golpeó la ventana para llamar su atención. El capellán levantó la cabeza. Nos vio y sonrió. Mi amigo lo invitó a entrar, pero el capellán movió la cabeza y se alejó.
 

Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961).
Obtuvo el premio Nobel en 1954.

(Traducido al español por Carlos Pujol).

lunes, 19 de febrero de 2018

Nieve: VIDA DE JESÚS, de François Mauriac

"¿... el Arcángel vencido, arrastraría a su séquito a millones de almas, más numerosas y más apretadas que los copos de una tempestad de nieve?"
 
 
(Párrafos del capítulo III: Fin de la vida escondida)
 
En este momento de su vida, el Hijo del Hombre es un gladiador aún disimulado en el fondo de las tinieblas, pero ya a punto de entrar en el circo cegador; es el relator a quien la bestia negra espera y teme. «¡Veía -debía exclamar Cristo en un día de exultación-, veía a Satanás caer del cielo como un rayo!» Acaso tuvo la visión de aquella caída durante las postreras oscuras horas de su vida. ¿Habría visto también (¡cómo no habría de verlo!) cómo el Arcángel vencido, arrastraría a su séquito a millones de almas, más numerosas y más apretadas que los copos de una tempestad de nieve?
 
Toma un manto, se anuda las sandalias y dice a su madre una palabra de despedida que no será conocida jamás.


François Mauriac (Francia, 1885-1970). Obtuvo el premio Nobel en 1952.

domingo, 18 de febrero de 2018

Nieve: LA SIBILA, de Pär Lagerkvist

"... ante un pico cubierto de nieves eternas, blanco, sombrío y misterioso bajo las temblorosas estrellas."
 
(Fragmento)

De repente, desapareció la bruma y se encontraron ante un pico cubierto de nieves eternas, blanco, sombrío y misterioso bajo las temblorosas estrellas. Una suave pendiente seguía hasta el nevado filo, y en ella podía verse claramente un senderito estrecho, que ascendía en zigzag y desaparecía bajo la nieve. No podía saberse adónde conducía, no hacia más que seguir, irse hacia el más allá, alejarse, desaparecer en forma extraña impresionante bajo la nieve. Por ese senderito continuo ascendiendo la anciana.
 
A poco andar se inclinó y recogió algo del suelo. Era una faja o cinturón de cuero de cabra. Lo observó intensamente y dejó luego caer la mano, exhalando un hondo suspiro. Siguió avanzando. Poco después encontró una chaqueta arrojada a un lado de la senda, también de cuero de cabra. La recogió asimismo y se la echó al hombro, sin decir nada. Más adelante halló una sandalia, y todavía, no mucho más allá, un trozo de cuero sencillamente trabajado y una correa. Todo aquello estaba casi a la orilla misma de la nieve. Allí se detuvieron y miraron la enigmática montaña. Había nevado ligeramente durante la noche, y sobre la delgada capa de nieve descubrieron,
en la dirección del sendero, la nítida huella de un pie descalzo. Al ascender más encontraron una huella tras otra... Alguien había ascendido, con los pies descalzos, hacia las nieves eternas. Eran las huellas débiles, pero claras, de un pie pequeño bien formado. Luego iban volviéndose cada vez más débiles, iban borrándose y borrándose hasta no ser más que una alusión, un signo casi invisible sobre la nieve. Y continuaban así, desvaneciéndose. En sentido contrario no había ninguna huella.

La anciana se quedó mirando aquel desvanecido signo de un pie que había tenido contacto con la tierra, el pie de un ser que había ido perdiendo su peso y su tamaño al llegar al espacio donde, sobre la montaña divina, tenía uno la sensación de moverse entre las estrellas.
 
Pär Lagerkvist (Suecia, 1891-1974). Obtuvo el premio Nobel en 1951.

sábado, 17 de febrero de 2018

Nieve: LA PERSPECTIVA CIENTÍFICA, de Bertrand Russell

"Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del sol universal..."
 
 
(Fragmento del capítulo XVIII: La ciencia y los valores)

La sociedad científica, en su forma pura -que es la que hemos tratado de representar-, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor, con el arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han protegido hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética. No es el conocimiento el que origina estos peligros. El conocimiento es bueno, y la ignorancia es mala; a este principio no encuentra excepción el amante del mundo. Ni tampoco es el poder en sí y por sí el origen del peligro. Lo que es peligroso es el poder manejado por amor al poder, y no el poder manejado por amor al bien genuino. Los directores del mundo moderno están borrachos de poder: el hecho de poder hacer algo que nadie previamente pensaba como de posible realización es para ellos suficiente razón para hacerlo. El poder no es uno de los fines de la vida, sino meramente un medio para otros fines, y hasta que los hombres tengan presente los fines a que el poder debiera servir, la ciencia no hará lo que es capaz para procurar la buena vida. Pero ¿cuáles son los fines de la vida? -preguntará el lector-. No creo que ningún hombre tenga el derecho a legislar para otros sobre este particular. Para cada individuo, los fines de la vida son aquellas cosas que desea ardientemente, y que si existiesen le proporcionarían la paz. O, si se piensa que es mucho pedir la paz en esta vida, digamos que los fines de la vida habrán de proporcionarle deleite o alegría o éxtasis. En los deseos conscientes del hombre que busca el poder por sí hay algo de avaricia; cuando lo alcanza, necesita más poder, y no encuentra felicidad en la contemplación de lo que tiene. El amante, el poeta y el místico hallan una satisfacción más completa que la que pueda conocer el buscador de poder, ya que pueden descansar en el objeto de su amor, mientras el buscador del poder debe estar perpetuamente ocupado en alguna nueva manipulación, si no quiere experimentar una sensación de vacío. Creo, por tanto, que las satisfacciones del amante, usando esta palabra en su sentido más amplio, exceden a las satisfacciones del tirano y merecen un puesto más elevado entre los fines de la vida. Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del sol universal; habré olido la lluvia después de la sequía, y habré oído el Atlántico tormentoso batir contra las costas graníticas de Cornualles. La ciencia puede otorgar estas y otras alegrías a más gente de la que de otra suerte gozaría con ellas. Si procede así, su poder será sabiamente empleado. Pero cuando suprime de la vida los momentos a que la vida debe su valor, la ciencia no merece admiración, por muy sabiamente que conduzca a los hombres por el camino de la desesperación. La esfera de los valores cae fuera de la ciencia, excepto en cuanto la ciencia consiste en la persecución de la verdad. La ciencia como persecución del poder no debe introducirse violentamente en la esfera de los valores, y la técnica científica, si ha de enriquecer la vida humana, no debe rebasar los fines a que sirve.


Bertrand Russell (Inglaterra, 1872-1970). Obtuvo el premio Nobel en 1950.
 
(Traducido al español por Guillermo Sans Huelin).

viernes, 16 de febrero de 2018

NIEVE, de William Faulkner


(Fragmento)

- ¿No ves el sol?
 
Porque el sol se había puesto. Había dejado el valle mientras estábamos allí; ahora sólo descansaba en las nieves altas, rosadas y sin consistencia como nubes contra un cielo que cambiaba ya de verde a violeta. Seguimos adelante; el camino serpeaba y zigzagueaba a nuestros pies, abismándose en la oscuridad. En el pueblo se veían ahora luces, trémulas y parpadeantes como luces que fluctuaran sobre el agua, o bajo el agua, y de pronto se acabó la nieve. La habíamos dejado atrás, habíamos emergido de ella; súbitamente hizo más frío, como si en el fulgor de la nieve hubiese cierta calidez y ahora no hubiera ya nada sino el crepúsculo y el frío. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el propio pueblo se había inclinado hacia un lado, y volví a pensar que en aquel país no existía ni un pie cuadrado llano de verdad; los pueblos de los valles, incluso, no eran llanos sino vistos desde arriba. Acaso toda la tierra parecía llana mientras uno caía hacia ella; acaso uno no podría soportar mirarla o acaso no podría hacer sino mirarla.
 
- ¿Te sigue gustando la nieve? –dije-. Quizá sea mejor que llenemos el hueco con nieve antes de que se nos acabe.
 
- Quizá no quiera hacerlo por ahora -dijo Don.
 
Don iba delante; siempre era el más rápido en el descenso. Llegó, pues, el primero al valle; tal como había cesado la nieve cesaron las montañas, que se convirtieron en el valle, y el valle, a su vez y casi de inmediato, se convirtió en el pueblo, y el camino en una calle empedrada que volvía a ascender. También allí Don llegó el primero.
 

William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1949.

jueves, 15 de febrero de 2018

Nieve: CUATRO CUARTETOS, de T. S. Eliot

"Y copia en un espejo de agua un fulgor que es ceguera cuando empieza la tarde..."

(Fragmento)

La primavera a medio invierno es una estación en sí misma
Sempiterna aunque empapada hacia el ocaso,
Suspendida en el tiempo, entre el polo y el trópico.
Cuando es más claro el corto día lleno de escarcha y fuego,
El breve sol incendia el hielo en estanques y zanjas,
Bajo el frío sin viento que es el calor del corazón
Y copia en un espejo de agua
Un fulgor que es ceguera cuando empieza la tarde
Y un brillo más intenso que la lumbre de ramas o braseros
Agita el torpe espíritu: no viento sino fuego pentecostal
En el tiempo oscuro del año.
Entre el deshielo y la congelación
Se estremece la savia del alma. No hay olor de tierra
Ni olor de cosa viva. Este es el tiempo primaveral
Pero no según la convención del tiempo.
Por una hora el seto blanquea
Con fugaz floración de nieve,
Una floración más repentina que la del verano pues no da brotes ni se marchita.
No pertenece al esquema de la generación.
¿En dónde está el verano, el inimaginable
Verano cero?

Thomas Stearns Eliot
(Estadounidense nacionalizado inglés, 1888-1965). Obtuvo el premio Nobel en 1948.

(Traducido al español por José Emilio Pacheco).

miércoles, 14 de febrero de 2018

Nieve: LA SINFONÍA PASTORAL, de André Gide


(Párrafos iniciales)

10 de febrero de 189...

La nieve no ha dejado de caer desde hace tres días y bloquea todos los caminos. No he podido ir a R… donde, desde hace quince años, acostumbro celebrar el culto dos veces  por mes. Esta mañana, en la capilla de La Brévine, sólo se han reunido unos treinta fieles. Aprovecharé el ocio que me ofrece este enclaustramiento forzado para volver atrás y relatar cómo hube de empezar a ocuparme de Gertrude.
 
He proyectado escribir aquí todo cuanto concierne a la formación y desarrollo de esta alma piadosa, a la que sólo he conseguido hacer surgir de la noche, creo, gracias a la adoración y al amor. Bendito sea el Señor por haberme confiado esta tarea.
 
Hace dos años y seis meses, al subir de la Chaux-de-Fonds, una chiquilla a la que yo no conocía en absoluto, vino a buscarme a toda prisa para llevarme a siete kilómetros de allí, junto a una pobre anciana que se estaba muriendo. No había desenganchado al caballo; y tras haberme provisto de una linterna, porque pensé que no podría estar de regreso antes de la noche, hice subir a la niña en el coche.
 
Creía yo conocer admirablemente todos los alrededores del municipio: pero pasada la granja de la Saudraie, la niña me hizo tomar un camino por el que, hasta entonces, nunca me había aventurado. Sin embargo, a dos kilómetros de allí, a mano izquierda, reconocí a una laguna misteriosa a la que, en otra época, había ido a patinar. No la había vuelto a ver desde hacía quince años, puesto que ningún deber pastoral me llama por esa parte; no habría sabido decir dónde caía y hasta tal punto había dejado de pensar en ella, que cuando la reconocí en medio del encanto rosa y dorado del atardecer, al principio me pareció que nunca había visto yo algo semejante sino en sueños.
 
El camino bordeaba el curso de agua que rebosaba de la laguna cortando por el extremo del bosque y corriendo luego a lo largo de una turbera. Ciertamente, nunca antes había estado allí.
 
El sol se había puesto y había y un buen rato que marcábamos en la penumbra cuando al fin, mi guía me señaló con un dedo, en la ladera de una loma, una choza que se hubiera podido creer deshabitada de no ser por un hilillo de humo que azuleando en la sombra arrubiándose luego en el oro del cielo, salía de ella. Até el caballo a un manzano que estaba cerca y luego fui a reunirme con la chiquilla en la pieza oscura donde la anciana acababa de morir.


André Gide (Francia, 1869-1951). Obtuvo el premio Nobel en 1947.

La ilustración corresponde a una fotografía de Chaux-de-Fonds bajo la nieve.

martes, 13 de febrero de 2018

Nieve: NARCISO Y GOLDMUNDO, de Hermann Hesse

"... en el jardín y contempló sobre el alto valladar nevado los rosales, que se doblaban bajo el peso de la nieve."

(Fragmento del capítulo VIII)

Una mañana se despertó Goldmundo en su lecho al romper el alba y permaneció un rato tendido y cavilando. Seguían rondándole imágenes de un sueño, aunque inconexas. Había soñado con su madre y con Narciso; aún veía con claridad las dos figuras. Cuando se hubo liberado de los hilos del sueño, cayó sobre él una luz singular, una especial claridad que ahora entraba por el pequeño hueco de la ventana. Saltó de la cama y corrió a la ventana y vio sus molduras, el tejado de la cuadra, la entrada del patio y, más allá, el paisaje todo, los campos que resplandecían con un tono blanco azulenco, cubiertos de las primeras nieves del invierno. El contraste que presentaban, la inquietud de su corazón y el tranquilo, sumiso, mundo invernal lo dejó estupefacto: con qué calma, con qué dulzura y mansedumbre se ofrecían sembrados y bosques, collados y praderas al sol, al viento, a la lluvia, a la sequía, a la nieve; qué hermosos y pacientes soportaban arces y fresnos la carga del invierno! ¿Sería posible ser como ellos, aprender algo de ellos? Salió al patio, caminó por la nieve y la tocó con las manos; entró en el jardín y contempló sobre el alto valladar nevado los rosales, que se doblaban bajo el peso de la nieve.
 
Tomó, para desayunar, una sopa de harina; todos hablaban de aquella nieve primera, todos -también las muchachas- habían estado ya afuera. La nieve había llegado tarde aquel año, era ya próxima la Navidad. El caballero habló de los países del sur, donde nunca nieva.


Hermann Hesse (Alemán nacionalizado suizo, 1877-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1946.