(Fragmento final del capítulo II)
Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme
a mí mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en dirección a
los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio de una bocina, cuando
pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor sería que tomase tierra para ser
ahorcado en seguida, en vez de continuar mi camino. Temía dormir, aunque me
sentía inclinado a ello por saber que en cuanto apuntase la aurora me vería
obligado a saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche, porque
en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias a la sencilla
fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido que recurrir al pedernal y
al acero, haciendo así un ruido semejante al del mismo pirata al agitar sus
cadenas.
Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a
través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la
escalera; todos los tablones de madera y todas las resquebrajaduras de cada madero
parecían gritarme: «¡Deténte, ladrón!» y «¡Despiértese, señora Joe!» En la
despensa, que estaba mucho mejor provista que de costumbre por ser la
víspera de Navidad, me alarmé mucho al ver que había una liebre colgada de las
patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto
de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir, ni
de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de
queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el
pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de
piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto
agua de regaliz). Luego acabé de llenar de agua la botella de piedra. También
tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a
marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante
para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había
en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no
estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos en
seguida.
En la cocina había una puerta que comunicaba con
la fragua. Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una lima
de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la puerta como estaba,
abrí la que me dio paso la noche anterior al llegar a casa y, después de
cerrarla de nuevo, eché a correr hacia los marjales cubiertos de niebla.
Charles Dickens (Inglaterra, 1812-1870).
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