(Fragmento del primer capítulo)
En las afueras de la ciudad, cerca de la estación del
ferrocarril, se yergue, en una colina ligeramente más alta, el Hotel Casino de
la Selva. Está situado bastante lejos de la carretera principal y lo rodean
jardines y terrazas que, en cualquier dirección, dominan un amplio panorama.
Aunque palaciego, lo invade cierta atmósfera de desolado esplendor. Porque ya
no es un casino. Ni siquiera se pueden apostar a una partida de dados las
bebidas que se consumen en el bar. Lo rondan fantasmas de jugadores arruinados.
Nadie parece nadar jamás en su espléndida piscina olímpica.
Vacíos y funestos están los trampolines. Los
frontones, desiertos, invadidos de hierba. Sólo dos campos de tenis se
mantienen en buen estado durante la temporada. Hacia la hora del crepúsculo del
Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca,
estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían
jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas
impermeables y cautivas en sus prensas -la del doctor, triangular, la del otro,
cuadrangular- descansaban frente a ellos en el parapeto. Mientras se acercaban
las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel,
llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; se volvieron para
ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando
las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces
de los maizales.
Malcolm Lowry (Inglaterra, 1909-1957).
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