(Fragmento del capítulo XXII)
Tomada confusamente esta decisión, acabó de vestirse de prisa, poniéndose una casaca de un corte que tenía algo de militar; cogió la pistola que había quedado sobre el lecho, y la sujetó a un lado del cinturón; al otro, otra que descolgó de un clavo de la pared; puso también en el cinto su puñal; y cogiendo de la pared una carabina casi tan famosa como él, se la colgó en bandolera; cogió el sombrero, salió de la habitación; y se dirigió antes que nada a aquélla donde había dejado a Lucía. Apoyó la carabina en un rincón junto a la puerta, y llamó, dejando al mismo tiempo oír su voz. La vieja bajó de la cama de un salto, y corrió a abrir. El señor entró, y dando una ojeada en torno al cuarto, vio a Lucía acurrucada en su rincón y quieta.
- ¿Duerme? -le preguntó en voz baja a la vieja-: ¿Ahí duerme?, ¿eran ésas mis órdenes, desgraciada?
- Yo he hecho todo lo posible -respondió aquélla-, pero no ha querido comer nada, no ha querido venir...
- Déjala dormir en paz; cuida de no molestarla; y cuando se despierte... Marta vendrá a la habitación de al lado; y tú mandarás a buscar cualquier cosa que ella pueda pedirte. Cuando se despierte... dile que yo... que el amo ha salido por poco tiempo, que volverá, y que... hará todo lo que ella quiera.
La vieja se quedó estupefacta pensando para sí: «¿será ésta alguna princesa?»
El caballero salió, recogió su carabina, mandó a Marta a hacer antesala, envió al primer bravo que encontró a hacer guardia para que nadie salvo aquella mujer pusiese el pie en la habitación; y luego salió del castillo, y emprendió el descenso corriendo.
Alessandro Manzoni (Italia, 1785-1873).
La ilustración corresponde al óleo Schlafendes Mâdchen (1868), de Johann George Meyer von Bremen.
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