"... encontré a Elisa en una bata magnífica, guarnecida de encajes (...) con una elegante dormilona."
(Fragmentos de la primera parte: La boda)
Carta segunda
Abril 10 de 1872
Indudablemente, Elisa habría despedido a su doncella, y estaría ya dormida. ¡Dormi- da!... ¡Tan pronto! Esto me pareció inverosímil, y me ocurrió el temor de que le hubiera sobrevenido algún accidente. Mi cara mitad no es una mujer enclenque pero es muy nerviosa, y quién sabe, las agitaciones del día, el mareo de la muchedumbre, las emociones propias del caso, en fin, tener quien la socorriera. Vamos, yo había sido un badulaque deteniéndome tanto tiempo en el salón hecho un pasmarote.
(...)
Has de saber que encontré a Elisa envuelta en una bata
magnifica, guarnecida de encajes, una de las batas más ricas del trousseau, su doncella había deshecho el peinado monumental, que había sido como la gigante cúpula de su espléndido vestido de desposada, sustituyéndolo con una elegante dormilona (...) La primera impresión que sentí fue halagüeña, porque inmediatamente pensé, con satisfacción indecible, que Elisa deseaba agradarme.
(...)
Ahí tienes lo que heló mi sangre, lo que paralizó los impulsos de mi corazón, lo que me dejó, en fin, hecho una estatua delante de aquella otra estatua.
- ¿Tienes sueño? -le dije.
- Sí -me contestó.
- El sueño (añadí), es el remedio más eficaz contra la jaqueca.
- Sin duda -me dijo.
- En ese caso (advertí yo casi sonriendo), será casi una imprudencia...
No me dejó concluir, pues arqueando las cejas con aire de majestuoso fastidio, excla- mó:
- ¡Oh!...
Yo proseguí diciendo:
- Casualmente yo también me siento fatigado.
- Lo creo (añadió ella); son ya las tres de la madrugada.
Pronunció estas palabras con mucho trabajo, porque un nuevo bostezo invadió su boca.
No pude hacer frente por más tiempo a tanta impasibilidad. Me hallaba de pie, y no me había invitado a sentarme. ¡Ah! ¿Por qué es la felicidad tan frágil? La dormilona, la bata y las babuchas parecían todavía empeñadas en hacerme creer que era dichoso, pero aquella jaqueca intempestiva, aquel gesto desdeñoso, aquel sueño inoportuno, aquellos bostezos horrorosos, aquellas respuestas lacónicas... Todo... todo me advertía que era el hombre más infeliz de la tierra.
(...)
Entré en mi cuarto, llena la cabeza de los más extraños pensamientos. Me dejé caer en una butaca, apoyé los codos en las rodillas, y oprimí la cabeza entre las manos, como si hubiera querido contener los torbellinos que dentro de ella se agitaban.
Así permanecí algún tiempo, y así hubiera permanecido hasta el día del juicio, si los pasos de Elisa sobre la alfombra no me hubieran sacado del estupor en el que había caído. Casi maquinalmente me acerqué a la puerta, y poco después oí su respiración acompasada; mi cara mitad dormía profundamente. Sin poderme contener, entreabrí la puerta que nos separaba, y penetré con mucho silencio en su estancia. Me pareció distinguir un suave murmullo que se escapaba de sus labios; no solamente dormía, sino que soñaba, y, temblando de pies a cabeza, me acerqué a ella.
(...)
Oía palabras confusas y entrecortadas, cuyo sentido no podía explicarme; no quería oír, y todo era oídos; las más crueles sospechas me asediaban; aún no sabía nada, y ya lo temía todo. Al fin descubrí el secreto que embargaba mi alma. Elisa soñaba con su trousseau..., el trousseau era el objeto de su delicioso sueño...; y yo respiré; pero respiré con amargo desaliento. Yo no era más que un pormenor indispensable, pero un mero pormenor de nuestra boda; el trousseau venía a serlo todo para ella. La imaginación de Elisa estaba llena de cintas, de encajes y batista y seda, y cuando la cabeza de una mujer esta llena de estas cosas, su corazón se halla vacío.
Me retiré en silencio, y me encerré en mi cuarto; cambié mi traje de boda por uno de mañana; esperé el día. Después que amaneció, pedí un caballo, monté en él, y corrí desalado. ¡Infeliz!... Como si me fuera posible huir de mi suerte.
Esta ha sido la noche de mi boda; imagínate cómo será la luna de miel que me espera.
José Selgas Carrasco (España, 1822-1882).