"Mientras el barco se acercaba al puerto de Tampico, se hizo visible la multitud que se congregaba..."
(Fragmento del capítulo 16)
Liev Davídovich
y Natalia pasaron los días leyendo los pocos libros sobre México que habían
conseguido gracias a Konrad Knudsen, tratando de vislumbrar lo que les aguardaba
en aquel Nuevo Mundo, siempre violento y exaltado, donde el precio de la vida
podía ser una simple mirada mal recibida y donde, según sabían, nadie los
esperaba.
Cuando la costa cobró
toda su nitidez, sus temores salieron a flote, y Liev Davídovich lanzó a Die
una postrera exigencia: solo abandonaría el petrolero si venía en su busca
alguna persona que le inspirara confianza. ¿Quién?, pensaba, cuando Jonas Die
le dio la sorprendente respuesta de que iban a complacerlo, y él también se
concentró en la observación de la costa.
Mientras el barco se
acercaba al puerto de Tampico, se hizo visible la multitud intranquila que se
congregaba en sus alrededores, punteada por los uniformes azules de la policía
mexicana. Aunque hacía mucho que Liev Davídovich había superado el temor a la
muerte, los gentíos exaltados siempre le obligaban a recordar el que había
rodeado a Lenin en septiembre de 1918 y del cual había salido la mano armada de
Fanny Kaplan. Pero un manto de alivio cayó sobre sus aprensiones cuando
descu- brió, en un extremo del espigón, las facciones de Max Shachtman, la
estampa maciza de George Novack y la levedad irradiante de una mujer que no podía
ser otra que la pintora Frida Kahlo, la compañera sentimental de Diego Rivera.
Apenas atracaron, los
Trotski cayeron en un torbellino de júbilo. Varios amigos de Frida y Rivera,
sumados a los correligionarios norteamericanos venidos con Shacht- man y Novack,
los envolvieron en una ola de abrazos y congratulaciones que obraron el milagro
de hacer correr las lágrimas de Natalia Sedova. Conducidos a un hotel de la
ciudad donde les habían organizado una comida de bienvenida, los recién
llegados fueron oyendo el tropel de informaciones retenidas por Jonas Die, sin
duda molesto por el carácter de las noticias: el general Lázaro Cárdenas no
solo había concedido a Liev Davídovich asilo indefinido, sino que lo
consideraba su huésped personal y, con el mensaje de bienvenida, le enviaba el
tren presidencial para que los trasladara a la capital. A su vez, Rivera, que
se disculpaba por no haber podido desplazarse hasta Tampico, les ofrecía, también
indefinidamente, una habitación en la Casa Azul, la edificación que ocupaba con
Frida en el barrio capitalino de Coyoacán.
Los vinos franceses y
el rudo tequila mexicano ayudaron a Liev Davídovich y a Natalia en el empeño de
saltar del mole poblano a las puntas de filete a la tampiqueña, del pescado a
la veracruzana a la consistencia rugosa de las tortillas, coloreadas y
enriquecidas con pollo, guacamole, ajíes, jitomates, frijoles refritos,
cebollas y cerdo asado al carbón, todo salpicado con el fogoso chile que clamaba
por otra copa de vino o un trago de tequila capaces de aplacar el incendio y
limpiar el camino hacia la degustación de aquellas frutas (mangos, piñas,
zapotes, guanábanas y guayabas) pulposas y dulces, insuperables para coronar el
festín de unos gustos europeos deslumbrados por texturas, olores, consistencias
y sabores que se revelaban exóticos para ellos. Abrumados por aquel banquete de
los sentidos, Liev Davídovich descubrió cómo sus prevenciones se esfumaban y la
tensión dejaba paso a una invasiva voluptuosidad tropical capaz de arroparlo en
una molicie benéfica que su organismo y su cerebro agotados recibieron
golosamente, según escribió.
Leonardo Padura (Cuba, 1955).
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