"... hasta dar en el patio, donde acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó entero..."
(Fragmento)
Por el jardín paseaban los invitados, y también gente
del pueblo deseosa de admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una
vieja solterona que había visto morir a todos sus familiares, aunque no le
faltaban amigos. Por su cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente
de la botella: pensaba en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados;
de todo había gozado, puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora
más feliz de su vida, hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser
una vieja solterona. Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex prometida,
y así es como andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta
que volvemos a encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a
encontrarse en la misma ciudad. La botella salió del jardín para volver a la
tienda del cosechero, donde otra vez la llenaron de vino para el aeronauta que
el próximo domingo debía elevarse en globo. Un enorme hormiguero de personas se
apretujaban para asistir al espectáculo. Resonó la música de la banda militar y
se efectuaron múltiples preparativos; la botella lo vio todo desde una cesta
donde se hallaba junto con un conejo vivo, aunque medio muerto de miedo, porque
sabía que se lo llevaban a las alturas con el exclusivo objeto de soltarlo en
paracaídas. La botella no sabía de subidas ni de bajadas; vio cómo el globo iba
hinchándose gradualmente, y cuando ya alcanzó el máximo de volumen, comenzó a
levantarse y a dar muestras de inquietud. De pronto, cortaron las amarras que
lo sujetaban, y el aeróstato se elevó en el aire con el aeronauta, el cesto, la
botella y el conejo. La música rompió a tocar, y todos los espectadores
gritaron «¡hurra!».
«¡Es gracioso esto de volar por los aires! -pensó la
botella es otra forma de navegar. No hay peligro de choques aquí arriba».
Muchos millares de personas seguían la aeronave con la
mirada, entre ellas, la vieja solterona, desde la abierta ventana de su
buhardilla, de cuya pared colgaba la jaula con el pardillo, que no tenía aún
bebedero y debía contentarse con una diminuta escudilla de madera. En la misma
ventana había un tiesto con un arrayán, que habían apartado algo para que no
cayera a la calle cuando la mujer se asomaba. Esta distinguía perfectamente al
aeronauta en su globo, y pudo ver cómo soltaba el conejo con el paracaídas y
luego arrojaba la botella proyectándola hacia lo alto. La vieja solterona poco
sospechaba que la había visto volar ya otra vez, aquel día feliz en el bosque,
cuando era ella aún muy jovencita.
A la botella no le dio tiempo de pensar; ¡fue tan
inopinado aquello de encontrarse de repente en el punto crucial de su
existencia! Al fondo se vislumbraban campanarios y tejados, y las personas no
eran mayores que hormigas.
Luego se precipitó, a una velocidad muy distinta a la
del conejo. Volteaba en el aire, sintiéndose joven y retozona -estaba aún llena
de vino hasta la mitad-, aunque por muy poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le
comunicaba su brillo, toda la gente seguía con la vista su vuelo; el globo
había desaparecido ya, y pronto desapareció también la botella. Fue a caer
sobre uno de los tejados, haciéndose mil pedazos; pero los cascos llevaban tal
impulso, que no se quedaron en el lugar de la
caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde
acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó
entero, cortado en redondo, como con un diamante.
Hans Christian Andersen (Dinamarca, 1805-1875).
El texto íntegro puede leerse en Ciudad Seva.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario