"... haga de cuenta vuestra señoría de que no he dicho nada: corazón de león, piernas de liebre y a la orden..."
(Fragmento del capítulo VIII)
Saca yesca, pedernal, eslabón y mecha, enciende un
farolito suyo, entra en la otra habitación interior, para asegurarse de que no
hay nadie: no hay nadie. Retrocede, va a la puerta de la escalera, mira, pega a
ella la oreja: soledad y silencio. Deja a los otros dos centinelas en la planta
baja, se hace acompañar por Grignapoco, que era un bravo de la comarca de
Bérgamo, el cual sólo debía amenazar, hacer callar, ordenar, ser en suma el
portavoz, a fin de que su habla pudiera hacer creer a Agnese que la expedición
provenía de aquella parte. Con éste a su lado, y los demás detrás, el Griso
sube despacio, despacito, maldiciendo en su fuero interno cada escalón que crujía,
cada paso de aquellos granujas que hacía ruido. Por fin llega arriba. Aquí yace
la liebre. Empuja suavemente la puerta que da a la primera habitación; la
puerta cede, se abre una rendija: introduce por ella el ojo; está oscuro:
introduce la oreja, para oír si alguien ronca, respira, rebulle allí dentro;
nada. Adelante, pues: se pone el farol ante la cara para ver, sin ser visto,
abre de par en par la puerta, ve una cama; ¡a ella!: la cama está hecha y lisa,
con el embozo vuelto, y bien arremetido en la cabecera. Se encoge de hombros,
se vuelve a sus hombres, les hace señas de que va a mirar a la otra habitación,
y que lo sigan muy, muy despacio; entra, hace las mismas ceremo- nias, encuentra
lo mismo.
- ¿Qué diablos es esto? -dice entonces-: ¿Algún perro
traidor nos habrá delatado?
Empiezan todos, con menos cautela, a mirar, a tantear
por todos los rincones, ponen la casa patas arriba.
(Fragmentos del capítulo XI)
Como una jauría de sabuesos, tras haber perseguido en
vano una liebre, regresa humillada a su amo, con el hocico gacho y el
rabo entre las piernas, así, en aquella desbarajustada noche, regresaban
los bravos al castillejo de don Rodrigo. El caminaba de un lado para
otro, en la oscuridad, por un camaranchón deshabitado del último piso,
que daba a la explanada. De vez en cuando se detenía, aguzaba el oído,
miraba por las rendijas de los postigos carcomidos, lleno de impaciencia
y no libre de inquietud, no sólo por lo incierto del resultado, sino
también por sus posibles consecuencias; pues era la empresa más grave y
arriesgada en que el buen hombre había puesto mano hasta entonces. Se
tranquilizaba, sin embargo, con la idea de las precauciones tomadas para
destruir los indicios, si no las sospechas.
(...)
- Creo, mi señor, haber dado pruebas...
- ¡Entonces!
- Entonces -replicó resueltamente el Griso, acorralado
de este modo-, entonces haga cuenta vuestra señoría de que no he dicho nada:
corazón de león, piernas de liebre, y a la orden para partir.
Alessandro Manzoni (Italia, 1785-1873).
La ilustración corresponde al diálogo entre Rodrigo y El Griso en el capítulo XI, por Francesco Gonin.
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