(Fragmento)
A las seis de la tarde
No
puedo decir que me sienta aligerado ni contento; al contrario, eso me aplasta.
Sólo que alcancé mi objetivo: sé lo que quería saber; he comprendido todo
lo que me sucedió desde el mes de enero. La Náusea no me ha abandonado y no
creo que me abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad
ni un acceso pasajero: soy yo.
Bueno,
hace un rato estaba yo en el Jardín público. La raíz del castaño se hundía
en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una raíz.
Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus
modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie.
Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa
negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces
tuve esa iluminación.
Me
cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería
decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar
con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto
blanco, allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la
gaviota era una “gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí,
alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras
sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse de
que, cuando creía pensar en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o más
exactamente una palabra en la cabeza, la palabra “ser” O pensaba... ¿cómo decirlo?
Pensaba la pertenencia, me decía que el mar pertenecía a la clase de los
objetos verdes o que el verde formaba parte de las cualidades del mar. Aun mirando
las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me presentaban como
un decorado. Las tomaba en mis manos, me servían como instrumentos, preveía sus
resistencias. Pero todo esto pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado
qué era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada, exactamente
una forma vacía que se agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su
naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió
de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría abstracta;
era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en existencia. O
más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido;
la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un
barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas, en
desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena.
Jean Paul Sartre (Francia, 1905-1980).
Obtuvo el premio Nobel en 1964.
(Traducido al español por Aurora Bernárdez).
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