"Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la campana mayor."
(Fragmento)
Después
sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre
de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le
cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la
noche.
- Yo.
Yo vi morir a doña Susanita.
- ¿Qué
dices, Dorotea?
- Lo
que te acabo de decir.
Al
alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del
8 de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la
campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la
misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde
vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les
avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido.
Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la
Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el
mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las
campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que
aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban
para oír lo que querían decir. «¿Qué habrá pasado?», se preguntaban.
A
los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido
de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya
cascadas, con un sonar hueco como de cántaro.
- Se
ha muerto doña Susana.
- ¿Muerto?
¿Quién?
- La
señora.
- ¿La
tuya?
- La
de Pedro Páramo.
Comenzó
a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían
como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo,
con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran
mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas.
Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de
jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba
trabajo dar un paso por el pueblo.
Las
campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender
que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran;
antes, por el contrario, siguieron llegando más.
Juan Rulfo (México, 1917-1986).
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