(Fragmentos)
Vera le pidió que cantara una canción de sus años de
estudiante y él le cantó Knaster, den gelben, pero terminó con una nota falsa.
Estaba como borracho. Entre tanto, se levantó un fuerte viento, se alzaron olas
bastante grandes y la barca dio ligeramente de banda; las golondrinas
revoloteaban a nuestro alrededor a muy poca altura. Cambiamos de vela y
empezamos a dar bordadas. De pronto sopló una violenta ráfaga de viento. No
tuvimos tiempo de enderezar la embarcación: una ola saltó por encima de la
borda y la barca se llenó de agua. En ese momento, el alemán dejó constancia de
su valor: me arrancó la maroma de las manos y puso la vela en la posición
adecuada, al tiempo que decía: “¡Así se hace en Cuxhaven!” (So macht mans in
Cuxhaven!).
Vera probablemente se asustó, porque se puso pálida;
no obstante, según su costumbre, no pronunció ni una palabra, recogió el bajo
del vestido y apoyó los pies en el travesaño de la barca. De pronto me vino a
la cabeza un poema de Goethe (desde hace algún tiempo estoy bajo su influjo)…
¿Te acuerdas? “En las olas centellean millares de estrellas oscilantes”, y lo
declamé en voz alta. Cuando llegué al verso que dice: “Ojos míos, ¿por qué
miráis el suelo?”, ella levantó levemente los suyos (yo estaba sentado a menor
altura: su mirada caía sobre mí desde arriba) y contempló largo rato la
lejanía, entornando los párpados para protegerse del viento… De pronto se
desencadenó una fina llovizna, cuyos impactos en el agua produjeron un sinfín
de burbujas. Le ofrecí mi abrigo: ella se lo echó por los hombros. Nos acercamos
a la orilla, no al embarcadero, y nos dirigimos a pie hasta la casa. Yo la
llevaba del brazo. En todo momento me parecía que tenía algo que decirle; pero
callaba. No obstante, recuerdo que le pregunté por qué, cuando estaba en casa,
siempre se sentaba debajo del retrato de la señora Yeltsova, como un polluelo
bajo el ala de su madre. “Su comparación es muy apropiada -me dijo-. Nunca he
deseado salir de debajo de su ala.” “¿No ha deseado nunca salir al aire
libre?”, volví a preguntarle. Pero ella no me respondió.
(...)
Así es como me enteré de que Vera me amaba. Antes de
nada debo decirte (y tienes que creerme) que hasta ese día no sospechaba
absolutamente nada. Cierto que a veces se quedaba pensativa, algo que antes no
le sucedía; pero yo no comprendía por qué caía en esos estados. Por fin, un
día, el 7 de septiembre -un día inolvidable para mí-, sucedió lo siguiente. Ya
sabes cuánto la amaba y cómo sufría. Vagaba como una sombra, no me encontraba
bien en ningún sitio. Tenía intención de quedarme en casa, pero no fui capaz de
contenerme y fui a verla. La encontré sola en su despacho. Primkov no estaba:
se había ido de caza. Cuando entré en la habitación, Vera me miró fijamente y
no respondió a mi saludo. Estaba sentada al pie de la ventana; en sus rodillas
descansaba un libro que reconocí al instante: era mi ejemplar de Fausto. Su
rostro expresaba cansancio. Me senté enfrente de ella. Me pidió que le leyera
en voz alta esa escena entre Fausto y Gretchen en que ella le pregunta si cree
en Dios. Cogí el libro y me puse a leer. Cuando terminé, me la quedé mirando.
Con la cabeza reclinada en el respaldo del sillón y los brazos cruzados sobe el
pecho, tenía los ojos clavados en mí.
Iván Turguéniev (Rusia, 1818-1883).
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