miércoles, 7 de septiembre de 2022

Golondrinas en septiembre: FAUSTO, de Iván Turguéniev

"... las golondrinas revoloteaban a nuestro alrededor a muy poca altura."

(Fragmentos)

Vera le pidió que cantara una canción de sus años de estudiante y él le cantó Knaster, den gelben, pero terminó con una nota falsa. Estaba como borracho. Entre tanto, se levantó un fuerte viento, se alzaron olas bastante grandes y la barca dio ligeramente de banda; las golondrinas revoloteaban a nuestro alrededor a muy poca altura. Cambiamos de vela y empezamos a dar bordadas. De pronto sopló una violenta ráfaga de viento. No tuvimos tiempo de enderezar la embarcación: una ola saltó por encima de la borda y la barca se llenó de agua. En ese momento, el alemán dejó constancia de su valor: me arrancó la maroma de las manos y puso la vela en la posición adecuada, al tiempo que decía: “¡Así se hace en Cuxhaven!” (So macht mans in Cuxhaven!).

Vera probablemente se asustó, porque se puso pálida; no obstante, según su costumbre, no pronunció ni una palabra, recogió el bajo del vestido y apoyó los pies en el travesaño de la barca. De pronto me vino a la cabeza un poema de Goethe (desde hace algún tiempo estoy bajo su influjo)… ¿Te acuerdas? “En las olas centellean millares de estrellas oscilantes”, y lo declamé en voz alta. Cuando llegué al verso que dice: “Ojos míos, ¿por qué miráis el suelo?”, ella levantó levemente los suyos (yo estaba sentado a menor altura: su mirada caía sobre mí desde arriba) y contempló largo rato la lejanía, entornando los párpados para protegerse del viento… De pronto se desencadenó una fina llovizna, cuyos impactos en el agua produjeron un sinfín de burbujas. Le ofrecí mi abrigo: ella se lo echó por los hombros. Nos acercamos a la orilla, no al embarcadero, y nos dirigimos a pie hasta la casa. Yo la llevaba del brazo. En todo momento me parecía que tenía algo que decirle; pero callaba. No obstante, recuerdo que le pregunté por qué, cuando estaba en casa, siempre se sentaba debajo del retrato de la señora Yeltsova, como un polluelo bajo el ala de su madre. “Su comparación es muy apropiada -me dijo-. Nunca he deseado salir de debajo de su ala.” “¿No ha deseado nunca salir al aire libre?”, volví a preguntarle. Pero ella no me respondió.

(...)

Así es como me enteré de que Vera me amaba. Antes de nada debo decirte (y tienes que creerme) que hasta ese día no sospechaba absolutamente nada. Cierto que a veces se quedaba pensativa, algo que antes no le sucedía; pero yo no comprendía por qué caía en esos estados. Por fin, un día, el 7 de septiembre -un día inolvidable para mí-, sucedió lo siguiente. Ya sabes cuánto la amaba y cómo sufría. Vagaba como una sombra, no me encontraba bien en ningún sitio. Tenía intención de quedarme en casa, pero no fui capaz de contenerme y fui a verla. La encontré sola en su despacho. Primkov no estaba: se había ido de caza. Cuando entré en la habitación, Vera me miró fijamente y no respondió a mi saludo. Estaba sentada al pie de la ventana; en sus rodillas descansaba un libro que reconocí al instante: era mi ejemplar de Fausto. Su rostro expresaba cansancio. Me senté enfrente de ella. Me pidió que le leyera en voz alta esa escena entre Fausto y Gretchen en que ella le pregunta si cree en Dios. Cogí el libro y me puse a leer. Cuando terminé, me la quedé mirando. Con la cabeza reclinada en el respaldo del sillón y los brazos cruzados sobe el pecho, tenía los ojos clavados en mí.

Iván Turguéniev (Rusia, 1818-1883).

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