"... con un gesto del que no fui dueña porque ya no lo era de mí, mis dedos raudos arrancaron la máscara..."
(Fragmento del capítulo XIII: La lira de Apolo)
«Y me dijo: “Cantemos ópera, Christine Daaé”, como si me lanzase una injuria.
»Mas no tuve tiempo de pensar en la intención que había dado a sus palabras.
Inme- diatamente empezamos el dúo de Otelo, y ya la catástrofe estaba sobre nuestras
cabezas. En esa ocasión me otorgó el papel de Desdémona, que canté con una
desesperación y un terror reales que nunca había alcanzado hasta ese día. La vecindad
de semejante compañero, en lugar de anonadarme, me inspiraba un terror magnífico.
Los sucesos de que yo era víctima me acercaban de forma singular al pensamiento
del poeta y encontré acentos que hubieran deslumbrado al músico. En cuanto a él, su
voz era atronadora, su alma vengativa se concentraba en cada sonido y aumentaba
terriblemente su potencia. El amor, los celos y el odio estallaban a nues- tro alrededor
en gritos desgarradores. La máscara negra de Erik me hacía pensar en la máscara
natural del Moro de Venecia. Era Otelo en persona. Creí que él iba a golpearme, que
yo iba a perecer bajo sus golpes…, y, sin embargo, yo no hacía ningún movimiento
para rehuirle, para evitar su furor como la tímida Desdémona. Al contrario, me
acerqué a él, atraída, fascinada, encontrándole encantos a la muerte en medio de una
pasión como aquélla; pero, antes de morir, quise conocer, para llevarme su imagen
sublime en mi última mirada, aquellos rasgos desconocidos que debían transfigurar el
fuego del arte eterno. Quise ver el rostro de la Voz e, instintivamente, con un gesto del
que no fui dueña, porque ya no lo era de mí, mis dedos raudos arran- caron la máscara...
»¡Oh! ¡Horror…! ¡Horror…! ¡Horror…!» Christine se detuvo ante aquella visión que aún parecía apartar con sus dos manos
temblorosas, mientras los ecos de la noche, igual que habían repetido el nombre de
Erik, repetían ahora tres veces el clamor: ¡Horror…! ¡Horror…! ¡Horror…! Raoul y
Christine, más estrechamente unidos todavía por el terror del relato, alzaron sus ojos
hacia las estrellas que brillaban en un cielo tranquilo y puro.
Gastón Leroux (Francia, 1868-1927).
(Traducido al español por Mauro Armiño).
La ilustración correspondiente a la escena narrada es de Annie Stegg Gerard.
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