sábado, 20 de junio de 2020

Epidemias: LA MUERTE EN VENECIA, de Thomas Mann

"En casa de sus padres, hacía muchos años, había un reloj de arena..."

(Fragmentos del capítulo V)

- ¿De manera que no hay ninguna epidemia en Venecia? -preguntó Aschenbach con voz casi imperceptible, hablando entre dientes. Los musculosos rasgos del histrión se contrajeron expresando un asombro que tenía mucho de cómico.

- ¿Una epidemia? ¿Qué epidemia va a haber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una epidemia nuestra Policía? ¡Usted bromea! ¡Una epidemia! ¡No diga usted eso! Sólo se trata de una medida de previsión policial. ¿Entiende usted? Una disposición en vista del tiempo bochornoso.

Y acabó en una serie de gestos.
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Mientras tanto, los venecianos habían terminado y desfilaban. La concurrencia los despedía con aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las manos en forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual hacía que él acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y gesticulaciones. Cuando sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salir retrocediendo, tropezara en el poste de uno de los focos. Al lastimarse así, corrió hacia la puerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara de bufón, se irguió elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia y se sumió en la oscuridad.

La gente fue dispersándose poco a poco. Tadrio había desaparecido de la balaustrada, pero el solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de granadina. La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres, hacía muchos años, había un reloj de arena... De pronto vio ante sus ojos, como con gran claridad, el frágil aparato. La arena parda y fina corría incesante por el pico de cristal, corría, monótona y silenciosa, eternamente...

Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los aconteci- mientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello partido por la mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan exótica, tan maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión ambigua. Comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin importancia seria. Disposiciones de esa naturaleza se toman a menudo para prevenir los posibles daños del calor y del siroco...»

Pero, al levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El inglés enrojeció: «Ésta es, al menos -siguió a media voz y con cierta vivacidad-, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego, en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.

Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Estos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche. La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.

Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las. grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.

Thomas Mann
(Alemán primero nacionalizado checoslovaco y más tarde estadounidense, 1875-1955).
Obtuvo el premio Nobel en 1929.

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