(Fragmento del capítulo XXI)
Así se presentaba el verano.
Sin embargo, una leve sombra había teñido de miedo y tristeza el principio de esa estación benévola. Con la primavera temprana, se había declarado en Uvac, una pequeña población en la antigua frontera turco-austriaca y ahora serbio-austriaca, una epidemia de tifus. Como el lugar se hallaba en el confín y dos de los casos estaban en el cuartel de la gendarmería, allí se encaminó el médico militar de Visegrad, el doctor Balasz, con un enfermero y las medicinas necesarias. El médico, hábil y resolutivo, tomó las medidas precisas para aislar a los enfermos y él mismo supervisó los cuidados que se les debían prestar. Gracias a ello, de las quince personas que habían enfermado, sólo fallecieron dos, y la epidemia se limitó al pueblo de Uvac y fue sofocada nada más empezar. La última persona que enfermó fue el doctor Balasz. La forma inexplicable en la que se contagió, la rapidez de la evolución, las complicaciones inesperadas y la muerte repentina, todo llevaba en sí el sello de una tragedia excepcional.
Debido al peligro de contagio, tuvieron que enterrar al joven médico en Uvac. La señora Bauer, con su marido, y unos cuantos oficiales presenciaron el funeral. Ella ordenó que en la tumba del doctor se erigiera una lápida de piedra toscamente tallada. Acto seguido abandonó la kasaba y al marido. En la ciudad se decía que había ido a un sanatorio en las inmediaciones de Viena. En realidad eran rumores que corrían entre las muchachas visegradenses, porque la gente mayor, en cuanto el peligro se desvaneció y se anularon las medidas preventivas contra la epidemia, lo olvidaron todo, al médico y a la coronela. Nuestras jóvenes sin experiencia y sin educación no sabían con exactitud qué significaba la palabra sanatorio, pero sabían bien lo que significaba que dos personas recorrieran las sendas y cerros tal como lo habían hecho hasta entonces el médico y la mujer del coronel. Por eso, al pronunciar esta palabra extranjera en las conversaciones íntimas entre amigas, cuando hablaban de la pareja forastera, les gustaba imaginar eso que llamaban sanatorio como un lugar misterioso, lejano y triste, en el que las bellas mujeres pecadoras expiaban su amor prohibido.
Sin embargo, una leve sombra había teñido de miedo y tristeza el principio de esa estación benévola. Con la primavera temprana, se había declarado en Uvac, una pequeña población en la antigua frontera turco-austriaca y ahora serbio-austriaca, una epidemia de tifus. Como el lugar se hallaba en el confín y dos de los casos estaban en el cuartel de la gendarmería, allí se encaminó el médico militar de Visegrad, el doctor Balasz, con un enfermero y las medicinas necesarias. El médico, hábil y resolutivo, tomó las medidas precisas para aislar a los enfermos y él mismo supervisó los cuidados que se les debían prestar. Gracias a ello, de las quince personas que habían enfermado, sólo fallecieron dos, y la epidemia se limitó al pueblo de Uvac y fue sofocada nada más empezar. La última persona que enfermó fue el doctor Balasz. La forma inexplicable en la que se contagió, la rapidez de la evolución, las complicaciones inesperadas y la muerte repentina, todo llevaba en sí el sello de una tragedia excepcional.
Debido al peligro de contagio, tuvieron que enterrar al joven médico en Uvac. La señora Bauer, con su marido, y unos cuantos oficiales presenciaron el funeral. Ella ordenó que en la tumba del doctor se erigiera una lápida de piedra toscamente tallada. Acto seguido abandonó la kasaba y al marido. En la ciudad se decía que había ido a un sanatorio en las inmediaciones de Viena. En realidad eran rumores que corrían entre las muchachas visegradenses, porque la gente mayor, en cuanto el peligro se desvaneció y se anularon las medidas preventivas contra la epidemia, lo olvidaron todo, al médico y a la coronela. Nuestras jóvenes sin experiencia y sin educación no sabían con exactitud qué significaba la palabra sanatorio, pero sabían bien lo que significaba que dos personas recorrieran las sendas y cerros tal como lo habían hecho hasta entonces el médico y la mujer del coronel. Por eso, al pronunciar esta palabra extranjera en las conversaciones íntimas entre amigas, cuando hablaban de la pareja forastera, les gustaba imaginar eso que llamaban sanatorio como un lugar misterioso, lejano y triste, en el que las bellas mujeres pecadoras expiaban su amor prohibido.
Ivo Andric (Serbio nacido en Bosnia-Herzegovina, 1892-1975).
Obtuvo el premio Nobel en 1961.
(Traducido al español por Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek).
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