jueves, 31 de enero de 2019

Luna roja: DIVAGACIÓN (del poemario Mitología del olvido)

"La noche del eclipse de luna habrá de ser roja..." 

"Pone el amor un leve toque
De carmín como una leve lucecilla.
Lucecilla que a medias con la luna
Tu rostro excava en escultura inerte..."
Leopoldo Lugones en Divagación lunar.

La noche del eclipse de luna
habrá de ser roja,
no podría ser de otro color
como si su corazón reventara
después de besar al sol.
Desde el cielo en que arde la noche
el tatuaje del conejo
mira en el lago ruborizado
su reflejo tembloroso sobre el agua.
Corre el rumor entre las sombras
de que el eclipse es un beso mítico.
Habría que preguntárselo al sol.


Jules Etienne

miércoles, 30 de enero de 2019

Una luna roja en el cielo de Estambul

"De Estambul procede el nombre de la novela..."

"Te has ido apagando como un eclipse lunar, encerrada
en tu propio anillo de luz, como un espectro surgido del
sueño, como una terrible y cegadora luna roja."
 
Emin Kemal
 
Ya desde su epígrafe atribuido al escritor ficticio Emin Kemal, supuesto responsable de La Luna Roja, el autor de la novela que lleva este mismo título, Luis Leante, propone un juego de exploración literaria, en que los espejos se superponen y confrontan uno frente a otro, el verdadero autor y su alter ego, y también éste a su vez con el escritor turco al que se ha dedicado a traducir durante una buena parte de su vida y a quien percibe mucho más afín con su propia vida de lo que se hubiera imaginado. El mayor mérito de Leante es que un asunto que bien podría haber impulsado un relato complejo y abstruso, resulta disfrutable y más nítido de lo que sus premisas -narrativa y dramática- presagiaban.
 
El párrafo inicial de novela nos introduce de lleno en la historia entrelazada de ambos personajes, el escritor turco y René Kunkheim, su traductor al español:
 
"Hacía más de once años que no veía a Emin Ke­mal. Y sin embargo, mientras bajaba por la rampa del museo de la Universidad de Alicante, no podía quitarme de la cabeza su mirada de hombre derrotado. Tenía la falsa sensación de haberlo visto el día de antes. no podía ima­ginar que pocas horas después el escritor caería muerto sobre la alfombra de su estudio, quizás tras una breve ago­nía, espantado por lo que acababa de ver y oír. No, yo no podía sospechar entonces lo que iba a suceder esa misma noche, aunque no dejaba de pensar en él."
 
Kemal había alcanzado notoriedad en el mundo literario al grado de que se le había mencionado como uno de los candidatos al premio Nobel y fue después de eso que escribió La Luna Roja:
 
"Yo había terminado de traducir aquel libro inclasificable en 1990, cuando el escritor decidió quedarse en Alicante. Emin Kemal tenía entonces cincuenta y cinco años, o eso pensaba yo. Su aspecto, sin embargo, era el de un anciano. Creo que no me equivoco al afirmar que en aquel momento gozaba de la máxima popularidad en un gran número de países. Su obra estaba traducida a más de treinta idiomas, y su nombre había sonado entre los candidatos al Nobel tres años antes. Por esa razón, un libro tan hermético, tan influido por un surrealismo caduco, fue una sorpresa para los críticos y, tal vez, supuso el comien­zo del declive de su carrera. Otros, por el contrario, consi­deraban que aquel librito mezcla de novela, poesía y ele­mentos oníricos era una obra maestra."
 
Cuando muere Kemal, el protagonista comienza a estudiar la vida del escritor fallecido para descubrir que entre ellos existen una serie de paralelos. "De alguna manera reconstruye su vida a través de la del escritor", advierte Leante. "Tanto Emin Kemal como René tienen mucho de mí. Es como si me hubiera desdoblado en dos personajes opuestos, que a la vez representan dos personalidades con varios nexos en común. El libro tiene mucho de ficción pero también hay bastantes elementos de mis inicios literarios, de esa pasión por la literatura que te llega a cegar".
 
Los escenarios en que se desarrolla la acción corresponden a Estambul, Alicante y Múnich. En cuanto al título, Leante explica: "De Estambul procede el nombre de la novela, ya que responde a un café de esta ciudad que se llama Luna Roja, y al de una de las obras de Emin Kemal." La presencia femenina consiste en tres personajes: Orpa y Tuna, parejas respectivas de ambos protagonistas durante su juventud, y Derya, la viuda de Kemal, mucho más joven que él y quien procura preservar la obra de su marido.
 
Una especie de inspiración febril asalta repentinamente a Kemal: "Se encerró en su cuarto y trató de leer. Era imposible concentrarse. Esa noche, después de pasar algunas horas en un estado de enajenación, se levantó y empezó a escribir en la primera cuartilla en blanco que encontró. Puso el título de La Luna Roja, y su mano y su mente comenzaron a correr al mismo ritmo, acompasadas, lúcidas o enloquecidas de forma intermitente. Escribió dos días seguidos, sin dormir, y haciendo apenas pausas para comer o combatir los calambres. Al tercer día cayó derrotado, exhausto pero sin sueño. De nuevo volvieron los dolores de cabeza." Y es así como nace el texto de Kemal que a su vez da lugar a la trama de la novela que hemos leído: dos lunas en una misma obra, tan roja la una como la otra.
 
 
Jules Etienne

martes, 29 de enero de 2019

Luna roja: LAMENTO POR EL SUR, de Salvatore Quasimodo


La luna roja, el viento, tu color
de mujer del Norte, la extensión de nieve...
Mi corazón está en estas praderas,
en estas aguas anubladas por las nieblas.
He olvidado el mar, la grave
caracola que alientan los pastores sicilianos,
las cantilenas de los carros por los caminos
donde el algarrobo tiembla en el humo de los rastrojos,
he olvidado el paso de las garzas y las grullas
en el aire de verdes altiplanos
por las tierras y los ríos de Lombardía.
Pero el hombre grita dondequiera la suerte de una patria.
Y ya nadie me llevará al sur.
            
Oh, el Sur está cansado de arrastrar muertos
a la orilla de los pantanos de malaria,
cansado de soledad, cansado de cadenas,
cansado de su boca
por todas las blasfemias de todas las razas
que han aullado muerte con el eco de sus pozos,
que han bebido la sangre de su corazón.
Por eso sus chiquillos regresan a los montes,
apremian a los caballos bajo mantos de astros,
comen flores de acacia en las huellas

de nuevo rojas, todavía rojas, todavía rojas.
Y ya nadie me llevará al Sur .
            
Y esta tarde cargada de invierno
es aún nuestra, y te repito
mi absurdo contrapunto
de dulzura y de furores,
un lamento de amor sin amor.



Salvatore Quasimodo (Italia, 1901-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1959.
 
(Traducido al español por Marco Antonio Campos).

lunes, 28 de enero de 2019

Luna roja: MEMORIAL DEL CONVENTO, de José Saramago

"... apareció la luna, enorme, roja, recortando primero los campanarios..."
 
(Fragmento)

Estaba la noche clara y fría. Mientras subían la ladera hacia el alto de la Vela apareció la luna, enorme, roja, recortando primero los campanarios, los alzados irregulares de las paredes más altas, y, allá atrás, el rebaje del monte que tantos trabajos causó y tanta pólvora había consumido. Y Baltasar dijo, Mañana voy a ver cómo está la máquina, han pasado seis meses desde la última vez, Iré contigo, No vale la pena, salgo temprano, si no tengo mucho que remendar estaré de vuelta por la noche, es mejor ir ahora, después empiezan las fiestas de la consagración, y si le da por llover quedan imposibles los caminos, Ten cuidado, No te preocupes, a mí no me asaltan ladrones ni me muerden lobos, No hablo de ladrones ni de lobos, Entonces, de qué, Hablo de la máquina, Siempre me dices que vaya con cuidado, más cuidado no puedo tener, Tengámoslo todos, no te olvides, Calma, mujer, que mi día no ha llegado aún, No me calmo, porque ése es día que llega siempre.
 
Habían subido a la gran explanada ante la iglesia, cuyo cuerpo rompía la línea del suelo, cielo arriba aislado de la restante obra. Lo que había de ser palacio era todavía, y apenas, piso de tierra a un lado y otro, donde se ven unas construcciones de madera que servirán para las ceremonias que allí van a celebrarse. Parecía imposible que tantos años de trabajo, trece, mostraran tan poco resultado, una iglesia inacabada, un convento que, en las dos alas, está levantado hasta el segundo piso, el resto poco más que la altura de los portales del primero, en total cuarenta celdas acabadas, en vez de las trescientas que hay que hacer. Parece poco y es mucho, si no demasiado. Una hormiga va a la era y coge una pajita. De allí al hormiguero hay diez metros, menos de veinte pasos de hombre. Pero quien va a llevar la paja es una hormiga, no un hombre. Pues bien, el mal de esta obra de Mafra es haber puesto en ella hombres a trabajar y no gigantes, y si con estas y otras obras pasadas y futuras se quiere probar que también el hombre es capaz de hacer trabajo de gigantes, entonces acéptese que tarde el tiempo que tardan las hormigas, todas las cosas tienen que ser entendidas en su justa proporción, los hormigueros y los conventos, la losa y la pajita.
 
 
José Saramago (Portugués fallecido en España, 1922-2010).
Obtuvo el premio Nobel en 1998.
 
(Traducido al español por Basilio Losada).

domingo, 27 de enero de 2019

Luna roja: CANTO GENERAL, de Pablo Neruda

"... tu corazón sonámbulo que canta bajo las redes rojas de la luna."

XIII: Los puertos

(Fragmento)

Acapulco, cortado como una piedra azul,
     cuando despierta, el mar amanece en tu puerta
     irisado y bordado como una caracola,
     y entre tus piedras pasan peces como relámpagos
     que palpitan cargados por el fulgor marino.
     Eres la luz completa, sin párpados, el día
     desnudo, balanceado como una flor de arena,
     entre la infinidad extendida del agua
     y la altura encendida con lámparas de arcilla.
     Junto a ti las lagunas me dieron el amor
     de la tarde caliente con bestias y manglares,
     los nidos como nudos en las ramas de donde
     el vuelo de las garzas elevaba la espuma,
     y en el agua escarlata como un crimen hervía
     un pueblo encarcelado de bocas y raíces.
     Topolobampo, apenas trazado en las orillas
     de la dulce y desnuda California marina,
     Mazatlán estrellado, puerto de noche, escucho
     las olas que golpean tu pobreza
     y tus constelaciones, el latido
     de tus apasionados orfeones,
     tu corazón sonámbulo que canta
     bajo las redes rojas de la luna.
 
 
Pablo Neruda: Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto (Chile, 1904-1973).
Obtuvo el premio Nobel en 1971.

sábado, 26 de enero de 2019

Luna roja: EL LOBO, de Hermann Hesse

"Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba pausadamente en el cielo turbio."
 
Nunca las montañas francesas habían sufrido un invierno tan largo y frío. Desde hacía semanas el aire era diáfano y helado. De día, los grandes glaciares inclinados se extendían infinitos y de un blanco mate bajo el cielo de color azul muy vivo; de noche, la luna, clara y pequeña, pasaba por encima de ellos; una luna gélida, con brillo amarillento, cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieve, parecía la materialización misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, y especialmente las cumbres; ateridos y maldicientes, permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas brillaban enrojecidas y luego se extinguían, por la noche, de manera turbia y nebulosa, bajo el reflejo azulado de la luna.
 
Eran tiempos difíciles para los animales de la región. Un gran número entre los más pequeños, había perecido congelado; también las aves sucumbían a la helada, y los magros cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero también éstos pasaban terribles penalidades a causa del frío y el hambre. Sólo unas cuantas familias de lobos habitaban la región y la necesidad los empujó a estrechar sus vínculos. Se pasaron días andando solos. Aquí y allá, uno de ellos avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su sombra esbelta se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía al viento su hocico puntiagudo, husmeando, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Por la noche se juntaban todos y rodeaban las aldeas con sus roncos aullidos. En ellas, el ganado y las aves de corral se encontraban bien protegidos y, tras los sólidos postigos, había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían algún pequeño botín, como un perro, pero ya habían sido abatidos dos miembros de la manada.
 
El frío persistía. A menudo, los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros y acechaban ansiosos el yermo sin vida, hasta que alguno de ellos, atormentado por el martirio del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Entonces, los demás volvían hacia él sus hocicos y estallaban todos juntos en un mismo alarido, aterrador y lúgubre.
 
Finalmente, el grupo más pequeño de la manada se decidió a emigrar. Abandonaron sus guaridas de madrugada, llenos de excitación y miedo olfatearon el aire helado. Después partieron con trote rápido y regular. Los que se quedaban los siguieron con los ojos muy abiertos y vidriosos, trotaron tras ellos unos cuantos pasos pero se detuvieron indecisos y desconcertados, lentamente fueron regresando a sus guaridas vacías.
 
Los viajeros se separaron al llegar el mediodía. Tres de ellos se dirigieron al este, rumbo al Jura suizo, los demás continuaron hacia el sur. Aquellos tres eran unos ejamplares hermosos y fuertes, aunque desmedrados. Sus vientres estrechos y de color claro, eran delgados como una correa; las costillas sobresalían de modo lamentable; sus fauces secas, los ojos abiertos y exasperados. Juntos penetraron al Jura, y al segundo día victimaron un carnero; al tercer día, un perro y un potro; pronto se vieron acosados en todas partes por la furiosa población campesina. En la comarca, abundante en aldeas y ciudades pequeñas, cundió el pánico ante la intromisión de aquellos inesperados forasteros. Los trineos del servicio postal fueron armados y nadie podía trasladarse de un pueblo a otro sin fusil. En una región desconocida para ellos, después de un botín tan suculento, los tres animales se sentían confortables y amedrentados a la vez; eso los volvió más temerarios que nunca y penetraron en el establo de una hacienda a plena luz del día. Bramidos de vacas y jadeos de caballos anhelantes colmaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos de ellos sucumbieron; uno con el cuello atravesado por la bala de un fusil; el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. Permaneció largo tiempo exhausto en el suelo. Círculos de un rojo sangriento flotaban como un remolino ante sus ojos, y de vez en cuando emitía un doloroso gemido sibilante: un hachazo le había alcanzado el lomo. Sin embargo, se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces pudo darse cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni casas por parte alguna.
 
Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como la sed le atormentaba arrancó pequeños bocados de la dura costra helada de la superficie. Al otro lado de la montaña se topó enseguida con una aldea. Caía la noche. Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, dejándose guiar por el olor a establos calientes.
 
No había nadie en la calle. Con temor y codicia, anduvo merodeando por entre las casas. Sonó un disparo. Levantaba la cabeza y tomaba impulso para echar a correr, cuando estalló un segundo disparo. Le había alcanzado. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los costados y la sangre caía persistente en gruesas gotas. No obstante, consiguió escapar a grandes saltos y alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho y oyó voces, levantó los ojos hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y de difícil ascenso, pero no tenía otra alternativa. Abajo, una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas, se extendía por la montaña. El lobo herido, jadeante, se enfilaba tembloroso en la penumbra a través del bosque de abetos, mientras la sangre parduzca goteaba pesada de su flanco.
 
El frío había disminuido. Al oeste, el cielo aparecía nebuloso y anunciaba una nevada. Al fin, el agotado animal llegó a la cumbre. Estaba sobre una gran extensión nevada, que se inclinaba ligeramente, cerca del monte Crosin, muy por encima de la aldea a la que había escapado. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y sofocado que provenía de la herida. Un ladrido ronco y enfermizo brotaba de su hocico colgante; el corazón le palpitaba de manera pesada y dolorosa, sentía la mano de la muerte oprimiéndole como una carga indecible, difícil de soportar. Le atrajo un abeto de ancho ramaje, separado de los demás. Allí se sentó para dirigar una mirada borrosa a la noche nevada. Transcurrió media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz suave, extraña, de un rojo tenue. El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba pausadamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no era tan grande y rojiza. Los ojos del animal agonizante se clavaban con tristeza en el opaco disco lunar, y de nuevo un débil aullido resonó como un estertor, sordo y penoso, en la noche.
 
Se aproximaron pasos y luces. Campesinos embutidos en gruesos capotes, cazadores con gorros de piel y pesadas polainas, venían pisando la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto al lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros, que erraron el blanco. Luego advirtieron que ya estaba muriendo y le cayeron con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.
 
Con los miembros destrozados, lo bajaron arrastrando hasta St. Immer. Reían, se ufanaban, se prometían unos buenos vasos de aguardiente y café, cantaban, renegaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna que flotaba roja sobre el Chasseral y cuya tenue luz se reflejaba en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.
 
 
Hermann Hesse (Alemania, 1877-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1946.

viernes, 25 de enero de 2019

Luna roja: SILENCIO (una fábula), de Edgar Allan Poe

"De pronto, a través del leve velo de la oscura niebla, se levantó la luna. Una luna roja."
 
Las cumbres de la montaña dormitan;
Los valles, los peñascos y las cuevas están en silencio.”
Aloman
 
- Escúchame -dijo el demonio, poniendo su mano sobre mi cabeza-. El país que te digo es una región lúgubre. Se encuentra en Libia, junto a las orillas del Zaire. Allí no existe descanso ni el silencio.
 
Las aguas del río son de un tinte azafranado y lívido. No corren hacia el mar, sino que eternamente se agitan, bajo la pupila roja del sol, con un movimiento convulsivo y tumultuoso. A ambas orillas de este río de fangoso cauce se extiende, en una distancia de muchas millas, un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Uno contra otro, se muestran como anhelantes en esta soledad, y dirigen hacia el cielo sus largos cuellos fantasmales. Inclinan, a un lado y otro, sus perennes corolas y de ellos sale un rumor confuso parecido al reflujo de un torrente subterráneo. Inclinándose uno hacia el otro, suspiran; pero se halla una frontera en su imperio, y ésta es una selva densa y oscura.
 
A semejanza de las olas en torno de las islas Hébridas, los árboles están en perpetua agitación, y no sopla viento alguno en el cielo. Los enormes árboles primitivos se balancean continuamente, cediendo con un estrépito impresionante. Desde sus altas copas, llorando gota a gota, se filtra un inacabable rocío. Extrañas flores venenosas se retuercen a sus pies en un perpetuo duermevela. Y sobre sus copos, provocando un suave eco, nubes de plomo se precipitan hacia el oeste, hasta que como una catarata se vierten detrás del muro ardiendo del horizonte. Pero a pesar de ello, repito, no hay fuerte viento, y a ambas orillas del Zaire, no existe el silencio ni la calma.
 
Era de noche y caía la lluvia. Y cuando caía, era lluvia; pero caída ya, parecía sangre.
 
Estaba en medio de la marisma, y cerca de los nenúfares gigantescos, y caía la lluvia sobre mi cabeza, en tanto suspiraban los nenúfares. El cuadro era de una desolación solemne.  De pronto, a través del leve velo de la oscura niebla, se levantó la luna. Una luna roja. Y mis ojos se fijaron entonces en una gran roca gris que se alzaba en la margen del río y a la que aquélla iluminaba. La roca era gris, siniestra, altísima...
 
En ella había unos caracteres grabados. Avancé hacia ella por la larga marisma de nenúfares, hasta que me encontré próximo a la orilla, para poder leer aquellos caracteres grabados en la piedra. Pero no podía descifrarlos. Decidí retroceder, y la luna brilló entonces con un rojo más vivo. Me volví y miré otra vez hacia la roca. Volví a mirar los caracteres. Y finalmente, pude leer esta palabra: DESOLACIÓN.
 
Miré hacia arriba. En lo alto de la roca había un hombre en pie. Para espiar sus acciones, me escondí entre los nenúfares...
 
El hombre era imponente, mayestático, y desde los hombros hasta los pies, vestía la toga de la antigua Roma. Su silueta era indistinta, pero sus rasgos eran los de la divinidad. Porque, a pesar de las sombras de la noche y de la niebla, sus rasgos faciales fulguraban. Su frente era ancha y reflexiva, y los ojos aparecieron nublados por las cavilaciones. En las arrugas de sus mejillas se veían las imágenes del tedio, el cansancio y el disgusto por la humanidad, a la vez que un gran deseo de soledad.
 
Sentado sobre la roca, el hombre apoyó en sus manos la cabeza y paseó su mirada por la desolación que le rodeaba. Contempló los arbustos siempre inquietos, así como los árboles, grandes y primitivos. Miró a lo alto, a las nubes y a la luna roja. Y yo, escondido al amparo de los nenúfares, no perdía ninguno de sus actos, pudiendo apreciar cómo temblaba el hombre en medio de la soledad. Así avanzaba la noche, pero él permanecía sentado sobre la roca.
 
Apartó del cielo su mirada para fijarla sobre el lúgubre Zaire, siguiendo con la vista ojos las aguas amarillas y las legiones pálidas de nenúfares. Parecía escuchar los suspiros de éstos y el murmullo que se alzaba de las aguas. Desde mi escondite seguí observando los movimientos del hombre. Vi cómo continuaba temblando en la soledad. Avanzaba más y más la noche, pero el hombre permanecía sentado sobre la roca.
 
Me abismé en las simas remotas de la marisma, y anduve a través del bosque susurrante de nenúfares. Llamé a los hipopótamos que vivían en aquellas profundidades y las bestias escucharon mi llamado, viniendo hasta la roca, rugiendo, sonora y espantosamente. Todo bajo la luna.
 
Maldije a los elementos. Y una tempestad horrible se formó en el cielo. Allí donde apenas momentos antes corría un soplo de brisa.  El cielo se volvió lívido bajo la violencia de la tempestad, azotaba la lluvia la cabeza del hombre, y se desbordaban las olas del río. Éste, torturado, saltaba rizado en espuma. Y crujían los nenúfares en sus tallos.  El bosque se agitaba al viento. Se derrumbaba el trueno. Centelleaba el relámpago. Y el hombre, amo siempre, temblaba en la soledad, sentado sobre la roca.  Irritado, maldije con la maldición del silencio; maldije al río y los nenúfares, al viento y al bosque, al cielo y al trueno, a los suspiros de los nenúfares...
 
Entonces se tornaron mudos. Y cesó la luna su lenta ruta por el cielo.  El trueno expiró y no centelleó el relámpago. Se quedaron quietas las nubes, descendieron las aguas de sus lecho y los árboles cesaron de agitarse. Ya no suspiraron los nenúfares. No se elevaba el menor rumor, ni la sombra de un sonido, en todo aquel gran desierto sin límites.  Volví a leer los caracteres grabados sobre la roca. Habían cambiado. Ahora decían esta palabra: SILENCIO.
 
Fijé mis ojos en el rostro del hombre. Estaba pálido de miedo. Levantó apresuradamente la cabeza que tenía entre las manos y se incorporó sobre la roca. Aguzó, entonces, los oídos. Pero en todo aquel desierto sin límites no se oyó voz alguna. Y los caracteres grabados sobre la roca seguían diciendo: SILENCIO.  El hombre se estremeció y se volvió de espaldas. Y huyó lejos, muy lejos. Apresuradamente. Y ya no le vi más.

 * * *

Se encuentran bellos cuentos en los libros de magia, en los tétricos libros de los magos, en esos libros que están encuadernados en piel. Digo que hay allí magníficas historias del cielo y de la tierra, así del fiero mar como de los genios que han reinado sobre él; sobre la castigada tierra y acerca del cielo sublime. Hay, asimismo, gran sabiduría en las palabras que han sido dictadas por las sibilas. Y sagradas cosas fueron escuchadas en otro tiempo por las hojas sombrías que temblaban alrededor de Dodona...  Pero, tan cierto como que Alá está vivo, considero a esta fábula, que el demonio me hizo ver cuando se sentó a mi lado en la sombra del sepulcro, como la más maravillosa de todas.

Y cuando el demonio hubo concluido de guiarme, se hundió en las profundidades del mismo sepulcro y comenzó a reír.  Yo no pude reír con él, provocando sus maldiciones. Y el búho, que continúa en el sepulcro por toda la eternidad, salió de él, y se puso a los pies del demonio, y le miró a la cara fijamente. 


Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849).

jueves, 24 de enero de 2019

LUNA ROJA, de Roberto Arlt

"... la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre."

(Fragmento)
 
Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.
 
Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escar- latas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.
 
No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.
 
Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillo- tinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.
 
Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitrales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.
 
A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.
 
De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una san- grienta y pastosa emanación de matadero.
 
La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
 

Roberto Arlt (Argentina, 1900-1942).
 
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva.

miércoles, 23 de enero de 2019

Luna roja: POLARIS, de H. P. Lovecraft

"... percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda..." 

(Fragmento)

Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
 
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
 
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
 
"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta".
 
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando.
 
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".
 
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.
 
 
Howard Philips Lovecraft (Estados Unidos, 1890-1937). 

martes, 22 de enero de 2019

Luna roja: LA TÍA TULA, de Miguel de Unamuno

"Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca..."

(Fragmento del capítulo XI)
 
- ¡Mira qué hermosura! -exclamó Gertrudis una tarde, al ocaso, en que estaban sentados frente al mar.

Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante.

- ¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas? -dijo Ramiro-; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?
 
- No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella .... es lo inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo intangible...

- Y siempre nos da la misma cara..., esa cara tan triste y tan seria..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la oscurece del todo y otras veces parece una hoz...

- Sí -y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así––; siempre enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el otro lado..., cuál será su otra cara...

- Y eso añade a su misterio...

- Puede ser..., puede ser... Me explico que alguien anhele legar a la luna..., ¡lo imposible!..., para ver cómo es por el otro lado..., para conocer y explorar su otra
cara...

- La oscura...

- ¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es luna llena de la otra parte...

- ¿Para quién?

- ¿Cómo para quién?

- Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?

- Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que hablemos estas tonterías?

- Pues bien, mira, Tula...

- ¡Rosita!

Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna.


Miguel de Unamuno (España, 1864-1936).

lunes, 21 de enero de 2019

Luna roja: EL BESO, de Antón Chéjov

"Una luna roja se reflejaba en la orilla izquierda; algunas pequeñas olas atravesaban su reflejo..."
 
(Fragmento)

En la otra orilla todo el cielo estaba cubierto de un tinte purpúreo. Empezaba a salir la luna; dos mujeres, hablando en voz alta, caminaban por una huerta y arrancaban hojas de repollo; detrás de las huertas se adivinaban las negras siluetas de algunas isbas… En la orilla por la que él caminaba, todo tenía el mismo aspecto que en el mes de mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre las aguas… pero ya no se oía el canto de aquel valeroso ruiseñor ni olía a álamo y a hierba fresca.
 
Al llegar al jardín, Riabóvich se quedó mirando el portón. En el interior todo era oscuridad y silencio… Sólo se veían los blancos troncos de los abedules más próximos y un fragmento de la avenida; todo lo demás se había fundido en una masa negra. Riabóvich aguzó el oído y la vista, pero al cabo de un cuarto de hora, al no escuchar ningún sonido ni vislumbrar ninguna luz, se dio la vuelta…
 
Se acercó al río. La caseta de baño del general y algunas toallas colgadas del pretil del puentecillo destacaban como manchas blancas… Se inclinó sobre el puente y pasó la mano por una toalla áspera y fría. Miró las aguas… El río fluía de prisa, dejando un leve rumor junto a los pilotes de la caseta de baño. Una luna roja se reflejaba en la orilla izquierda; algunas pequeñas olas atravesaban su reflejo, lo estiraban y lo quebraban en pedazos, como si quisieran llevárselo…
 
  
Antón Chéjov: Anton Pavlovich Chekhov
(Ruso fallecido en Alemania, 1860-1904). 

domingo, 20 de enero de 2019

Luna roja: ALEGRÍA INTERIOR, de José Hierro

"A veces alza en mí su luna roja (...) que de sus verdores el árbol de mi vida se despoja..."
 
En mí la siento aunque se esconde. Moja
mis oscuros caminos interiores.
Quién sabe cuántos mágicos rumores
sobre el sombrío corazón deshoja.


A veces alza en mí su luna roja
o me reclina sobre extrañas flores.
Dicen que ha muerto, que de sus verdores
el árbol de mi vida se despoja.


Sé que no ha muerto, porque vivo. Tomo,
en el oculto reino en que se esconde,
la espiga de su mano verdadera.


Dirán que he muerto, y yo no muero.¿Cómo
podría ser así, decidme, dónde
podría ella reinar si yo muriera?
 
 
José Hierro (España. 1922-2002).

viernes, 18 de enero de 2019

Ultima Thule: A ISLANDIA, de Jorge Luis Borges

"Eres la más remota y la más íntima, Última Thule, Islandia de las naves..."
 
De las regiones de la hermosa tierra
Que mi carne y su sombra han fatigado
Eres la más remota y la más íntima,
Última Thule, Islandia de las naves,
Del terco arado y del constante remo,
De las tendidas redes marineras,
De esa curiosa luz de tarde inmóvil
Que efunde el vago cielo desde el alba
Y del viento que busca los perdidos
Velámenes del viking. Tierra sacra
Que fuiste la memoria de Germania
Y rescataste su mitología
De una selva de hierro y de su lobo
Y de la nave que los dioses temen,
Labrada con las uñas de los muertos.
Islandia, te he soñado largamente
Desde aquella mañana en que mi padre
Le dio al niño que he sido y que no ha muerto
Una versión de la Völsunga Saga
Que ahora está descifrando mi penumbra
Con la ayuda del lento diccionario.
Cuando el cuerpo se cansa de su hombre,
Cuando el fuego declina y ya es ceniza,
Bien está el resignado aprendizaje
De una empresa infinita; yo he elegido
El de tu lengua, ese latín del Norte
Que abarcó las estepas y los mares
De un hemisferio y resonó en Bizancio
Y en las márgenes vírgenes de América.
Sé que no lo sabré, pero me esperan
Los eventuales dones de la busca,
No el fruto sabiamente inalcanzable.
Lo mismo sentirán quienes indagan
Los astros o la serie de los números...
Sólo el amor, el ignorante amor, Islandia.
 
 
Jorge Luis Borges (Argentino fallecido en Suiza, 1899-1986).

miércoles, 16 de enero de 2019

ULTIMA THULE, de Vladimir Nabokov

 
"... su reino, entre las nieblas marítimas, en una isla remota y melancólica..."

(Fragmento)

Tú lo entiendes, desde luego. En la condición en la que yo me encontraba, la gente sin imaginación, quiero decir carente de su apoyo y de su espíritu inquisitivo, recurre a los reclamos de todo tipo de prodigios milagrosos; a los quirománticos de turbantes dramáticos que combinan sus destrezas mercantilistas en el mundo de la magia con los negocios de matarratas o de condones; a gordas y atezadas adivinas; pero especialmente a los espiritistas, que simulan una fuerza todavía sin identificar concediéndole los rasgos lechosos de un fantasma que consiguen que se manifieste en estúpidas formas físicas. Pero yo tengo mi cota de imaginación, y por lo tanto se abrían ante mí dos posibilidades: la primera era mi trabajo, mi arte, el consuelo que me proporciona mi arte; la segunda consistía en dar el salto y creer que una persona como Falter, bastante común en realidad, e incluso un tanto vulgar, a pesar de los juegos de salón de su ingeniosa mente, había llegado a conocer real y de modo concluyente aquello que ningún vidente, ningún brujo había alcanzado jamás.

¿Mi arte? Te acuerdas, ¿no es cierto?, de aquel extraño sueco o danés —o quizá islandés en lo que a mí respecta—, en cualquier caso aquel tipo rubio larguirucho, de tez anaranjada con pestañas de caballo viejo que se presentó como «un conocido escritor» y que, por un precio que te alegró (ya estabas confinada en la cama sin poder hablar, pero todavía me escribías notas divertidas con tiza en una pizarra, por ejemplo que las cosas que más te gustaban en la vida eran «los versos, las flores silvestres y la moneda extranjera»), me encargó que hiciera una serie de ilustraciones para el poema épico Ultima Thule, que acababa de componer en su lengua. Ni que decir tiene que no venía al caso que yo me familiarizara con su manuscrito porque el francés, idioma en el que nos comunicábamos con denodado esfuerzo, sólo lo conocía de oídas, y era incapaz de traducirme sus imágenes. Conseguí tan sólo entender que su héroe era algún rey nórdico, desgraciado y huraño; que su reino, entre las nieblas marítimas, en una isla remota y melancólica estaba infestado de intrigas políticas de algún tipo, de asesinatos, de insurrecciones y que un caballo blanco que había perdido a su jinete volaba por el páramo brumoso... Le gustó mi primer bosquejo en blanco y negro, y decidimos los temas de los otros dibujos. Cuando no volvió a la semana siguiente como me había prometido, llamé a su hotel, y me enteré de que se había ido a América.

Te oculté la desaparición de mi cliente, pero no seguí con los dibujos; luego, de nuevo, te pusiste tan enferma que no me apetecía ni pensar en mi pluma dorada ni en mis trazos de tinta china. Pero tras tu muerte, cuando las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde se hicieron especialmente insoportables, entonces, con febril y dolorosa avidez, cuya conciencia provocaba lágrimas en mis ojos, continué aquel trabajo que ya no tenía destinatario, y esa carencia, precisamente, era lo que concedía valor a mi tarea; su naturaleza intangible, espectral, la falta de objetivo o de remuneración me transportaban hasta regiones como aquella en la que tú, mi objetivo fantasma, existes, mi amada, una creación terrenal tan maravillosa y querida, que nadie vendrá nunca a reclamar; y como todo me distraía de mi tarea, engañándome con la pátina de la temporalidad en lugar de con el diseño gráfico de la eternidad, atormentándome con tus huellas en la playa, con las piedras de la playa, con tu sombra azul sobre la odiosa playa luminosa, decidí volver a nuestras habitaciones de París a instalarme a trabajar en serio. Ultima Thule, aquella isla nacida en el desolado mar gris de mi congoja ante tu muerte, ejercía ahora sobre mí la atracción de un hogar donde acoger mis pensamientos inefables.


 Vladimir Nabokov (Ruso nacionalizado estadounidense, 1899-1977).

martes, 15 de enero de 2019

Ultima Thule: LOS JARDINES DE AFRODITA, de Francisco Villaespesa

"... su anhelo lanza al aire, como un halcón hambriento, tras la ideal paloma de una Thule lejana."
 
Enferma de nostalgias, la ardiente cortesana,
al rojizo crepúsculo que incendia el aposento,
su anhelo lanza al aire, como un halcón hambriento,
tras la ideal paloma de una Thule lejana.

Sueña con las ergástulas de la Roma pagana;
cruzar desnuda el Coso, la cabellera al viento,
y embriagarse de amores en el Circo sangriento
con el vino purpúreo de la vendimia humana.

Sueña... Un león celoso veloz salta a la arena,
ensangrentando el oro de su rubia melena.
Abre las rojas fauces... A la bacante mira,

salta sobre sus pechos, a su cuerpo se abraza...
¡Y ella, mientras la fiera sus carnes despedaza,
los párpados entorna y sonriendo expira!
 
 
Francisco Villaespesa (España, 1877-1936).

lunes, 14 de enero de 2019

ULTIMA THULE, de Henry Wadsworth Longfellow

"¿No son estas las Orcadas del embrujo de las tempestades...?"

 Ultima Thule: dedicatoria a G. W. G*
 
Con los vientos a favor, sobre los mares del sol
Navegamos por las Hespérides,
La tierra donde crecen las manzanas doradas;
Pero eso, ¡ah! Eso fue hace mucho tiempo.
 
Hasta dónde, desde entonces, las corrientes oceánicas
Nos han barrido, de esa tierra de sueños,
La tierra de la ficción y de la verdad,
¡La Atlantis perdida de nuestra juventud!
 
¿Adónde, eh, adónde? ¿No son estas
Las Orcadas del embrujo de las tempestades,
Donde las gaviotas gritan, y las rompientes rugen
Y naufragios y algas marinas se alinean en la orilla?
 
¡Ultima Thule! ¡La isla más lejana!
Aquí en sus bahías por un rato
arriamos nuestras velas; mientras descansamos
De la interminable búsqueda sin fin.
 
(With favouring winds, o'er sunlit seas,
We sailed for the Hesperides,
The land where golden apples grow;
But that, ah! that was long ago.

How far, since then, the ocean streams
Have swept us from that land of dreams,
That land of fiction and of truth,
The lost Atlantis of our youth!

Wither, ah, wither? Are not these
The tempest-haunted Orcades,
Where the sea-gulls scream, and breakers roar,
And wreck and sea-weed line the shore?

Ultima Thule! Utmost Isle!
Here in thy harbors for a while
We lower our sails; a while we rest
From the unending, endless quest
.)
 
 
Henry Wadsworth Longfellow (Estados Unidos, 1807-1882).
 
(Traducido del inglés por Jules Etienne).
* Las siglas de la dedicatoria, G. W. G., corresponden a George Washington Greene.
La ilustración corresponde a una de las islas del archipiélago de las Orcadas frente a la costa de Escocia.