sábado, 26 de enero de 2019

Luna roja: EL LOBO, de Hermann Hesse

"Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba pausadamente en el cielo turbio."
 
Nunca las montañas francesas habían sufrido un invierno tan largo y frío. Desde hacía semanas el aire era diáfano y helado. De día, los grandes glaciares inclinados se extendían infinitos y de un blanco mate bajo el cielo de color azul muy vivo; de noche, la luna, clara y pequeña, pasaba por encima de ellos; una luna gélida, con brillo amarillento, cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieve, parecía la materialización misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, y especialmente las cumbres; ateridos y maldicientes, permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas brillaban enrojecidas y luego se extinguían, por la noche, de manera turbia y nebulosa, bajo el reflejo azulado de la luna.
 
Eran tiempos difíciles para los animales de la región. Un gran número entre los más pequeños, había perecido congelado; también las aves sucumbían a la helada, y los magros cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero también éstos pasaban terribles penalidades a causa del frío y el hambre. Sólo unas cuantas familias de lobos habitaban la región y la necesidad los empujó a estrechar sus vínculos. Se pasaron días andando solos. Aquí y allá, uno de ellos avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su sombra esbelta se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía al viento su hocico puntiagudo, husmeando, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Por la noche se juntaban todos y rodeaban las aldeas con sus roncos aullidos. En ellas, el ganado y las aves de corral se encontraban bien protegidos y, tras los sólidos postigos, había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían algún pequeño botín, como un perro, pero ya habían sido abatidos dos miembros de la manada.
 
El frío persistía. A menudo, los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros y acechaban ansiosos el yermo sin vida, hasta que alguno de ellos, atormentado por el martirio del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Entonces, los demás volvían hacia él sus hocicos y estallaban todos juntos en un mismo alarido, aterrador y lúgubre.
 
Finalmente, el grupo más pequeño de la manada se decidió a emigrar. Abandonaron sus guaridas de madrugada, llenos de excitación y miedo olfatearon el aire helado. Después partieron con trote rápido y regular. Los que se quedaban los siguieron con los ojos muy abiertos y vidriosos, trotaron tras ellos unos cuantos pasos pero se detuvieron indecisos y desconcertados, lentamente fueron regresando a sus guaridas vacías.
 
Los viajeros se separaron al llegar el mediodía. Tres de ellos se dirigieron al este, rumbo al Jura suizo, los demás continuaron hacia el sur. Aquellos tres eran unos ejamplares hermosos y fuertes, aunque desmedrados. Sus vientres estrechos y de color claro, eran delgados como una correa; las costillas sobresalían de modo lamentable; sus fauces secas, los ojos abiertos y exasperados. Juntos penetraron al Jura, y al segundo día victimaron un carnero; al tercer día, un perro y un potro; pronto se vieron acosados en todas partes por la furiosa población campesina. En la comarca, abundante en aldeas y ciudades pequeñas, cundió el pánico ante la intromisión de aquellos inesperados forasteros. Los trineos del servicio postal fueron armados y nadie podía trasladarse de un pueblo a otro sin fusil. En una región desconocida para ellos, después de un botín tan suculento, los tres animales se sentían confortables y amedrentados a la vez; eso los volvió más temerarios que nunca y penetraron en el establo de una hacienda a plena luz del día. Bramidos de vacas y jadeos de caballos anhelantes colmaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos de ellos sucumbieron; uno con el cuello atravesado por la bala de un fusil; el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. Permaneció largo tiempo exhausto en el suelo. Círculos de un rojo sangriento flotaban como un remolino ante sus ojos, y de vez en cuando emitía un doloroso gemido sibilante: un hachazo le había alcanzado el lomo. Sin embargo, se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces pudo darse cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni casas por parte alguna.
 
Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como la sed le atormentaba arrancó pequeños bocados de la dura costra helada de la superficie. Al otro lado de la montaña se topó enseguida con una aldea. Caía la noche. Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, dejándose guiar por el olor a establos calientes.
 
No había nadie en la calle. Con temor y codicia, anduvo merodeando por entre las casas. Sonó un disparo. Levantaba la cabeza y tomaba impulso para echar a correr, cuando estalló un segundo disparo. Le había alcanzado. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los costados y la sangre caía persistente en gruesas gotas. No obstante, consiguió escapar a grandes saltos y alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho y oyó voces, levantó los ojos hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y de difícil ascenso, pero no tenía otra alternativa. Abajo, una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas, se extendía por la montaña. El lobo herido, jadeante, se enfilaba tembloroso en la penumbra a través del bosque de abetos, mientras la sangre parduzca goteaba pesada de su flanco.
 
El frío había disminuido. Al oeste, el cielo aparecía nebuloso y anunciaba una nevada. Al fin, el agotado animal llegó a la cumbre. Estaba sobre una gran extensión nevada, que se inclinaba ligeramente, cerca del monte Crosin, muy por encima de la aldea a la que había escapado. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y sofocado que provenía de la herida. Un ladrido ronco y enfermizo brotaba de su hocico colgante; el corazón le palpitaba de manera pesada y dolorosa, sentía la mano de la muerte oprimiéndole como una carga indecible, difícil de soportar. Le atrajo un abeto de ancho ramaje, separado de los demás. Allí se sentó para dirigar una mirada borrosa a la noche nevada. Transcurrió media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz suave, extraña, de un rojo tenue. El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba pausadamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no era tan grande y rojiza. Los ojos del animal agonizante se clavaban con tristeza en el opaco disco lunar, y de nuevo un débil aullido resonó como un estertor, sordo y penoso, en la noche.
 
Se aproximaron pasos y luces. Campesinos embutidos en gruesos capotes, cazadores con gorros de piel y pesadas polainas, venían pisando la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto al lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros, que erraron el blanco. Luego advirtieron que ya estaba muriendo y le cayeron con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.
 
Con los miembros destrozados, lo bajaron arrastrando hasta St. Immer. Reían, se ufanaban, se prometían unos buenos vasos de aguardiente y café, cantaban, renegaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna que flotaba roja sobre el Chasseral y cuya tenue luz se reflejaba en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.
 
 
Hermann Hesse (Alemania, 1877-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1946.

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