jueves, 11 de octubre de 2018

Otoño: NARCISO Y GOLDMUNDO, de Hermann Hesse


Párrafos sobre el otoño

(Capítulo I)

En la época en que son más cortas las noches, hacía surgir de entre la fronda los pálidos rayos verdeclaros de sus extrañas flores, cuyo áspero olor evocaba recuerdos y oprimía. Y en octubre, recogida la uva y las otras frutas, caían de su copa amarillenta, al soplo del viento del otoño, los espinosos erizos, que no todos los años llegaban a la madurez, y que los rapaces del convento se disputaban y el subprior Gregorio, oriundo de Italia, asaba en la chimenea de su celda. Exótico y tierno, el hermoso árbol mecía ante la puerta del convento su copa, huésped delicado y friolento venido de otras regiones, pariente secreto de las esbeltas y mellizas columnas de arenisca de la entrada y de los adornos, labrados en piedra, de ventanas, cornisas y pilares, amado de los italianos y otra gente latina, y pasmo, por extranjero, de los naturales del país.

(Capítulo VII)

Cierta vez, cuando ya llevaba uno o dos años de andar de camino, llegó Goldmundo a la mansión de un caballero acomodado que tenía dos hijas bellas y jóvenes. Era por los comienzos del otoño, las noches pronto serían frías, bien las había probado el otoño y el invierno anteriores; no sin inquietud pensaba en los meses que iban a venir porque en invierno era duro el peregrinar. Pidió de comer y albergue para la noche. Fue acogido con amabilidad; y como el caballero oyese decir que el forastero había hecho estudios y sabía griego, lo mandó llamar de la mesa de los criados a la propia y lo trató casi como a un igual. Las dos hijas permanecían con los ojos bajos, la mayor tenía dieciocho años, la menor apenas dieciséis: Lidia y Julia.

(Capítulo VIII)

En aquel otoño perduró largamente el follaje de los altos fresnos del patio y en el jardín siguió habiendo ámelos y rosas por mucho tiempo.

(Capítulo X)

Todo retornaba y retornaba, lo que él creía ya conocer tan bien, todo retornaba y, no obstante, era cada vez otra cosa: el largo vagar por campos y prados o por los caminos empedrados, el dormir en el bosque estival, el andar despacioso por las aldeas tras de los grupos de mozas que volvían, enlazadas de las manos, de remover el heno o de recoger el lúpulo, el primer aguacero del otoño, las primeras, malignas heladas... todo retornaba, una vez, dos veces, la colorida cinta corría inacabablemente ante sus ojos.
 
(Capítulo XIV)
 
Había transcurrido el verano. Muchos afirmaban que con el otoño, o al menos con la llegada del invierno, concluiría la epidemia. Fue aquel un otoño sin alegría.
 
(Capítulo XVI)

Aunque aquel venturoso idilio con Inés durara poco y condujera a la perdición, hoy por hoy florecía, y él no podía renunciar al menor de sus goces. No quería ver a nadie ni que le distrajeran; quería pasar al aire libre aquel plácido día de otoño, bajo los árboles y las nubes. A María le dijo que tenía el propósito de hacer una excursión por el campo y que retornaría tarde, que le diera un buen trozo de pan y que no se quedara esperándolo por la noche. Ella no respondió nada, le llenó el bolsillo de pan y manzanas, le cepilló el viejo sayo, cuyos rasgones había zurcido el primer día, y lo dejó partir.
 
(Capítulo XVI)
 
Debía despedirse de la bella Inés; nunca más vería su gallarda figura, su espléndida cabellera rubia, sus ojos fríos y azules, nunca más aquel debilitarse y vacilar del orgullo en sus ojos, nunca más el vello dorado de su piel perfumada. ¡Adiós, ojos azules, adiós boca húmeda y palpitante! Había abrigado la esperanza de besarla muchas veces más. Hoy mismo, allá en las colinas, al sol del otoño, ¡cuánto había pensado en ella, cómo se había sentido unido a ella, cómo la había anhelado! Pero también tenía que despedirse de las colinas, del sol, del cielo azul con sus nubes blancas, de los árboles y bosques, de los viajes, de las horas del día y de las estaciones del año.

 Hermann Hesse
(Alemán nacionalizado suizo, 1877-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1946.

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