"El oro brilló. Era arena, pepitas menudas y unos pocos guijarros amarillos. Todo lo que llevaba años acumulando."
(Fragmento final del capítulo 17)
(Fragmento final del capítulo 17)
A
finales de agosto, una noche muy clara que anunciaba ya el frescor del otoño,
mi tía me llamó a la cocina con una voz que se me antojó extraña. Estaba
sentada muy erguida a la mesa y llevaba el vestido que reservaba para los días
festivos, cuando recibía a sus amigas. Sus largas manos de dedos firmes y
huesudos toqueteaban maquinalmente la punta del mantel. No hablaba.
Al
fin se decidió y dijo sin mirarme:
-
Bueno, Mitia, tengo que decírtelo: Verbin y yo hemos estado pensándolo y… La
semana que viene nos casamos. Ya somos viejos y seguramente la gente se reirá,
pero… las cosas son así –se le cortó la voz. Carraspeó tapándose los labios con
la mano y añadió-: Espérale, ahora vendrá. Quería conocerte…
«Pero
si ya nos conocemos», estuve a punto de soltar. Y callé al comprender que
aquello era más un ritual que una simple presentación…
El
barquero apareció casi enseguida. Seguramente estaba esperando en el patio. Se
había puesto una camisa clara, de cuello muy ancho para su garganta llena de
arrugas. Entró con paso torpe, exhibiendo una sonrisa azorada y tendiéndome su
mano única de manco. Se la estreché con gran cordialidad. Tenía muchas ganas de
decirle algo agradable y animoso, pero no encontraba las palabras. Sin
abandonar su torpeza, Verbin se acercó a mi tía y se colocó a su lado, como en
una indecisa posición de firme.
-
Ya ves -dijo moviendo un poco el brazo, como diciendo: «Lo que está hecho,
hecho está».
Y
cuando los vi así, el uno junto al otro, con dos vidas tan distintas y tan
cercanas en su largo y sereno sufrimiento, cuando advertí en sus rostros
sencillos e inquietos el reflejo de la tímida ternura que los había unido, salí
corriendo de la habitación. Sentí cómo una bola salada me oprimía la garganta.
Salí al porche de nuestra isba, aparté el panel lateral cubierto de hierbajos y
saqué una caja de hojalata. Volví a la habitación y, delante de mi tía y de
Verbin, que me miraban atónitos, volqué el contenido de la caja. El oro brilló.
Era arena, pepitas menudas y unos pocos guijarros amarillos. Todo lo que
llevaba años acumulando. Sin decir nada, me di la vuelta y salí a la calle.
Estuve
caminando junto al Olei y luego me acerqué al transbordador y me senté en los
tablones de la balsa…
Lo
que acababa de ocurrir me había convencido del todo: tenía que marcharme.
Aquellas personas que tanto quería -ahora lo entendía- tenían su propio
destino. El destino de aquel enorme imperio que las había aplastado, mutilado,
asesinado. Sólo al final de su vida conseguían sobreponerse. Descubrían que la guerra
había acabado hacía mucho tiempo. Que sus recuerdos ya no interesaban a nadie.
Que los cristales de nieve que se posaban en las mangas de sus pellizas seguían
teniendo una delicadeza estrellada. Que la brisa de la primavera continuaba
trayendo el aliento perfumado de las estepas… En ese momento, al final de la
avenida de Lenin, vieron asomar el esplendor de una sonrisa extraordinaria. Una
sonrisa que parecía templar el aire glacial en cien metros a la redonda.
Sintieron aquella oleada de calor. En primavera, descubrieron de nuevo la
belleza oculta de las primeras hojas. Aprendieron de nuevo a escuchar el sonido
de las transparentes bóvedas del follaje, a distinguir las flores, a respirar.
Su destino, como una gran herida, se cerraba por fin…
Pero
yo no pintaba nada en aquella vida convaleciente. Tenía que irme.
Andreï Makine (Francés nacido en Rusia, 1957).
(Traducido al español por Zoraida de Torres Burgos).
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