jueves, 8 de marzo de 2018

Nieve: COMPAÑÍA, de Samuel Beckett

 "Los botines hundidos hasta los tobillos (...) En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de angustia."

(Fragmento)

Cuando saliste por última vez la tierra estaba cubierta de nieve. Ahora de espaldas en la obscuridad estás esa mañana en el umbral de la puerta cerrada tras de ti. Recargado en la puerta cabeza baja tú te dispones a partir. Cuando vuelves a abrir los ojos tus pies han desaparecido y los faldones de tu abrigo descansan sobre la nieve. La obscura escena parece iluminada desde abajo. Tú te ves en el momento de esa última salida recargado en la puerta con los ojos cerrados en espera de la partida. Fuera de ahí. Enseguida el cuadro a la luz de la nieve. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y te ves entonces como acabas de ser descrito disponiéndote a lanzarte a través de ese manto de luz. Tú escuchas de nuevo la caída del cerrojo lentamente girando y el silencio antes de que pueda darse el primer paso. En fin vete partir ahí por los blancos pastos alegrados con borregos durante la primavera y cubiertos de placentas rojas. Te diriges como siempre derecho por el sendero en el seto de espinos que marca el límite al oeste. Hasta allá desde el comienzo de los pastos necesitas normalmente de mil ochocientos a dos mil pasos según tu humor y el estado del terreno. Pero esa última mañana necesitarás mucho más. Muchos muchos más. La línea recta es tan común para tus pies que podrían en caso necesario mantenerse tus ojos cerrados sin equivocación al cabo de varios pasos costado norte o sur. Por lo demás ninguna otra necesidad que interna lo que normalmente hacen y no solamente aquí. Ya que tú caminas si no con los ojos cerrados aunque eso también la mitad del tiempo al menos manteniéndolos fijos en el suelo momentáneo delante de tus pies. De la naturaleza eso es todo lo que habrás visto. Desde el día en que bajaste la cabeza para siempre. El sol fugitivo delante de tus pies. No cuentas tus pasos. Por la sencilla razón de que todos los días es la misma cifra. El promedio de un día al otro es el mismo. Porque el camino es siempre el mismo. Llevas cuentas de los días y cada diez días multiplicas. Y sumas. La sombra de tu padre ya no está contigo. Ella falló hace mucho tiempo. Tú ya no escuchas tus pasos. Sin ver ni oír tú sigues tu camino. Día tras día. El mismo camino. Como si ya no hubiera otro. Para ti ya no hay otro. Otras veces no te detenías sino para llevar bien tu cálculo. Con el fin de poder volver a partir de cero otra vez. Esa necesidad suprimida como lo hemos visto la de detenerte también lo es en teoría. Con excepción quizás al final del camino para disponerte a regresar. No obstante tú lo haces. Como nunca antes. No por causa de fatiga. No estás más fatigado en el presente que de costumbre. No por causa de vejez. No estás más viejo en el presente que de costumbre. Y sin embargo tú te detienes como nunca antes. Tanto que para los mismos cien metros que otras veces hacías en un tiempo de tres a cuatro minutos necesitas ahora entre quince y veinte. El pie cae por sí solo en medio del paso o cuando le toca despegarse permanece clavado en el piso con estancamiento del cuerpo. Entonces informulable angustia de la que lo esencial, ¿Podrán ellos ir más lejos?, O mejor, ¿Van a ir ellos más lejos? Lo esencialmente estricto. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y ves la escena. Como no podías en ese entonces. La obscura bóveda del cielo. La tierra resplandeciente. Tú detenido en el medio. Los botines hundidos hasta los tobillos. Los faldones del abrigo descansando en la nieve. En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de angustia. En medio de los pastos a la mitad del sendero. Esa línea recta. Ves para atrás como no podías entonces y ves tus huellas. Una gran parábola. En sentido contrario al de las manecillas. Como en el infierno. Como sí de pronto el corazón fuera demasiado pesado. Al final demasiado pesado.
 
 
Samuel Beckett (Irlandés fallecido en Francia, 1906-1989).
Obtuvo el premio Nobel en 1969.

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