lunes, 5 de febrero de 2018

Nieve: CUANDO LA VIDA EMPIEZA, de Iván Bunin

"... el tren llegó por fin, espolvoreado de nieve."

(Fragmento del capítulo XVII)

El rocín emprendió una veloz carrera y el trineo se deslizó sobre la nieve, resbalando a veces con un crujido hacia el talud, haciendo que cada bache repercutiera en mi cerebro. Un viento glacial azotaba el cuello levantado de mi capote, llenándome el rostro de partículas de nieve; la ciudad se sumía en un hosco crepúsculo de borrasca, mientras que yo, por el contrario, irradiaba alegría.
 
Debido a las avalanchas que se habían producido en la línea, tuve que aguardar dos horas largas en la estación, pero el tren llegó por fin, espolvoreado de nieve. Yo experimenté un gran bienestar en el acogedor calorcillo del vagón, oyendo un sordo martilleo que procedía de no sé qué parte de la calefacción, mientras en el exterior rugía la tormenta impenetrable; luego, unos toques de campana, luces, voces que resuenan en una estación apenas visible a causa del torbellino de nieve, y nuevamente el prolongado aullido de la locomotora, dispuesta a hundirse en las tinieblas, en las tempestades lejanas, en lo desconocido; una sacudida, un sordo fragor, y, por los vidrios escarchados del vagón, llenos de reflejos, el rápido vislumbrar de las luces de un andén que se va quedando atrás. Otra vez la oscuridad, la tormenta, la soledad y los bramidos del cierzo en el ventilador, pero se estaba caliente y confortable, a la pálida luz de un farol velado por una cortinilla azul; la marcha se aceleró, meciéndole a uno sobre los muelles del asiento forrado de pana y haciendo balancear en su colgador a la pelliza.
 
Desde nuestra estación hasta Vassilievskoïé había aproximadamente  unas diez verstas; pero cuando bajé del tren era ya noche cerrada y la tormenta había adquirido tal violencia que me vi obligado a guarecerme en el frío edificio de la estación, ahumado por las lámparas de petróleo. En el silencio de la noche, las puertas golpeaban con singular resonancia cuando entraban o salían los maquinistas de los trenes de mercancías, arropados hasta los ojos, cubiertos de nieve y llevando renegridas linternas rojas. No obstante, aquello también tenía su encanto.
 
Me apelotoné sobre un pequeño diván de la salita reservada a las damas y traté de descabezar un sueñecito, pero me despertaba a cada momento con la impaciencia de ver despuntar el día y también a causa de la vehemencia de las ráfagas de viento. A veces oía unos vozarrones lejanos que resonaban agudamente a través del gorgoteo y los silbidos de una locomotora parada, que escupía vapor por su tubo de escape, justamente debajo de las ventanas. Cuando me desperté del todo, me puse en pie de un salto, rodeado por la sonrosada claridad de una apacible y helada madrugada.
 
 
Iván Bunin (Ruso fallecido en Francia, 1870-1953). Obtuvo el premio Nobel en 1933.
 
(Traducido al español por Renato Lavergne).

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