martes, 26 de septiembre de 2017

Eclipse: EL YUNQUE DE LAS FUERZAS, de Antonin Artaud

"Pero ese centro es un disco lechoso, recubierto de una espiral de eclipses…"
 
Esta corriente, esta náusea, estos lienzos son el origen del fuego. El fuego de las lenguas. El fuego tejido en trenzados de lenguas en los destellos de la tierra que se abre como un vientre cuyas entrañas son de miel y de azúcar. Y la tierra entreabierta muestra sus áridos secretos. Secretos como superficies La tierra y sus nervios y sus antiquísimas soledades; la tierra de las primitivas geologías donde se descubren las estructuras del mundo en una sombra negra como el carbón. La tierra es madre bajo el espejo de fuego, del fuego con sus tres rayos, en el coronamiento de cuya crin pululan los ojos. Miríadas de miriápodos de ojos. El centro ardiente y convulsivo de ese fuego es como la punta desarraigada de la tormenta en la cima del firmamento. Hay un fulgor absoluto en la lucha de las fuerzas. La punta espantosa del impulso se rompe en un ensordecedor ruido azul.
 
Los tres rayos forman un abanico cuyas ramas caen a pico y convergen en el mismo centro. Pero ese centro es un disco lechoso, recubierto de una espiral de eclipses…
 
Encima del cielo está el Doble Caballo. La evocación del caballo se templa en la luz de la fuerza sobre el fondo de un muro arruinado hasta la descomposición. Y, en él, el primero de los dos caballos es aún mucho más extraño que el otro, siendo ése el que recoge la luz, mientras el segundo expresa sólo la pesada sombra. Más abajo que la sombra del muro, la cabeza y el pecho del caballo forman otra sombra, como si toda el agua del mundo elevara el orificio de un pozo. El abanico abierto domina una pirámide de cimas, un inmenso concierto de cumbres. Una imagen de desierto planea sobre esas cimas, más allá de las cuales un astro desmelenado flota, horrible suspendido. Suspendido como el bien en el hombre, como el mal en el comercio de hombre y hombre, o como la muerte en el interior de la vida. Fuerza giratoria de los astros. Pero detrás de esta visión de absoluto, de ese sistema de plantas y de estrellas, de territorios rajados hasta el hueso; detrás de esa ardiente agrupación de gérmenes, de esa geometría de búsquedas, sistema giratorio de cimas; detrás de esa reja de arado plantada en el espíritu y de ese espíritu que desgaja sus fibras y desvela sus sedimentos; detrás, en fin, de esa mano de hombre que imprime la huella de su pulgar duro y dibuja sus tanteos; detrás de esta mezcla de manipulaciones y cerebro, de esos pozos abiertos en todos los sentidos del alma y de esas cavernas rotas en la realidad… se alza la Ciudad de murallas acorazadas, la ciudad inmensamente alta, a la que todo el cielo no basta para formarle un techo donde crecen las plantas pero en sentido inverso y a la velocidad de los astros lanzados. Esta ciudad de cavernas y de muros que proyectan sobre el abismo absoluto arcadas y huecos como los de un puente. Se querría introducir en el vano de esos arcos la forma de una espalda desmesuradamente grande, de una espalda de donde la sangre diverge. Y colocar el cuerpo en reposo y la cabeza donde hormiguean los sueños sobre el reborde de esas cornisas gigantescas, en las que se escalona el firmamento. Pues encima aparece el cielo bíblico, por el que corren las blancas nubes…Pero existen las amenazas dulces de esas nubes. Pero las tormentas. Y ese Sinaí donde dejan caer sus centellas. Pero la sombra proyectada de la tierra y la iluminación ensordecida y cretácea- Pero, en fin, esa sombra en forma de cabra y ese macho cabrío. Y el Sabbath de las constelaciones. Un grito para recogerlo todo y una lengua para colgarme de ello. Todos esos reflujos comienzan en mí. Mostradme la inserción de la tierra, la bisagra de mi espíritu, el comienzo horroroso de mis uñas. Un bloque, un inmenso bloque falso me separa de mi mentira. Y este bloque es del color que se quiera. El mundo babea como un mar rocoso, y yo con los reflujos del amor. Perros, habéis terminado de hacer rodar vuestras piedras sobre mi alma. Yo. Yo. Volved la página de los escombros. Yo también espero la grava celeste y la playa sin bordes. Es preciso que ese fuego comience en mí. Ese fuego y esas lenguas y las cavernas de mi gestación. Que los bloques de hielo vengan a encallar contra mis dientes. Tengo una ausencia de imágenes, ausencia de soplos inflamados. Busco en mi garganta nombres, algo así como la vibrátil pestaña de las cosas. El perfume de la nada, el olor del absurdo, el estiércol de la muerte entera. El humor ligero y rarificado. Solamente espero el viento. Que se llame amor o miseria no podrá apenas sino arrojarme sobre un mar de osamentas.

Antonin Artaud (Francia, 1896-1948).
 
(Traducido al español por Juan Eduardo Cirlot).

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