viernes, 11 de agosto de 2017

Agosto: LOS RELÁMPAGOS DE AGOSTO, de Jorge Ibargüengoitia


(Párrafo inicial)

¿Por dónde empezar? A nadie le importa en donde nací, ni quiénes fueron mis padres, ni cuántos años estudié, ni por qué razón me nombraron Secretario Particular de la Presidencia; sin embargo, quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros; en cuanto al puesto de Secretario Particular de la Presidencia de la República, me lo ofrecieron en consideración de mis méritos personales, entre los cuales se cuentan mi refinada educación que siempre causa admiración y envidia, mi honradez a toda prueba, que en ocasiones llegó a acarrearme dificultades con la Policía, mi inteligencia despierta, y sobre todo, mi simpatía personal, que para muchas personas envidiosas resulta insoportable. Baste apuntar que a los treinta y ocho años, precisamente cuando se apagó mi estrella, ostentando el grado de General Brigadier y el mando del 45° Regimiento de Caballería, disfrutaba yo de las delicias de la paz hogareña, acompañado de mi señora esposa (Matilde) y de la numerosa prole que entre los dos hemos procreado, cuando recibí una carta que guardo hasta la fecha y que decía así:... (Conviene advertir que todo esto sucedió en el año de 28 y en una ciudad que, para no entrar en averiguatas, llamaré Vieyra, capital del Estado del mismo nombre, Vieyra, Viey.) La carta, digo, decía así:
 
Querido Lupe:
 
Como te habrás enterado por los periódicos, gané las elecciones por una mayoría aplastante. Creo que esto es uno de los grandes triunfos de la Revolución. Como quien dice, estoy otra vez en el candelero. Vente a México lo más pronto que puedas para que platiquemos. Quiero que te encargues de mi Secretaría Particular.

Marcos González, General de Div. (Rúbrica.)

Como se comprenderá me desprendí inmediatamente de los brazos de mi señora esposa, dije adiós a la prole, dejé la paz hogareña y me dirigí al Casino a festejar.
 
No vaya a pensarse que el mejoramiento de mi posición era el motivo de mi alegría (aunque hay que admitir que de Comandante del 45° Regimiento a Secretario de la Presidencia hay un buen paso), pues siempre me he distinguido por mi desinterés. No, señor. En realidad, lo que mayor satisfacción me daba es que por fin mis méritos iban a ser reconocidos de una manera oficial. Le contesté a González telegráficamente lo que siempre se dice en estos casos, que siempre es muy cierto: "En este puesto podré colaborar de una manera más efectiva para alcanzar los fines que persigue la Revolución."

¿Por qué de entre tantos generales que habíamos entonces en el Ejército Nacional había González de escogerme a mí para Secretario Particular? Muy sencillo, por mis méritos, como dije antes, y además porque me debía dos favores. El primero era que cuando perdimos la batalla de Santa Fe, fue por culpa suya, de González, que debió avanzar con la Brigada de Caballería cuando yo hubiera despejado de tiradores el cerro de Santiago, y no avanzó nunca, porque le dio miedo o porque se le olvidó, y nos pegaron, y me echaron a mí la culpa, pero yo, gran conocedor como soy de los caracteres humanos, sabía que aquel hombre iba a llegar muy lejos, y no dije nada; soporté el oprobio, y esas cosas se agradecen. El otro favor es un secreto, y me lo llevaré a la tumba.
 
 
Jorge Ibargüengoitia (México, 1928-1983)

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