"El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el barman hubiera visto."
Hubo una vez un gran murciélago rubio que se sentó
junto a un barman.
El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el
barman hubiera visto.
Mientras volaban a cuarenta millas por hora en el
Subterráneo Independiente, el barman se preguntó si esos cándidos ojos azules
arderían en la penumbra como tranquilas llamas purpúreas, como las lamparitas
azules en los extremos de las plataformas del metro.
El vestido de ella estaba hecho de terciopelo negro
con alas de seda negra y guantes de raso; llevaba una curiosa máscara que
revelaba más de su rostro de lo que ocultaba; sus zapatos eran de taco alto y
afelpados, y él advirtió que sus pies eran delicados, y se preguntó si ella
estaría descalza debajo de esos zapatos, o si llevaría medias, y apostó a que tenía
lindos dedos de los pies.
Este barman se estaba enamorando.
Era realmente algo raro: un barman enamorándose de una
extraña chica rubia que llevaba un traje de murciélago, en un subterráneo.
La mayoría de los idilios en subterráneo se bajan en
la calle 34 para ir a una estación de ferrocarril de ahí a Saskatchewan: pero
no tiene por qué ser de esa manera.
Por ejemplo, en esta historia el barman no sólo tendrá
el valor de hablarle a esta chica: hasta se enamorarán los dos.
¡Cómo!, dicen ustedes. Están un poco indignados.
Me acusan de sadismo. Permitir que mi personaje, el
barman gordo, de cara colorada, se enamore de esta muchachita. Ella se cansará
pronto de él, dicen ustedes, lo dejará por un hombre más joven, más adecuado,
pues a través de la riqueza y el buen gusto de su traje, y la dignidad y la
gracia de sus rasgos, es obvio que proviene de una buena familia. ¡Cuán infeliz
harás al barman!, me dicen ustedes.
¡Tonterías! Yo no voy a hacer infeliz al barman.
Con seguridad, sin embargo, el barman tendrá muchos
meses horribles después de esta noche de amor, y muchos años de tristeza
después, pero esto no es la infelicidad, porque él hará muchas buenas acciones
en agradecimiento al mundo por permitirle esta noche mágica.
No, la infelicidad es otra cosa; la infelicidad es no
tener el valor.
Pero volvamos a la historia: el tren entró rugiendo en
la estación de Delancey Street y los ojos del barman se le salieron de las
órbitas porque montones de gente disfrazada estaban bailando y cantando y
soplando cornetas y corriendo y gritando y exaltándose en la plataforma del
subte.
La chica se levantó.
El barman se levantó también, y con ojos ausentes y
distraídos la siguió hasta el andén y fue allí donde habló con ella.
Ella lo miró, asombrada; lo miró de arriba a abajo;
después se rió, pero no estaba riéndose de él, de eso él estaba seguro: era una
risa de alegría que él iba a recordar.
Ella corrió.
¡Él la persiguió!
Ella corrió a través de la muchedumbre, era
escurridiza, parecía deslizarse entre estos locos parranderos gesticulantes,
mientras él tenía que luchar por cada pulgada y en su apasionada persecución le
pisó un dedo a Napoleón, derribó a una bruja gorda y chillona, golpeó a un
payaso en el estómago, sentó en el suelo a un sorprendido gorila, tropezó con
la reina de Inglaterra, y ella corría y corría, fuera del subte, por Delancey
Street hacia el río, hasta que él la atrapó y ella se quedó quieta en sus
brazos mientras tomaba aliento, lanzando ocasionales risitas de alegría.
Era tan suave que él la besó, y después caminaron
juntos, del brazo, mirando los fuegos artificiales y las multitudes,
deteniéndose aquí y allá para tomar una cerveza.
¡Toda la ciudad estaba de fiesta!
Todo el mundo estaba disfrazado, todo el mundo tenía
careta, y había reflectores, papel picado y fuegos artificiales por todas
partes, como si fuera un maravilloso Carnaval o algo así, y el barman se sintió
un poco fuera de lugar con sus apagadas ropas de calle, sin una careta siquiera.
Pero la chica le dijo que estaba muy bien vestido.
Y él le preguntó qué era toda esta celebración, no
había oído hablar de ninguna, pero ella simplemente se rió y lo besó, y eso fue
todo.
Y así bregaron felizmente a través de las multitudes y
de la noche, deteniéndose de vez en cuando para bailar, con una extraña música
lenta en las tabernas, o con el jazz salvaje que se tocaba en casi todos los
rincones.
Ella señaló un gran reloj en un edificio. Eran las
once en punto.
Ella lo hizo apurar hasta una larga fila que caminaba
lentamente ante la plataforma de un jurado, y cuando les llegó el turno los
jurados hicieron un gran alboroto sobre ellos, y un jurado insistía en señalar
con admiración la corbata brillante del barman, de modo que ganaron el concurso
y ambos obtuvieron grandes copas de amor.
Los jurados los condujeron hasta un gigantesco trono
de amor, alzado muy por encima de la multitud que aclamaba, un tremendo almohadón,
más grande que un colchón.
¡Era el trono para ellos! ¡Eran el rey y la reina de
la noche! Habían ganado el concurso de disfraces.
Entonces el barman escuchó un tremendo tañido. La
muchedumbre empezó a gritar y a aullar.
Él escuchó una sirena, baja, mucho tiempo.
La calle Delancey había enloquecido.
Su chica se sacó la máscara y él contuvo el aliento,
tan hermosa era mientras señalaba el gran reloj en el edificio; ella lo dijo en
susurros, tierna de pasión, amorosamente; le dijo: “¡Es medianoche! ¡Quítate la
careta!”
Spencer Holst (Estados Unidos, 1926-2001).