"... acertaba a barruntar la identidad de aquella diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro..."
(Fragmento del capítulo VIII)
La
enferma agitó el pañuelo en dirección a su marido.
- Charlie,
amor, ¿por qué no enciendes alguna lámpara? Con esta oscuridad ya no veo la
cara de nuestro invitado -dijo.
Sin
hacerse de rogar, Charlie corrió a prender una luz de muy poca potencia y
regresó luego a su silla, donde adoptó nuevamente la actitud embelesada con que
había seguido la primera parte del relato que ahora la enferma se disponía a
proseguir.
- Por
aquellas fechas –siguió diciendo-, se celebraba en Venecia el legendario
carnaval, que, como usted sabrá sin duda, empezaba en la festividad de San
Esteban y se prolongaba hasta el primer día de la Cuaresma. Durante esos meses
toda actividad productiva quedaba postergada; las calles y plazas eran guarnecidas
de adornos; las embarcaciones eran pintadas y ornamentadas para convertirlas en
alegorías pobladas de sirenas, tritones y monstruos marinos; todos los días había
desfiles, bailes y mascaradas, y por doquier reinaban la confusión y el desenfreno.
Como es lógico, mientras duraban estos festejos impíos, las personas decentes
no osaban salir de sus casas ni dejarse ver.
»Aquel
año habían caído sobre la ciudad fuertes nevadas y el frío era intenso. Por
esta razón la comparsa había optado atinadamente por disfraces cálidos, como el
de oso, gallina, arcángel, borrego o espantajo, y dejando para más entrado el año
los atavíos bíblicos y mitológicos, más vistosos, pero más expuestos por su
naturaleza y representación a los agentes atmosféricos. De ahí que aquel día la
multitud que se agolpaba al paso de las carrozas quedara atónita al ver en una de
ellas el cuerpo escultural que una mujer, pues un leve cendal que ondeaba al viento
no ocultaba a las miradas ninguno de sus atributos, exhibía con doble atrevimiento.
Ni siquiera en esta ciudad de vicio y liviandad, obsesionada por el culto
enfermizo a la belleza habían sido vistas unas formas tan perfectas como las
que ahora les era dado contemplar. Un silencio sepulcral rodeaba el paso de aquella
diosa cuya blancura sin mácula sólo alteraba el lustre dorado de su vello
primerizo y el pálido rosetón que coronaba sus senos. Por más que todos se hacían
cábalas, nadie, ni siquiera el tristemente célebre seigneur de Seingalt,
el corrupto y despiadado Giacomo Casanova, presente en Venecia, de quien se decía
que podía reconocer cualquier hembra de Europa con sólo serle mostrado un
fragmento o extremidad de ella, acertaba a barruntar la identidad de aquella
diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro sujeta por una
gargantilla de perlas al cuello de alabastro. Pero más aún que el secreto de su
persona conturbaba en aquellos momentos el ánimo de los venecianos, pese a
estar habituados a que año tras año acudieran al carnaval meretrices y sarasas
de todo el mundo, la insolencia con que la diosa pregonaba sus intenciones por
medio de un letrero colgado de la parte posterior de la carroza, cuya leyenda,
pintada en letra grande y clara, decía así: «Estoy en venta. Quien quiera saber
más, acuda al anochecer a la taberna de San Cosme.» Poco podía sospechar aquel
público salaz y malpensado que oculta por la tela tupida y asfixiante de la
bolsa que velaba el rostro a su curiosidad la diosa seguía desgranando las
letanías que la noche anterior había interrumpido el usurero con su llegada y
que, como las imágenes sacras de las procesiones, sobre cuya serena majestad
ahora trataba ella de modelar su porte, se sentía protegida de las miradas
lascivas, que notaba en la piel como aguijones, por el manto invisible de la
virtud.
Eduardo Mendoza (España, 1943)
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