El decorado del segundo acto constituyó una sorpresa. Se desarrollaba en un baile popular de arrabal, en la Boule-Noire, en pleno martes de Carnaval; la comparsa enmascarada cantaba una ronda, cuyo estribillo acompañaba taconeando. Esta salida truhanesca, que nadie esperaba, agradó tanto que hubo de repetirse. Y entonces apareció la banda de los dioses, para realizar su encuesta, extraviada por Isis, que se jactaba falsamente de conocer la Tierra. Se habían disfrazado con el propósito de mantener el incógnito. Júpiter apareció vestido de rey Dagoberto, con sus calzas al revés y una enorme corona de latón. Febo entró de postillón de Lonjumeau y Minerva de nodriza normanda. Grandes carcajadas acogieron a Marte, que vestía un extravagante uniforme de almirante suizo. Pero las risas fueron escandalosas cuando se vio a Neptuno vestido con una blusa, tocado con un gorro hinchado, con garcetas pegadas a las sienes, arrastrando sus pantuflas y diciendo con voz grave: ¡Y qué! Cuando uno es guapo, es natural que las mujeres no lo dejen en paz. Se oyeron unos cuantos ¡oh!, ¡oh! mientras las señoras levantaban un poco sus abanicos. Lucy, en el proscenio, reía tan ruidosamente que Caroline Héquet la hizo callar con un ligero golpe de abanico. Desde aquel momento estaba salvada la obra y se entreveía su gran éxito.
Aquel carnaval de los dioses, el Olimpo arrastrado por el fango, toda una religión, toda una poesía befadas, parecían un regalo exquisito. La fiebre de la irreverencia alcanzaba a todo el mundo letrado desde las primeras representaciones; se pisoteaba la leyenda, se rompían las antiguas imágenes. Júpiter tenía una cabezota, Marte era golpeado, la realeza se convertía en una farsa y el Ejército en una bufonada. Cuando Júpiter, enamorado repentinamente de una pequeña lavandera, se puso a bailar un desenfrenado cancán, Simonne, que hacía de lavandera, lanzó un puntapié a las narices del rey de los dioses, mientras le llamaba tan graciosamente «papito mío», que toda la sala rió locamente. Mientras se bailaba, Febo obsequiaba con ponches a Minerva, y Neptuno reinaba en siete u ocho mujeres que le regalaban pastelillos. Se recurría a las alusiones, se añadían obscenidades y las palabras inofensivas eran desvirtuadas en su sentido por las exclamaciones del patio de butacas. Hacía tiempo que el público de un teatro no se había revolcado en la necedad más irrespetuosa. Esto le regocijaba.
Émile Zola (Francia, 1840-1902).
La ilustración corresponde a Martine Carol en un fotograma de Naná (1955), de Christian-Jacque.
La ilustración corresponde a Martine Carol en un fotograma de Naná (1955), de Christian-Jacque.
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