miércoles, 8 de febrero de 2017

Carnaval: EL CARNAVAL DE ROMA, de J. W. von Goethe


El Corso

El carnaval de Roma se concentra en el Corso, que es la calle que limita y determina los festejos públicos de estos días. En cualquier otra parte sería una fiesta distinta, y por ello debemos, antes que nada, describir el Corso.
 
Como muchas calles largas de las ciudades italianas, debe su nombre a las carreras de caballos con las que termina en Roma cada jornada del carnaval, y con las que, en otros lugares, se pone punto final a otras celebraciones, como una fiesta patronal o la consagración de una iglesia.
 
La calle se extiende en línea recta desde la Piazza del Popolo hasta el Palacio de Venecia. Mide unos tres mil quinientos pasos de largo y está flanqueada por edificios altos, en su mayor parte suntuosos. El ancho no guarda proporción con la longitud ni con la altura de los edificios. Unas aceras de adoquines para los peatones le restan de seis a ocho pies por cada lado. En medio, en casi todos los tramos, no quedan más que doce o catorce pasos para las carrozas, de modo que resulta evidente que con esa anchura pueden a lo sumo circular en paralelo tres vehículos.
 
Durante el carnaval, el obelisco de la Piazza del Popolo señala el límite inferior de esta calle, mientras que el palacio de Venecia marca el superior.
 
 

Paseo en carroza por el Corso

El Corso de Roma es un lugar ya de por sí animado todos los domingos y festivos. Antes del anochecer, los romanos más nobles y adinerados acuden aquí a pasear durante una hora u hora y media en sus carrozas, que forman una nutrida fila; los coches bajan desde el palacio de Venecia circulando por la izquierda, pasan, cuando el tiempo acompaña, por el obelisco, y salen por la puerta del Popolo hasta llegar a la Via Flaminia.
 
Cuanto más avanza el carnaval, más divertido es el aspecto de los coches. Incluso la gente seria que va en carroza sin disfraz permite que sus cocheros y lacayos se disfracen. La mayor parte de los cocheros suele decidirse por los vestidos de mujer, y en los últimos días da la impresión de que sólo las mujeres llevan las riendas. Se trata de disfraces decentes, en ocasiones incluso atractivos; aunque no falta, en el extremo opuesto, el tipejo feo y grueso que se viste a la última moda, con un tocado alto y lleno de plumas, y hace el efecto de una gran caricatura; y, así como aquellas beldades oían elogiar su belleza, éste tiene que sufrir que más de uno se le acerque y le suelte en sus propias narices: «O fratello mio, che brutta puttana sei!».
 
Es costumbre que cuando el cochero encuentra a una o dos de sus amigas entre el gentío las honre haciéndolas subir al pescante. Entonces, sentadas a su lado y normalmente disfrazadas de hombre, sus delicadas piernecitas de polichinela, con pies pequeños y tacones altos, suelen revolotear entre las cabezas de los transeúntes.
 
Lo mismo hacen los lacayos, que acogen amigos y amigas en la parte posterior de la carroza; lo único que faltaría es que, como en las diligencias inglesas, se sentaran en el imperial.
 
Da la impresión de que incluso a los señores les complace ver sus carrozas llenas hasta los topes; y que es durante estos días todo está bien visto y permitido.


Johann Wolfgang von Goethe (Alemania, 1749-1832).

(Traducido al español por Juan de Sola)

Las ilustraciones corresponden a Carnaval en Roma (1650-51), de Johannes Lingelbach, y un grabado de la carroza del duque de St. Aignan, embajador de Francia en Roma (1735). 

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