"Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer..."
(Fragmento del primer capítulo)
Todo
aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor
centelleante y cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre al agua y el
cielo.
Todavía
notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había
llevado desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y
las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.
Y, de
pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí
estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las
góndolas y, como era domingo, tañían las campanas en todas las iglesias, en
todos los campaniles.
- ¿Puedo
comprar un helado, papá?
- ¿A
las ocho de la mañana?
- ¿Y yo?
-preguntó el niño, que sólo tenía seis años.
Aunque se
llamaba Louis, desde muy pequeño le llamaban Bib, pues así era como él
reclamaba el biberón.
También
Bib iba en traje de baño, con una camisa a cuadros por encima. Ambos niños
llevaban sombreros de paja de gondolero, de sopa y borde planos, con un lazo
rojo el de Josée y azul el de su hermano.
En el fondo,
puede que a Calmar no le gustase estar lejos de su país. Y hacía ya quince
días que se sentía desterrado, sin raíces, sin nada sólido donde apoyarse. No
fue él, sino su mujer, quien quiso pasar las vacaciones en Venecia. Y, por
supuesto, los niños le hicieron coro enseguida.
También odiaba
las partidas y las despedidas.Seguía allí, plantado delante de la ventanilla
bajada de uncompartimiento que ni siquiera estaba limpio, pues era el único
vagón que venía de más lejos, de Trieste y aun de más allá, un vagón que tenía
un color distinto de los otros,un aspecto extraño y un olor diferente.
Sentado tan cerca
de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en
el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?
En realidad,
Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente
de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén
bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo
de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de éste, otras
personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún
pariente o amigo.
No había ocurrido
nada extraordinario. El tren debía partir a las siete y cincuenta y cuatro,
pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba a abajo
para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón
golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar
asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de
esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.
El jefe de
estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un
banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En
realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque
lo fuera, igualmente limpiaban los frenos de todos los trenes con la misma agua
a presión y las mismas sacudidas que antaño.
Por fin se oyó el
silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato,
como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.
- Sobre todo,
cuídate mucho y ve a comer a Chez Étienne
-le recomendó Dominique.
Se refería a un
restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de
su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era
saludable.
Con el banderín
rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib,
que había empezado a imitar a su hermana.
El tren tenía que
partir. El reloj marcaba las 7:55.
Sin embargo, el
jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y
bajó el brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos.
El tren no
arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero
no vio más que otras cabezas asomadas como la suya.
- ¿Qué sucede?
- No lo sé
–contestó Dominique-, no veo nada raro.
Era delgada,
aunque no tanto como su hija, e incluso con pantalón corto tenía aún buen tipo.
Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había
llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.
El jefe de
estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con
el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin
impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una
película súbitamente congelada en una imagen fija, en una simple fotografía en
color.
Algunas manos no
sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las
sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.
Georges Simenon (Bélgica, 1903-1989)
(Traducido al español por Mercedes Abad)