jueves, 22 de diciembre de 2022

Navidad: VAÑKA, de Antón Chéjov

"Vañka exhaló un suspiro, mojó la pluma y continuó escribiendo."

Vañka Jukov, chicuelo de nueve años, que tres meses antes fuera llevado al zapatero Aliajin para ser adiestrado por éste en el oficio, pasó la Nochebuena sin acostarse. Después de esperar a que amos y oficiales salieran de casa para asistir a la misa del alba, sacó del armario una botellita con tinta, un mango de pluma provisto de una plumilla roñosa, y tras colocar ante sí una arrugada hoja de papel, se dispuso a escribir. Antes de trazar la primera letra miró varias veces asustado al oscuro icono, a continuación del cual corrían por la pared los estantes cargados de hormas, y dejó escapar un suspiro entrecortado. El papel descansaba sobre el banco, ante el que se hallaba de rodillas.
 
«Mi querido abuelito Konstantin Makarich -escribía-: Te mando esta carta. Te felicito por la fiesta de Navidad y te deseo todo lo que pueda darte Nuestro Señor. No tengo padre ni mamita. No me queda nadie más que tú.»
 
Vañka paseó la mirada por la oscura ventana, sobre la que oscilaba el reflejo de la vela, representándosele claramente en ella la imagen del abuelo Konstantin Makarich, guardián nocturno en casa de los señores Jivariov. Es éste un viejecito de unos sesenta y cinco años, menudo, raquitiquillo, extraordinariamente movible y vivaracho, de cara perennemente risueña y ojos borrachines. De día duerme en la cocina de servicio o pasa el tiempo bromeando con las cocineras, mientras que de noche, arropado en un amplio talup, da vueltas por la hacienda acompañándose del golpeteo de un chuzo. Con la cabeza baja le sigue Kaschtanka, su viejo perro, a más de otro, de nombre Vium, llamado así por la negrura de su pelo y su cuerpo alargado como el de una serpiente. Este Vium es un perro sumamente respetuoso y amable. Mira de la misma manera conmovida a propios y extraños; pero no se le concede crédito. Bajo su respetuosa sumisión se esconde la más jesuítica hipocresía. Nadie mejor que él sabe acercarse oportunamente, agarrar por la pierna, introducirse en la cueva en que se guardan las provisiones para mantenerlas frescas o sustraer una gallina. Varias veces sufrió que le pegaran en las patas traseras, dos ha sido colgado, y todas las semanas se le azota hasta dejarle medio muerto, pero siempre revive.
 
Seguramente que el abuelo está ahora junto al portalón guiñando los ojos a las ventanas rojo vivo de la iglesia de la aldea, dando pataditas en el suelo con sus valenkii y bromeando con la servidumbre. Lleva el chuzo atado al cinturón, mueve las manos, se encoge de frío y con su risita de viejo pellizca tan pronto a una doncella como a una cocinera.
 
- ¿Un poco de rapé? -dice ofreciendo su tabaquera a las babas.
 
Las babas toman rapé y estornudan. El abuelo se llena de indescriptible entusiasmo y de una alegre risa, mientras dice en voz alta:
 
- ¡Arranca..., que se te hiela!
 
También da a sorber tabaco a los perros. Kaschtanka estornuda, mueve el hocico y ofendido se retira hacia un lado, en tanto que Vium, que por respeto se abstiene de estornudar, se limita a mover el rabo. El tiempo es espléndido: el aire, quieto, transparente y fresco. Y aunque la noche es oscura, se acierta a distinguir la aldea con sus blancos tejados y sus hilillos de humo saliendo de las chimeneas; los árboles están plateados de escarcha y hay montones de nieve. El cielo aparece cuajado de estrellas que parpadean alegres, y la Vía Láctea se destaca de él tan claramente como si hubiera sido para la fiesta lavada y frotada con nieve…
 
Vañka exhaló un suspiro, mojó la pluma y continuó escribiendo:
 
«Ayer me gané un regaño. El amo me sacó al patio, tirándome del pelo, y me zurró, porque cuando les estaba meciendo al niñito en la cuna, que quedé dormido sin querer. También la semana pasada el ama me mandó que le limpiara el arenque, y porque yo empecé por la cola, me lo quitó de las manos y se puso a darme en los morros con su cabezota. Los oficiales hacen burla de mi. Me dicen que vaya a la taberna por vodka y me mandan que robe pepinos al amo, que luego me pega con lo primero que se le viene a mano... De comer tampoco hay aquí nada. Por la mañana te dan pan para tomar el kascha; pero no te dan té ni schi. Se lo zampan los amos. También me manda que vaya a dormir al zaguán; pero, cuando su niñito llora, no puedo dormir nada y tengo que estar meneándole la cuna... Querido abuelito: ¡Hazme una merced en nombre de Dios! ¡Sácame de aquí y llévame a la casa de la aldea! ¡Ya no puedo aguantar más!... Te saludo hasta tus piececitos y rezaré a Dios por ti eternamente. ¡Llévame de aquí porque me voy a morir!...»
 
Vañka torció la boca, se frotó los ojos con un puño negro y dejó escapar un sollozo.
 
«Yo te prepararé el rapé -prosiguió escribiendo-. Rezaré a Dios por ti, y si hago algo malo, azótame todo lo que quieras. Si crees que no hay allí trabajo para mí, le pediré entonces al administrador que me tome para limpiarle las botas o que me mande en lugar de Fedka cuando lleven a pastar al ganado. ¡Abuelito querido!... ¡No puedo soportar más esto! ¡Es, sencillamente, la muerte! Quería escaparme a pie a la aldea, pero no tengo botas y me da miedo la helada. Cuando sea grande, yo, en cambio te daré de comer. No permitiré que nadie te haga daño y si te mueres rezaré por ti lo mismo que rezo por mi madrecita Pelagueia. Moscú es una ciudad muy grande; todas las casas son de señores y hay muchos caballos. Lo que no hay son ovejas, y lo perros no son malos. Los chicos aquí no salen con la estrella, y en el coro no dejan entrar a nadie. He visto una tienda donde vendían anzuelos y sedales para toda clase de peces. Los tenían en el escaparate. Eran muy buenos. Había uno que podría hasta con un salmón de un pud. También he visto tiendas en que se vendían escopetas de todas clases, parecidas a las del señor. A lo mejor cada una de ellas vale cien rublos. En las carnicerías tienen perdices y codornices y liebres, pero no te dicen dónde las matan...
 
«Querido abuelito, cuando los señores pongan el árbol de Navidad con los dulces, coge para mí una nuez dorada y guárdamela en el baulito verde. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna. Dile que es para Vañka.»
 
Vañka suspiró convulsivamente y fijó de nuevo la mirada en la ventana. Recordaba que cuando el abuelo iba al bosque a buscar el abeto de Navidad para los señores, le llevaba consigo. ¡Qué tiempo tan alegre aquel!... La garganta del abuelo deja oír un a modo de crujido, cruje también el árbol, y Vañka, mirando, les imita. El abuelo, generalmente, antes de empezar a cortar el árbol se pone a fumar su cachimba, luego invierte largo rato en tomar rapé y burlarse de Vañka porque siente frío... Los jóvenes abetos, revestidos de escarcha, esperan inmóviles, sin saber cuál de ellos ha de morir. De repente, sin que se sepa cómo ni de dónde, sobre los montones de nieve pasa rauda una liebre. El abuelo no puede contenerse y grita:
 
- ¡Coge..., coge..., cógela!... ¡Demonio de bicho!...
 
El abeto cortado es conducido a la casa de los señores, donde se procede a su adorno. Más que nadie, se agita la señorita Olga Ignatievna, la favorita de Vañka. Cuando todavía vivía Pelagueia, la madre de Vañka, prestaba servicios de doncella en la casa de los señores. Olga Ignatievna daba caramelos a Vañka, y como no tenía otra cosa que hacer, le había enseñado a leer, a escribir, a contar hasta ciento y hasta a bailar el cuadrille. Sin embargo, cuando Pelagueia murió, el huerfanito Vañka fue enviado a la cocina de la servidumbre, junto al abuelo, y de la cocina pasó a la casa del zapatero Aliajin, en Moscú.
 
«¡Ven, querido abuelito!... -proseguía Vañka-. ¡Por el amor de Dios te lo pido!... ¡Sácame de aquí!... ¡Ten piedad de mí! ¡De este desgraciado huérfano! ¡Todos me pegan y tengo tantas ganas de comer!... Además, ¡tengo una tristeza tan grande que no te la puedo contar!... ¡Me paso el tiempo llorando!... El amo me pegó el otro día un porrazo tan fuerte en la cabeza con una horma, que me caí al suelo y tardé mucho en volver a respirar... ¡Mí vida es una perdición!... ¡Peor que la de un perro!... También mando mis saludos a Alona, a Egor, el tuerto, y al cochero. Mi armónica no se la dejes a nadie... Quedo de ti tu nieto. Iván Jukov.»
 
«¡Ven, querido abuelito!»
 
Vañka plegó la hoja escrita en cuatro dobleces y la introdujo en el sobre comprado la víspera por un kopek... Después de meditar un momento, mojó la pluma y escribió las señas. «Para el abuelito que está en la aldea».
 
Luego se rascó y, tras un instante de cavilación, añadió a lo escrito: «Para Konstantin Makarich».
 
En seguida y contento de no haber sido molestado mientras escribía, se caló el gorro y, sin ponerse la pellicita, en mangas de camisa, echó a correr a la calle... Por los dependientes de la carnicería a quienes había preguntado la víspera, sabia que las cartas se depositaban en los buzones, desde donde eran repartidas por toda la tierra por cocheros borrachos montados en las troikas de correos y entre un resonar de campanillas. Vañka llegó de una carrera al primer buzón e introdujo la preciosa carta por la ranura...
 
Una hora después, mecido en sus dulces esperanzas, dormía profundamente. Soñaba con la estufa. En la yacija, junto a la estufa, veía sentado al abuelo, descalzo, con las piernas colgando y leyendo la carta a las cocineras. Vium daba vueltas junto a la estufa, moviendo el rabo...

Anton Chéjov (Rusia, 1860-1904).
 
(Traducido al español por E. Podgursky y A. Aguilar).

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