"... por no despertarla, y con mucho cuidado se dio media vuelta hasta apoyarse en un costado para poder observarla mejor."
(Fragmento del capítulo 4)
Ese era el motivo por el cual no
tenía en su casa más que una cama. A pesar de que era una cama bastante ancha, Tomás les decía a
todas sus amantes que era incapaz de dormir si compartía la cama con alguien y las llevaba a todas a
medianoche a sus casas. Por lo demás, la primera vez que Teresa se quedó en su casa con la gripe,
nunca durmió con ella. La primera noche él la pasó en un sofá grande y la noche siguiente se marchó al
hospital, donde tenía su despacho y en él una camilla que utilizaba durante las guardias.
Pero esta vez se durmió a su lado. Por la mañana se despertó y comprobó que Teresa, que aún
dormía, lo tenía cogido de la mano. ¿Habrían estado así durante toda la noche? Le parecía difícil
creerlo.
Ella respiraba profundamente entre sueños, apretaba su mano (con fuerza, no fue capaz de
lograr que se la soltara), y la maleta enormemente pesada estaba a su lado, junto a la cama.
Temía intentar que le soltara la mano, por no despertarla, y con mucho cuidado se dio media
vuelta hasta apoyarse en un costado para poder observarla mejor.
El acuerdo tácito sobre la amistad erótica presuponía que Tomás dejaba el amor fuera de su
vida. En cuanto incumpliese esta condición, sus demás amantes se encontra- rían en una posición
secundaria y se rebelarían.
Por eso buscó para Teresa un piso de alquiler al que ella tuvo que llevar su pesada maleta.
Quería velar por ella, defenderla, disfrutar de su presencia, pero no sentía necesidad de cambiar su
estilo de vida. Por eso no quería que se supiera que Teresa dormía en su casa. Dormir juntos era, en
realidad, el corpus delicti del amor.
Nunca dormía con las demás amantes. Cuando iba a verlas a sus casas, la cuestión era sencilla,
podía irse cuando quería. Peor era cuando ellas estaban en casa de él y había que explicarles que a
medianoche debía llevarlas a sus casas porque tenía problemas de insomnio y era incapaz de dormir en
la inmediata proximidad de otra persona. Aquello no estaba muy lejos de la verdad, pero la causa
principal era peor y no se atrevía a contársela: en el mismo momento en que terminaba el acto amoroso
sentía un deseo insuperable de quedarse solo; despertarse en medio de la noche junto a una persona
extraña le desagradaba; levantarse por la mañana junto con alguien le producía rechazo; no tenía ganas
de que nadie oyese cómo se limpiaba los dientes en el cuarto de baño y la intimidad del desayuno para
dos no le atraía.
Por eso se sorprendió tanto cuando se despertó y Teresa cogía con fuerza su mano. La miraba y
no podía entender qué había pasado. Se acordaba de las horas que acababan de pasar y le parecía que de
ellas se desprendía el perfume de quién sabe qué felicidad desconocida.
Desde entonces los dos disfrutaban durmiendo juntos. Diría casi que el objetivo del acto
amoroso no era para ellos el placer sino el sueño que venía después de aquél. Ella, en particular, no
podía dormir sin él. Cuando alguna vez se quedaba sola en su piso alquilado (que iba convirtiéndose
cada vez más en una simple tapadera), no podía conciliar el sueño en toda la noche. En sus brazos se
dormía por más excitada que estuviera. Él le susurraba al oído historias que inventaba para ella, cosas
sin sentido, palabras que repetía monótonamente, consoladoras o chistosas. Aquellas palabras se
convertían en visiones confusas que la transportaban hasta el primer sueño. Tenía el sueño de ella
totalmente en su poder y ella se dormía en el instante que él elegía.
Cuando dormían, se aferraba a él como la primera noche: se cogía con fuerza de su muñeca, de
su dedo, de su tobillo. Si quería alejarse sin despertarla, debía utilizar algún truco. Liberaba el dedo (la
muñeca, el tobillo) de su encierro, lo cual siempre la despertaba a medias, porque ni aun dormida
dejaba de vigilar atentamente lo que él hacía. Se calmaba cuando en lugar de su muñeca ponía en su
mano algún objeto (un pijama retorcido, un zapato, un libro) que ella luego apretaba firmemente como
si fuera parte del cuerpo de él.
Una vez, mientras la adormecía y ella no había pasado aún de la primera antesala del sueño, de
modo que todavía era capaz de responder a sus preguntas, le dijo: «Bueno. Yo ahora me voy».
«¿Adonde?», le preguntó. «Me voy», dijo con voz severa. «¡Voy contigo!», dijo y se incorporó. «No,
no puedes. Me voy para siempre», dijo y salió de la habitación al vestíbulo. Ella se levantó y con los
ojos entrecerrados fue tras él. No llevaba más que un camisón corto, sin nada debajo. Su cara
permanecía impasible, inexpresiva, pero sus movimientos eran enérgicos. El salió del vestíbulo al
pasillo (el pasillo común del edificio) y cerró la puerta. Ella la abrió bruscamente y fue tras él,
convencida en su sueño de que quería irse para siempre y de que debía detenerlo. El bajó las escaleras
hasta el primer descansillo y allí la esperó. Ella llegó hasta él, lo cogió de la mano y se lo llevó de
regreso a la cama.
Tomás se decía: hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones no sólo
distintas sino casi contradictorias. El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este
deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir
junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer).
Milan Kundera
(Checo nacionalizado francés, 1929-2023).
(Traducido al español por Fernando Valenzuela).
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