martes, 11 de junio de 2024

Mirándolas dormir: EL CIELO PROTECTOR, de Paul Bowles

"... se detuvo un momento delante de la puerta del cuarto, sin ánimo de entrar. «Es una cárcel», pensó.»"

(Fragmentos del capítulo XXII)

- ¿Quiere algo, madame?

- Necesito que alguien venga conmigo al mercado y me ayude a comprar unas mantas.

- Ah, je regrette, madame. No hay nadie en el destacamento que pueda hacerle ese servicio y no le aconsejo ir sola. Pero si quiere, puedo mandarle algunas mantas de mi casa.

Kit le agradeció efusivamente. Volvió al patio interior y se detuvo un momento delante de la puerta del cuarto, sin ánimo de entrar. «Es una cárcel», pensó. «Soy una prisionera, ¿y por cuánto tiempo? Sabe Dios.» Entró, se sentó en una maleta junto a la puerta y se quedó mirando el suelo. Después se levantó, abrió una maleta, sacó una gruesa novela francesa que había comprado antes de salir para Boussif y trató de leer. Cuando llegó a la quinta página oyó a alguien que atravesaba el patio. Era un joven soldado francés que traía tres espesas mantas de pelo de camello. Se puso de pie y haciéndose a un lado para dejarlo entrar, dijo: «Ah, merci. Comme vous etes aimable!» Pero el soldado se quedó en la puerta, con los brazos tendidos para alcanzarle las mantas. Ella las tomó y las dejó en el suelo, a sus pies. Cuando levantó la mirada, el soldado se había ido. Lo siguió un instante con los ojos y después se puso a reunir entre sus ropas varias prendas que podían servir de base para poner encima las mantas. Finalmente se hizo una yacija, se tendió y descubrió con agra- dable sorpresa que era confortable. Sintió de golpe un deseo invencible de dormir. Faltaba una hora y media para que Port tomara su medicamento. Cerró los ojos y por un instante estuvo de vuelta en el camión que la llevaba de El Ga'a a Sbâ. Arrullada por la sensación de movimiento, se durmió en seguida.

(...)

"«¿Sí?», dijo Kit con los ojos dilatados. Pero él no contestó. Al cabo de un largo rato Kit se deslizó subrepticiamente bajo las mantas y se quedó dormida."

En la luz pálida, enfermiza del alba, Kit oyó que Port empezaba a sollozar. Electri- zada, se sentó y miró al rincón donde estaba la cabeza de él. El corazón le latía muy rápido, activado por una extraña emoción que no podía identificar. Escuchó un rato, decidió que lo que sentía era compasión, e inclinándose se le acercó. Los sollozos salían mecánicamente, como hipos o eructos. Poco a poco la excitación se desvane- ció, pero se quedó sentada, escuchando atentamente los dos sonidos al mismo tiempo: los sollozos dentro del cuarto y el viento afuera. Dos sonidos impersonales, naturales. Después de un silencio repentino, breve, le oyó decir claramente: «Kit, Kit.» «¿Sí?», dijo Kit con los ojos dilatados. Pero él no contestó. Al cabo de un largo rato Kit se deslizó subrepticiamente bajo las mantas y se quedó dormida. Al despertar ya era la mañana. Los rayos inflamados de un sol distante caían a través del polvo fino del aire; el viento insistente parecía a punto de llevarse la poca luz que llegaba.

Se levantó y anduvo por la habitación entumecida de frío, tratando de remover lo menos posible el polvo mientras se lavaba. Pero todo estaba cubierto por una espesa capa de arena. Tenía conciencia de que algo le fallaba, como si toda una parte de su cerebro estuviera inerte. Sentía la falta: una enorme mancha ciega en su interior, pero no podía localizarla. Y veía como desde lejos los torpes gestos de sus manos en contacto con los objetos y las ropas. «Esto tiene que terminar», se dijo. «Esto tiene que terminar.» Pero no sabía exactamente qué quería decir. Nada podía terminar; todo seguía, siempre.
(...)

No apareció nadie. Entró tropezando en varias habitaciones como nichos vacíos, pero descubrió un pasillo que llevaba a la cocina. Zina estaba acurrucada en el suelo, pero Kit no consiguió hacerle entender lo que quería. La vieja le indicó con gestos que iría a buscar al Capitán Broussard. De vuelta en la semioscuridad, Kit se tendió en su jergón, tosiendo y frotándose los ojos para quitarse la arena. Port seguía durmiendo.

Ella misma estaba dormida cuando llegó. El Capitán se retiró la capucha del albornoz de pelo de camello, lo sacudió y cerró la puerta, tratando de ver en la oscuridad. Kit se puso de pie. Intercambiaron las preguntas y respuestas de rigor sobre el estado del paciente, pero cuando ella le habló de la leche, el Capitán se limitó a mirarla compasivamente. Toda la leche en lata estaba racionada y era sólo para las mujeres con niños pequeños.

Paul Bowles (Estadounidense fallecido en Marruecos, 1910-1999).

(Traducido al español por Aurora Bernárdez).
La ilustración inferior corresponde a Debra Winger y John Malkovich en un fotograma de la adaptación
al cine de la novela: Refugio para el amor  (The Sheltering Sky, 1990), dirigida por Bernardo Bertolucci.

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