(Fragmento)
La muchacha dormía, el viento le había levantado la falda más arriba
de las panto- rrillas, y aparecía la carne firme y sonrosada del muslo, cubierta
por una leve pelusilla color de cobre. Me veo aún escondido detrás de unas
matas, agachado, jadeante, con la mirada opaca y fija. Siento miedo y asco de
aquel muchacho, siento que la vista de la mujer dormida le sube por las venas
con un ansia cruel, un furor lúcido y preciso. Me doy cuenta de que una fuerza
irresistible está a punto de vencerlo, una violencia cálida y roja, un instinto
de revuelta y de liberación. O el primer instinto del delito. Miro a mi
alrededor: el lugar está desierto, es el mismo sitio, la misma hora. Estoy
solo, solo delante de aquel muchacho que yo era, del que siento vergüenza y miedo.
Quisiera correr a su encuentro, arrastrarlo y hacerlo salir conmigo antes de
que pueda llevar a cabo la acción que ya veo insinuarse en el aire duro y
reluciente. Es aquel gesto por el cual se apodera inesperadamente de mí el
antiguo horror, pero un horror que lleva en sí todavía una sombra de orgullo,
de pudor herido. De repente veo al muchacho inclinarse, coger una piedra,
lanzarla con toda su fuerza contra la muchacha dormida. La piedra le da en la
frente, la mujer se incorpora en el acto sobre los codos, un aullido le sale de
la boca y un chorro de sangre inunda su rostro. El muchacho permanece inmóvil,
de rodillas, durante unos instantes, con una sonrisa cansada y decepcionada en
sus labios exangües. Después se aleja poco a poco, huye lento y cauteloso por
entre la retama, se detiene, apoya la frente en el tronco de un ciprés y un
temblor convulsivo le sacude las manos. El sol, entretanto, ha desaparecido y
el aire tiembla alrededor de las hojas inmóviles. No corre ni un soplo de
viento, pero el aire tiembla. Los perfiles de los montes palidecen lentamente
disolviéndose en la carne viva del cielo. De pronto el chiquillo se vuelve y me
mira. Soy yo, me reconozco, soy yo aquel chiquillo pálido, de frente ansiosa,
de ojos opacos y tristes. «¡Fuera! ¡Fuera!», le grito agachándome para coger
una piedra. El muchacho me mira fijamente con una intensa expresión de piedad,
y yo poco a poco me siento humillado por la piedad de aquel niño, siento el
remordimiento de haber tenido miedo y vergüenza de él, quisiera pedirle perdón.
Le estoy agradecido por haberme salvado, con aquel gesto, del demonio del
delito, de haberme liberado para siempre de aquella misteriosa esclavitud que
hace del amor el sentimiento más cercano a la esperanza y a la humillación de la muerte.
Curzio Malaparte: Kurt Erich Suckert
(Italia, 1898-1957).
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