(Fragmento)
Y reía con su risa
maligna y vejada. Me senté, torturado por la angustia. ¿Qué iba a hacer? Porque
¿tenía razón?. Y un terrible combate se entablaba en mí, entre el temor y el
deseo.
Prosiguió: "Haz lo
que quieras, yo ya te he avisado; no te quejes después de las consecuencias."
Pero vi en sus ojos una
alegría tan irónica, tal placer de venganza, se burlaba tan descaradamente de
mí, que no vacilé. Le tendí la mano: "Buenas noches, le dije:
"A fe mía,
querido, la victoria vale el peligro."
Y entré con paso firme
en la habitación de Francesca.
Me quedé junto a la
puerta, sorprendido, maravillado. Dormía ya, completamente desnuda, en la cama.
El sueño la había sorprendido cuando acababa de desnudarse, y reposaba en la
actitud encantadora de la gran mujer de Tiziano.
Parecía haberse
acostado por cansancio, para quitarse las medias, pues éstas habían quedado
sobre las sábanas; después había pensado en algo, sin duda en algo agradable, pues
había esperado un poco antes de levantarse, para dejar que su ensoñación terminase,
y después, cerrando suavemente los ojos, había perdido la conciencia. Un camisón,
bordado en el cuello, comprado en una tienda de confección, lujo de primeriza,
yacía sobre una silla.
Era encantadora, joven,
firme y fresca.
¿Hay cosa más hermosa que una mujer dormida? Ese cuerpo, cuyos contornos son todos suaves, cuyas
curvas seducen todas, cuyos blandos relieves turban todos el corazón, parece
hecho para la inmovilidad de la cama. Esa línea sinuosa que se ahonda en el
flanco, se alza en la cadera, después desciende por la pendiente ligera y
graciosa de la pierna para terminar tan coquetamente en la punta del pie, sólo
se dibuja realmente con todo su exquisito encanto al alargarse sobre las
sábanas de un lecho.
Iba yo a olvidar, en un
segundo, los prudentes consejos de mi camarada; pero de pronto, al volverme
hacia el tocador, vi todas las cosas en el estado en que yo las había dejado; y
me senté, muy ansioso, torturado por la irresolución.
Con seguridad me quedé
allí mucho tiempo, muchísimo, quizá una hora, sin decidir- me a nada, ni a la
audacia ni a la huida. La retirada me resultaba imposible, por lo demás, y o
bien tenía que pasar la noche en una silla, o bien que acostarme a mi vez, por
mi cuenta y riesgo.
Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).
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