St. Irvyne, o El rosacruz
(Fragmento del capítulo VIII)
Sin hacer caso de las fervientes súplicas de Megalena,
se dejó caer en una silla, donde permaneció sumido en lúgubre y profunda
melancolía. Y no le ofreció ninguna respuesta, sino que, inmerso en un aluvión
de devastadores pensamientos, se quedó en silencio. Incluso cuando se retiraron
a descansar, y pudo en algún momento descabezar un ligero sueño, aquel hombre
volvía a presentarse ante él, como si la imponente figura de Ginotti le
dominase, y que aquella última mirada que sus aterra- dores ojos le habían
dirigido se revolviese en su interior en una indescriptible agonía. Wolfstein
tuvo la impresión de que el tiempo transcurría con lentitud. Y Ginotti, aunque
ya se había marchado, y muy lejos quizá, le rondaba aún por la cabeza, como si
su imagen se le hubiera quedado grabada con terribles e indelebles caracteres. Fueron
muchas las ocasiones en que vagó por aquellos solitarios brezos. Y en cada
ráfaga de viento que soplaba sobre los dispersos vestigios de lo que una vez
fuera un bosque, parecía siempre flotar la voz, el acento terrible de Ginotti.
Y en cada oscuro recoveco, junto a las sombras envolventes de una tétrica
noche, parecía acechar su silueta, mientras que, con mirada hostil, aquellos
ojos parecían traspasar la afligida conciencia de Wolfstein a medida que
caminaba. La caída de una hoja o el salto de una liebre en el brezal bastaban
para que se estremeciera de miedo. Y hasta en aquella espantosa soledad, se
sentía irresistiblemente impelido a permanecer solo. Ni los encantos de Megalena
eran ya capaces de ofrecer un poco de tranquilidad a su alma, porque efímera es
la amistad entre los malvados, a la que siempre sigue el hastío que produce una
atadura anclada en las tumultuosas visiones de la pasión o los intereses: irremediablemente,
ha de hundirse en el abismo del tedio, seguido de esas apatía e indiferencia de
las que, por su propio origen, es merecedora.
Frankenstein
(Fragmento del capítulo 7)
Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora,
intentaba convencerme mientras andaba de que estaba soñando y que cuando
llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué punzante
cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas, cuando a
veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba convencerme de que
aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me corroía el
corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel demonio
más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un poder
del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.
Desconozco los sentimientos de aquel a quien
perseguía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los árboles o
talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera. «Mi reinado aún no
ha acabado -estas eran las palabras que se leían en una de las inscripciones–-;
sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el norte en busca de
las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo
soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquí una liebre
muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por
nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento.»
Percy Bysshe Shelley (Inglés fallecido en Italia, 1792-1822).
Mary Shelley (Inglaterra, 1797-1851).
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