domingo, 19 de febrero de 2023

Conejos: ST. IRVYNE, o EL ROSACRUZ, de Percy Bysshe Shelley; y FRANKENSTEIN, de Mary Shelley

"... o el salto de una liebre en el brezal bastaban para que se estremeciera de miedo."

St. Irvyne, o El rosacruz

(Fragmento del capítulo VIII)

Sin hacer caso de las fervientes súplicas de Megalena, se dejó caer en una silla, donde permaneció sumido en lúgubre y profunda melancolía. Y no le ofreció ninguna respuesta, sino que, inmerso en un aluvión de devastadores pensamientos, se quedó en silencio. Incluso cuando se retiraron a descansar, y pudo en algún momento descabezar un ligero sueño, aquel hombre volvía a presentarse ante él, como si la imponente figura de Ginotti le dominase, y que aquella última mirada que sus aterra- dores ojos le habían dirigido se revolviese en su interior en una indescriptible agonía. Wolfstein tuvo la impresión de que el tiempo transcurría con lentitud. Y Ginotti, aunque ya se había marchado, y muy lejos quizá, le rondaba aún por la cabeza, como si su imagen se le hubiera quedado grabada con terribles e indelebles caracteres. Fueron muchas las ocasiones en que vagó por aquellos solitarios brezos. Y en cada ráfaga de viento que soplaba sobre los dispersos vestigios de lo que una vez fuera un bosque, parecía siempre flotar la voz, el acento terrible de Ginotti. Y en cada oscuro recoveco, junto a las sombras envolventes de una tétrica noche, parecía acechar su silueta, mientras que, con mirada hostil, aquellos ojos parecían traspasar la afligida conciencia de Wolfstein a medida que caminaba. La caída de una hoja o el salto de una liebre en el brezal bastaban para que se estremeciera de miedo. Y hasta en aquella espantosa soledad, se sentía irresistiblemente impelido a permanecer solo. Ni los encantos de Megalena eran ya capaces de ofrecer un poco de tranquilidad a su alma, porque efímera es la amistad entre los malvados, a la que siempre sigue el hastío que produce una atadura anclada en las tumultuosas visiones de la pasión o los intereses: irremediablemente, ha de hundirse en el abismo del tedio, seguido de esas apatía e indiferencia de las que, por su propio origen, es merecedora.

Frankenstein

(Fragmento del capítulo 7)

Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora, intentaba convencerme mientras andaba de que estaba soñando y que cuando llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas, cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba convencerme de que aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me corroía el corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel demonio más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un poder del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.

Desconozco los sentimientos de aquel a quien perseguía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los árboles o talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera. «Mi reinado aún no ha acabado -estas eran las palabras que se leían en una de las inscripciones–-; sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento.»

Percy Bysshe Shelley (Inglés fallecido en Italia, 1792-1822).
Mary Shelley (Inglaterra, 1797-1851).

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