(Fragmento inicial)
Era
una noche muy fría: noche de invierno y de las peores.
El
mes de Enero derrochaba sus riquezas: nieve, lluvia, viento; y todo entre
tinieblas.
Las
pulmonías aleteaban gozosas; los catarros con noble emulación aspiraban a
pulmonías; los reumas se arrastraban sobre el barro ejercitando sus fuerzas.
No
había pulmón seguro ni articulación que funcionara a gusto.
El
frío, primo hermano de la nada, se desperezaba en la sombra. Y los termómetros
aterrados se encogían cada vez más.
Una
noche de todos los diablos; pero no de los diablos clásicos, de los que andan
entre llamaradas, espuman calderas de pez hirviendo y saltan como salamandras
en el incendio de las cavernas del eterno dolor.
No:
un infierno de esta clase se hubiera quedado convertido en carámbano infernal.
Las
calles estaban desiertas. Decimos mal. Un pobre mendigo envuelto en una
deshilachada manta caminaba lentamente arrastrando unas veces sobre el barro,
otras sobre la nieve, sus años y sus miserias.
Acaso
había sido persona acomodada; quizás gastó en otro tiempo zapatos de charol,
blanca pechera, elegante frac, y gabán de pieles. Pero aquel tiempo estaba muy
lejano: si existió alguna vez, hoy no era más que un sueño.
El
mendigo seguía caminando. No iba, seguramente, hacia su casa, porque no la
tenía. Buscaba un rincón, un portal; y quizá sin ser Job, buscaba un
estercolero en que dormir aquella noche.
Y
así recorría calles y cruzaba plazas, y no encontraba sitio a su gusto. Tal vez
su gusto era excesivamente delicado, porque espacio no le faltaba.
De
pronto se detuvo: le asaltó una idea casi luminosa. Despertó en él un recuerdo
envuelto en efluvios de calor. Recordó, decimos, que aquella mañana pasó por
una plaza y que en ella había visto unas calderas de asfalto derretido que daba
gusto verlas.
Todo
es relativo en este mundo. Para los demás transeúntes aquellas calderas eran
sucias y feas; negras y humosas; para el pobre mendigo, en aquel instante eran
el símbolo más perfecto de la felicidad humana, con algo de felicidad divina.
José Echegaray (España, 1832-1916).
Obtuvo el premio Nobel compartido con Frédéric Mistral, en 1904.
La lectura del texto íntegro es posible en Ciudad Seva.
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