Los cascarudos
(Fragmento)
Este
fue el principio de la catástrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez
segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar
bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantaridas de
frutales, guitarreros de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue
llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al
rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neófitos,
prometía escopetas de uno, dos y tres tiros.
Pero
los peones no necesitaban estimulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover
ni piedra que no dejara al descubierto el húmedo hueco de su encaje. Aquello
era, evidentemente, más divertido que carpir. Las cajas del naturalista
prosperaron así de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio
por concluida su colección y regreso a Posadas.
Yaguaí
(Fragmento)
Fragoso
intentó algún aprendizaje con el fox-terrier. Pero siendo Yaguaí mucho más
perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sus tres perros, lo relegó desde
entonces en el rancho a espera de mejores tiempos para esa enseñanza.
Entretanto,
la mandioca del año anterior comenzaba a concluirse; las últimas
espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano, y el hambre,
ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó las entrañas de Yaguaí. En
aquella nueva vida había adquirido con pasmosa rapidez el aspecto humillado,
servil y traicionero de los perros del país. Aprendió entonces a merodear de
noche en los ranchos vecinos, avanzando con cautela, las piernas dobladas v
elásticas, hundiéndose lentamente al pie de una mata de espartillo, al menor
rumor hostil. Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera, y a
gruñir de un modo particularmente sordo, cuando el cuzco de un rancho defendía
a éste del pillaje. Aprendió a visitar los gallineros, a separar dos platos
encimados con el hocico, y a llevarse en la boca una lata con grasa, a fin de
vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció el gusto de las guascas ensebadas,
de los zapatones untados de grasa, del hollín pegoteado de una olla, y, alguna
vez, de la miel recogida y guardada en un trozo de tacuara. Adquirió la
prudencia necesaria para apartarse del camino cuando un pasajero avanzaba,
siguiéndolo con los ojos, agachado entre el pasto. Y a fines de enero, de la
mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto y provocador
del fox-terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso, de orejas echadas
atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba furtivamente por los caminos.
Horacio Quiroga
(Uruguayo fallecido en Argentina, 1878-1937).
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